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“Como todos los directores, él también representaba el papel de director”, opinó alguna vez Ingmar Bergman1 a propósito de uno de sus maestros, Alf Sjoberg. Obviamente, la afirmación le incumbe. Al director le afecta la pesada duplicidad de ser a la vez quien establece una escena y también un protagonista que desempeña su papel.
La constante preocupación de Bergman por esta escisión posibilitará algunas inflexiones acerca del creador y la obra que habrán de surgir, principalmente, gracias al talento y la descarnada sinceridad con que presenta sus memorias en el libro Linterna mágica; sus páginas son el testimonio de una vida de éxitos y fracasos cuyo referente privilegiado es el máximo director de escena: Dios. Cuando –en otro lugar- refiere su modo de realizar películas, afirma2: “Haciendo caso omiso de mis propias creencias y dudas, que carecen de importancia en este sentido, opino que el arte perdió su impulso creador básico en el instante en que fue separado del culto religioso. Se cortó el cordón umbilical y ahora vive su propia vida estéril, procreando y prostituyéndose. En tiempos pasados el artista permanecía en la sombra, desconocido, y su obra era para la gloria de Dios. Vivía y moría sin ser más o menos importante que otros artesanos; ‘valores eternos’, ‘inmortalidad’ y ‘obra maestra’ eran términos inaplicables en su caso. La habilidad para crear era un don. En un mundo semejante florecían la seguridad invulnerable y la humildad natural”.
Aunque, ¿no es aplicable también a Dios la aseveración del comienzo?: “Como todos los directores, él también representa el papel de director”. Por más esquivo que resulte, Dios lleva la marca del representante obligado por la escisión, que para ser tal expulsó de sí al Demonio y tuvo que desdoblarse en los tres del catecismo para constituir familia. “Obra para la gloria de Dios” dice Bergman; la gloria de Dios es esa obra, humana por excelencia, que retorna amenazadora o apaciguante sobre el sujeto para ocupar el lugar vacío de su imaginería, como las sombras que se encienden al echar a rodar una película. Bergman lo supo; recordando el proyector de cine que le regalaran cuando tenía diez años, escribe3 : “Esta maquinita destartalada fue mi primer equipo de prestidigitador. Y todavía hoy me digo, con pueril emoción, que soy realmente un mago, puesto que el cinematógrafo se basa sobre el engaño del ojo humano. He sacado en conclusión que si veo un film que tiene una duración de una hora, durante veinte minutos estoy sentado en la oscuridad más completa: el vacío entre cada toma”. No obstante, la vida se le enmaraña; en su relato autobiográfico Linterna mágica (luego de lo dicho, el título cobra una connotación especial), las escisiones siguen rumbos diversos. A veces resultan ostensibles, otras no se las puede discriminar pues los planos se mezclan; el ilusionista nos confunde, se les confunden al ilusionista, sobre todo -no podría ser de otro modo- porque hace obra tematizando el propio padecer. Planos que al organizarse en torno al director y al protagonista de la escena, producen la escisión de profundas vivencias.
En uno de los primeros momentos significativos, de la secuencia que Bergman dispone en el libro4, relata lo que presenciara al recibir el anuncio de la muerte de su madre. Va hasta la casa que fuera de ella, encuentra el cuerpo exánime y pasa un largo rato sentado a su lado. Impresiona el despojo con que la describe, antes que un hijo hay allí un director implementando una puesta: “Yacía en su cama, vestida con un camisón de franela blanco y una mañanita azul. Tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia un lado y los labios entreabiertos. Estaba pálida, con ojeras, y el pelo, todavía oscuro, bien peinado -no, ya no tenía el pelo oscuro, sino entrecano, y los últimos años lo llevaba corto, pero la imagen del recuerdo me dice que su pelo era oscuro, tal vez con algunas canas-. Las manos descansaban en su pecho. En el dedo índice de la mano izquierda llevaba una tirita”. Sólo la vacilación entre el pelo oscuro y el cano vuelve ostensible su inquietud, lo demás permanece estático, no en la rigidez de lo muerto sino en la quietud de un latido en suspenso
