Al iniciar la sesión de la semana pasada Luco me preguntó, como al acaso, cuánto más duraría el análisis. Consciente o inconscientemente preparada, la pregunta no
me sorprendió. El tratamiento había producido modificaciones en su cerrada actitud habitual. La pantalla de doble faz que lo apartaba del mundo y al mundo de su
emotividad había aflojado la trama de su tejido. Dije pantalla, también podría ser coraza, muro, esfera de cristal, velo persistente como el que protegía al freudiano hombre de los lobos y sólo se
rasgaba al hacerse practicar enemas. Serge Leclaire examinó la insistencia de este rasgo en “Philon o el obsesivo y su deseo” (incluido en Desenmascarar lo real).
Habiendo comenzado a sostener sus requerimientos laborales ante los directivos de la empresa para la que trabaja como técnico electrónico; animándose a intervenir en reuniones sociales en vez
de rumiar, osco, lo que rehuía manifestar a los demás; habiéndose atrevido a ser consecuente con su debilidad por las motos, cancelada veinte años atrás cuando le robaran la que tenía, había
comprado otra, recuperando la felicidad del manejo; habiéndose soltado con el hermano, un vividor que desde que internaron a la madre en un geriátrico se aposentó en la casa materna, sin
trabajo a la vista y administrando, un decir, los ingresos de ella, jubilada, un día lo puso en caja, aunque no pueda esperarse mucha reacción de su parte, pero lo enfrentó y eso importaba
; habiendo relajado su habitual rigidez en la relación con Inés, su mujer, recuperando algo de una traspapelada actividad sexual… No me extrañó, reitero, que pensara en finalizar el análisis
. Contesté que no estaba de mi parte establecer ese final, que lo recibiría mientras él entendiese que había qué decir y ganas para hacerlo en la consulta. La sesión se desarrolló distendida, salvo el
momento en que pasó por sus ocurrencias la cuestión pendiente de engendrar un hijo; teniendo él cuarenta y cinco e Inés cuarenta, la espera… la demora no podía extenderse. La espera o su
apariencia no es un tema menor para Luco, conocíamos en el análisis –como también lo saben los tratados sobre neurosis obsesiva- la vacilación impregnada de dudas al momento decidir. Y si
decimos hijo también se incluye la no alcanzada (ni buscada) casa propia. Lo propio, más importante que un título a su nombre, sume a Luco en el dilema de actuar, el de ser alguien con
propiedad. El dilema suele dar paso a una cavilación circular que se convierte en viciosa.
Es evidente que para Luco hay diversos niveles en las restricciones impuestas al intervenir en la realidad, dependen de la calidad del compromiso que requieren. En el transcurso de las sesiones
habíamos despejado la lógica recursiva de la procrastinación: (1) si me atrevo a X cosa, la consecuencia será, (2), algo negativo, funesto, por lo cual se impone, (3), diferir, anular el atrevimiento
. No fue sencillo desarticular esta secuencia, los desplazamientos al detalle a los que Luco recurría, firmes como mojones de cemento, resistían: “si presento en la empresa el proyecto que preparé
podrían preguntarme algo que no sepa responder” (la pregunta temida era del estilo de cuánto suman dos más dos); “si le propusiera a Inés tener relaciones sexuales dormiría menos esa noche y
mañana debe levantarse temprano”… El curso del análisis posibilitó modificaciones, Luco lo reconoce, a mí me resultan evidentes, menos evidentes son las instancias que le permitieron, a través
de pausas insistentes y frecuentes retrocesos, soslayar aquí o allá el paso (2), comprobando que en vez de echarlo del trabajo mejoraba en la consideración de compañeros y superiores, y así
sucesivamente. Sí tengo presente haberle señalado que manifestaba temor de desencadenar lo que se le volvería en contra, pero quizá le angustiaba la perspectiva de –valga la redundancia- hacer
valer su valor. Superponiendo ambas alternativas: el problema radica en suponer que si hace valer su valor, ocurrirá algo nefasto.
Al agrupar estas cuestiones quise dejar constancia de que el método de tres pasos que Luco emplea para disuadirse de actuar con propiedad tiene algo de fobia, no falta la angustia, pero se trata
de los componentes fóbicos de la obsesividad. Entonces vino a mí una aseveración de Freud que me resultó clave, la busqué en sus escritos hasta dar con ella: en un párrafo donde se refiere a
personas que en su intimidad han creado un sistema de prohibiciones, a las que obedecen tan rigurosamente como las que los habitantes de tribus llamadas primitivas imponen a su organización
social. A tal punto, concluye, que si el conocedor de psicoanálisis “no estuviese habituado a designar neuróticos obsesivos a estos individuos, debería admitir que el nombre más apropiado para
su estado sería enfermedad del tabú” (Tótem y Tabú, cap. II, 2).