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La vacilación es inquietud ante algo que escapa a la precisión del dato; lo negro, oscuro, y lo cano producen en claroscuro el contraste de vida y muerte. Lo demás son minucias para el director. Lo expresa mediante la negación de una certeza: “Pasé allí sentado varias horas. Las campanas de la iglesia de Hedvig Eleonora (la iglesia donde oficiaba el padre, pastor) tocaban a misa mayor, la luz vagaba por la habitación, se oía música en alguna parte. No creo que sintiera dolor, tampoco que pensara, ni siquiera creo que me observara o me hiciera mi propia puesta en escena -esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias”. Es lamentable para él que así sucediera, pero de valor inapreciable para su condición de artista, ya que se vio impulsado a generar una de las obras magnas de la cinematografía. En El rostro (conocida en nuestro país como El mago), por tomar un ejemplo relacionado con la escena ante el cuerpo de la madre, los cuatro viajeros de un coche -la troupe de Vogler, un mago ilusionista- encuentran en la espesura de un bosque a un actor moribundo. Una vez tendido en el piso del vehículo, éste dialoga con los pasajeros acerca de la verdad, la mentira, la ilusión, hasta que su muerte parece próxima. Vogler se inclina sobre el actor, quien manteniéndose impasible (luego se sabrá que su agonía era mentida) dice5: “Si desea registrar el momento exacto, mire con detenimiento, señor. Tendré mi cara abierta a su curiosidad. ¿Qué siento? Miedo y bienestar. Ahora la muerte ha llegado a mis manos, mis brazos, mis pies, mis entrañas. Trepa hacia arriba, hacia adentro. Obsérveme detenidamente. Ahora se detiene el corazón, ahora se apaga mi conciencia. No veo ni Dios ni ángeles. Ahora ya no puedo verlos más a ustedes. Estoy muerto. Ustedes se preguntan. Yo voy a decírselo. La muerte es...”.
Cuando al promediar la obra este actor reaparezca, dirá de sí: “Me he tornado convincente. Nunca lo fui como actor”, mientras Vogler dispone los elementos para su próxima actuación manipulando una linterna mágica (un proyector). El actor extiende una mano y ataja el haz de luz, al dibujarse la silueta en la pantalla agrega: “La sombra de una sombra”. Si Dios es un director, hay en él un ilusionista que pretende hacer entrar la muerte en el claroscuro de una escena; metáfora que Bergman hace explícita en El séptimo sello.
No intentaré la disquisición, tan gratuita como de mal gusto, sobre si Bergman hubiera sido Bergman de no sufrir “esa deformación profesional -según admite- que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias”. Pero es dable reparar en que al enunciarlo de este modo, el propio Bergman queda desdoblado en la persona -extraña para los espectadores de su obra- y el creador. Debemos distinguir al menos una tríada que tienen al autor como eje, en relación con la obra, por un lado, y por otro a la persona cuya vida está signada por cierto padecimiento. El séptimo sello, por mencionar una de las mayores, no es el síntoma de un neurótico sino la obra de un genio. Que el señor Bergman haya padecido esto o aquello no equivale a que lo mismo suceda con la obra, aunque el padecer la empape. Si el creador lo fuera sólo por su trastorno, los laberintos borgeanos serían producciones obsesivas, Los hermanos Karamazov se deberían a la epilepsia de Dostoievski o Edipo Rey habría resultado de la calentura de Sófocles con la mamá y la rivalidad con el padre. Y no porque los creadores carezcan de tales sufrimientos, al contrario; la cuestión radica en reconocer aquello que caratulamos obsesivo, epiléptico o edípico, echando mano a una nosografía de bolsillo, como algo inherente a la condición humana
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Ya que comenzamos con la descripción de Bergman acerca de la madre, transcribiré un fragmento que la incluye en una de sus películas. Sabido es el conflicto de Bergman con su padre, un clérigo severo, autoritario, del que tanto deriva la reverencia como su rebelión ante Dios. Si algo tuvo impedido de chico -para decirlo del modo más sencillo- fue el contacto emotivo con ellos. Pero cuando el autor se expresa hay una transformación. Leamos el final del guión de Cuando huye el día6: “Un poco más lejos en la orilla se hallaba sentada mi madre. Lucía un llamativo vestido de verano y un sombrero de alas grandes que daba sombra a su rostro. Estaba leyendo un libro. Sara dejó caer mi mano y señaló a mis padres. Luego desapareció. Miré largo rato a la pareja que estaba del otro lado del agua. Traté de gritarles algo, pero ni una palabra salió de mi boca. Entonces mi padre irguió la cabeza y me vio. Alzó la mano y me saludó, riendo. Mi madre levantó los ojos del libro y ella también rió y saludó con la cabeza.
“En ese momento vi el viejo yate con su vela roja. Se deslizaba suavemente impulsado por la tenue brisa. En la proa estaba de pie el tío Aron, cantando alguna canción sentimental y vi a mis hermanos y hermanas y a mi tía Sara, que levantó en brazos al hijito de Sigbritt. Les grité, pero no me oyeron
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“Soñé que estaba junto al agua y gritaba hacia la bahia, pero la cálida brisa de verano se llevaba mis gritos sin dejarlos llegar a destino. Sin embargo, no estaba afligido por esto; me sentía, por el contrario, bastante contento”.
Contrastemos con el libro de memorias; un par de páginas más adelante de la cita precedente, hace mención de la que fuera su inclinación infantil hacia la mentira: “Creo que yo fui (entre los hermanos) el que mejor parado salió gracias a que me convertí en un mentiroso. Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo. Como no supe mantener la separación entre mi persona real y mi creación, los daños resultantes tuvieron consecuencias en mi vida hasta bien entrada mi edad adulta y en mi creatividad. En ocasiones he tenido que consolarme diciéndome que el ha vivido en el engaño ama la verdad”. Vivir el engaño, amar la verdad, nuevo modo de formular la escisión: vida como engaño, vivencia enajenada, verdad en la obra, fruto del amor.
“Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo” escribe Bergman; pero el yo miente por definición, el problema es instrumentar la escisión de modo que el yo crea ilusoriamente saldar el abismo para ubicarse al otro lado, dejando un lugar vacante -que creemos el yo del sujeto- para que allí nos precipitemos. Esto se llama mentira, según Bergman, una estrategia a costa de que el sujeto robe de sí “las más profundas vivencias”.
Bergman pagaría caro la mentira, él mismo cayó en su trampa. En 1976 el fisco descubre que había evadido el pago de impuestos; más que eso, que había producido un fraude con sus declaraciones y lo llevan detenido en un lamentable equívoco. Firmaba lo que sus abogados ponían en sus manos, en lo relativo al manejo económico, y alguien malversó lo que llevó su firma. Sin que fuera consciente de qué sucedía en su intimidad, se desmorona. Es notorio que la acusación tocó un punto sensible: merced a ella vio cuestionado su proceder en la vida. El Estado Sueco había descubierto su secreto, era un mentiroso. La crisis desencadenada puso de relieve la eficacia inconsciente de la acusación. Sin saberlo, los fiscales del Estado encarnaron la severa imago paterna y la técnica del desdoblamiento se volvió en su contra. Leamos lo que dice al respecto, en un momento en que había comenzado a tomar medicación para apaciguarse7: “El lunes por la mañana se produce el colapso. Estoy en el salón del piso superior leyendo un libro y escuchando música. Ingrid se ha ido a ver al abogado. No siento nada, estoy sereno aunque algo apagado por los somníferos, que jamás utilizo en la vida normal.
“Cesa la música y la cinta se para con un ruidito. Calma total. Los tejados del otro lado de la calle están blancos y la nieve cae lentamente. Dejo de leer, de todas maneras me es difícil entender lo que leo. La luz en la habitación no tiene sombras y es intensa. Un reloj da alguna hora. Tal vez duerma, quizá sólo haya dado el corto paso de la realidad reconocida por los sentidos a la otra realidad. No sé, ahora me encuentro profundamente hundido en un vacío inmóvil, sin dolor y sin sensaciones. Cierro los ojos, creo que cierro los ojos, intuyo que hay alguien en la habitación, abro los ojos: en la implacable luz, a unos metros de mí, estoy yo mismo contemplándome. La vivencia es concreta e incontestable. Estoy allí en la alfombra amarilla contemplándome a mí que estoy sentado en el sillón. Estoy sentado en el sillón contemplándome a mí que estoy de pie en la alfombra amarilla. El yo que está sentado en el sillón es el que ahora domina las reacciones. Es el punto final, no hay regreso. Me oigo lamentarme en voz alta y quejumbrosa”.
El desdoblamiento espanta, a pesar de presentificar la misma escisión que antes apareciera; el protagonista y el observador disponen la escena, aunque atravesando su límite esta vez caen ambos dentro de ella. Ocurre lo siniestro en medio de un absoluto silencio y luz intensísima. La duplicación sin espejo tiene la fuerza, y con ella el espanto, de lo real. Ha cambiado el registro: del plano imaginario, donde la imagen presupone al espejo, se ha pasado a lo concreto de una presencia no mediatizada. El espejo desaparece pero el otro sigue ahí.
La luz que ciega tiene un lugar preponderante junto al silencio, produciendo el viraje hacia una claridad que de tan acentuada también extravía. Continuaré ahora la cita de cuando Bergman se encuentra ante el cuerpo yacente de la madre, pues allí aparece algo similar. Luego de ocuparse del atuendo y de su posición con minuciosidad, vacilando sólo en el claroscuro de su pelo, agrega: “De súbito una intensa luz de temprana primavera llenó la habitación. El pequeño despertador hacía tictac apresuradamente en la mesilla de noche”. El impacto estético de la frase radica en el juego de contrastes, que extiende la vacilación entre el pelo oscuro-cano de la madre; ahora es luz intensa - (mesa de) noche, cese del tiempo y tictac apresurado, la muerte, la primavera temprana. En definitiva: luz intensa (vida) - oscuridad cerrada (muerte), elementos que reaparecen en el momento del derrumbe: música que cesa, calma total, blancura de los tejados, luz intensa y sin sombras, vacío inmóvil, aquietamiento que anuncia el acontecimiento, desencadenado en medio de una luz implacable. ¿Tan implacable como la acusación del fisco? ¿Tanto como el padre? De tan intensa ciega, los ojos se cierran, se abren y llega el punto final, de no regreso. ¿Como el de la madre al morir? Preguntas que sin responder dejaré en suspenso para captar la certidumbre del instante fatal. La escena imaginaria se cierra, se apaga y emerge, cegadora, la luz sobrenatural.
Lo internan en un sanatorio psiquiátrico y de a poco se va restableciendo, aunque manteniendo la duplicación8>: “Un día de finales de febrero me encuentro en una habitación cómoda y silenciosa del Hospital de Sophia. La ventana da al jardín. Puedo ver la casa rectoral amarilla, la casa de mi infancia, allí en lo alto de la colina. Cada mañana paseo una hora por el parque. A mi lado va la sombra de un niño de ocho años; es a la vez estimulante y escalofriante”.
El contraste se acentúa: en una luz intensísima se ve a sí mismo y alucina, en una sombra se acompaña de la visión de un niño y oscila entre la fascinación y el horror. Permanece el amarillo, ahora constatamos su procedencia: el amarillo de la casa de la infancia se había transformado, en aquel terrible momento, en el color de la alfombra, mudo testigo ubicado en medio de los dos Bergman. Antes, aludiendo al pelo de la madre muerta, había vacilado entro lo oscuro y lo blanco. Luz y sombras, vida y muerte, razón y locura. Poco después logra organizarse merced a la escisión, esta vez partiendo el tiempo, lo que le posibilita entretejer vida y escena : “Me lanzo al ataque contra los demonios con un método que me ha funcionado bien en crisis anteriores: divido el día y la noche en unidades de tiempo determinadas y lleno cada una de ellas con una actividad o un momento de descanso establecidos de antemano. Sólo cumpliendo implacablemente mi programa, día y noche, puedo defender mi cerebro de unos dolores tan violentos que llegan a ser interesantes. En pocas palabras, recobro la costumbre de planificar minuciosamente mi vida y ponerla en escena”. Esta partición resulta sugestiva, pues tiene por objeto combatir los demonios, los dioses caídos de la mano de Dios. Hace recordar la estima de Borges: “La eternidad, cuya despedazada copia es el tiempo”, deudora de otra, de Platón, para quien el tiempo es la “imagen móvil de la eternidad”. La escena es un recorte de lo inmutable.
Lo hasta aquí considerado vale para realzar de modo tan dramático como elocuente el desdoblamiento entre la mirada cargada de luz, que pone al descubierto la miseria humana, y el protagonista de la escena donde transcurre la trama. Importa el método por el que esa clarividencia deviene lugar ocupado por el director de escena, escindiendo al autor. Tengamos en cuenta que leímos el relato entregado por el director, que no hemos asistido a su locura sino a su obra, que por más autobiográfica que parezca es el libro escrito por el autor Ingmar Bergman.
Hay una incitación a ocupar el sitio del intérprete. Lo hacemos en la obra, literaria o cinematográfica, participando de un desdoblamiento en tantos personajes como los que sea posible traer a escena, como en un sueño. Y al tiempo de despertar, un ojo avizor abre un origen retrospectivo de luz y sombras.
1: Linterna mágica, p. 211. Tusquets, Buenos Aires, 1988.
2: “Bergman opina sobre la forma de realizar películas”, en Ingmar Bergman: Cuatro obras. Sur, Buenos Aires, 1965.
3: “Bergman opina sobre la forma de realizar películas”. Ibíd.
4: Linterna mágica, p. 15.
5: Cuatro obras. Sur, Buenos Aires, 1965.
6: Cuatro obras.
7: Linterna mágica, p. 101.
8: Ibíd. P. 104.