Cuando Luco llegó al análisis proporcionó un dato, apareció de ese modo, como un dato: su actividad sexual era escasa, no sólo con Inés, si las compañeras de trabajo le hacían un comentario de
doble sentido se ponía tenso, incapaz de responder no se daba por enterado, para solaz de las muchachas que sí se enteraban. Admitió que alguna que otra vez se masturbaba y sus referencias a la
sexualidad no fueron más lejos, salvo la mención de que si Inés lo acaricia, si lo abraza, no sabe qué hacer o, en todo caso lo que hace es bloquearse. Esto revela lo importante de la mención por
parte de Freud de la enfermedad del tabú. ¿Es la mujer un tabú? ¿Por qué, en qué circunstancias? ¿Acaso el padecimiento de Luco es exclusividad de la neurosis obsesiva? ¿En qué consiste un
tabú? Comencemos por lo último, ya habrá tiempo para no responder las preguntas anteriores. Según puede leerse en Tótem y Tabú, en la formación de un tabú interviene lo que para nosotros es
contraposición de lo sagrado y lo impuro o siniestro. Aunque en un comienzo no fue así. James Frazer, autor de La rama dorada, el tratado más erudito sobre el tema, señala que para el salvaje
(empleo esta palabra porque es la que usa el autor) santidad e impureza no son conceptos diferentes, tampoco separan la palabra que nombra del objeto nombrado, sea de la naturaleza, animal o
humano; sin la arbitrariedad del signo lingüístico, lo sobrenatural actúa sobre alguien por su nombre, su pelo, sus uñas, cualquier parte material de su persona (cap. XXI). Ignorantes de Saussure,
hubieran acordado con el Borges cabalista de El Golem: “en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo. Y, hecho de consonantes y vocales, habrá un terrible Nombre, que la
esencia cifre de Dios y que la Omnipotencia guarde en letras y sílabas cabales”. También con Freud, de estar al tanto del devenir de lo inconsciente: “El tabú del nombre se nos mostrará menos
singular si pensamos que los salvajes ven en el nombre una parte esencial y una propiedad importantísima de la personalidad y atribuyen a las palabras su pleno significado-cosa… El mismo
adulto civilizado, si analiza ciertas singularidades de su actitud con respecto a los nombres propios, comprobará sin dificultad que no se halla tan lejos como se cree de enlazar a ellos un valor
esencial, y hallará que el suyo se encuentra íntimamente fundido con su persona. Nada tiene de extraño, en estas condiciones, que la práctica psicoanalítica halle con tanta frecuencia ocasión de
insistir en la importancia de los nombres en el pensamiento inconsciente” (cap. II, 3).
El tabú entraña una reserva que se manifiesta en prohibiciones, restricciones. Más antiguo que los dioses, el tabú imponía castigos, si era violado, valiéndose de la propia fuerza del trasgresor.
Cuando llegó a imperar la creencia en dioses mitológicos, ellos se ocuparon de aplicar sanciones, pocas cosas les gustaban más que eso, y ni qué decir cuando la religión distribuyó males y
pecados inspirados por el Demonio. A esto debe agregarse que quien trasgrede un tabú se convierte, él mismo, en tabú.
Volviendo a Luco y a su reservada sexualidad hubo una sesión, de hace aproximadamente un par de años, en la que dijo algo más, tal vez intentado responder una pregunta capciosa de mi parte:
¿fue siempre así? Capciosa porque no hay modo en que algo sea “siempre así” y menos sexualmente hablando. Luco respondió que anteriormente había tenido relaciones con una disposición
sexual diferente y también había sido así en los primeros tiempos con Inés, hasta la vez que… -por vez primera, su voz se quebró-… la vez que ella quedó embarazada pero se produjo un aborto
espontáneo. Como ya había sufrido un percance similar en una relación anterior, se hizo estudios y le diagnosticaron una afección causante del aborto; si en un futuro quedaba embarazada debía
hacer un tratamiento y casi con seguridad podría tener el hijo. Inés quedó destruida. A mi pregunta acerca de qué le pasó a él respondió que sufrió, quería tener ese hijo pero adoptó una actitud
impasible para no afligir aún más a Inés, para poder sostenerla. La sexualidad no volvió a ser como antes, ella, su cuerpo, había cambiado, tal vez ahí comenzó lo de evitar tocarla y ser tocado
por ella. En ese momento no entendí cuál sería la razón inconsciente, ahora me resulta notorio que algo en Inés se volvió tabú. Lo fundamental del tabú y de la neurosis obsesiva consiste en la
evitación del contacto, tanto material como intelectualmente, como cuando se dice “entrar en contacto con…”. Que ahora me resulte notoria la conformación en Luco del tabú requiere que pase a
lo que motivó el desarrollo efectuado hasta aquí: la sesión de esta semana.
Entra al consultorio, cumple con rapidez su habitual ceremonia de quitarse la campera, doblarla, depositarla sobre un puff y se zambulle en el diván mientras yo recuerdo su pregunta, formulada
como al descuido la semana anterior, sobre el fin del análisis. Pero esta vez dice algo como “tendré que hablar lo que no hablé estos años: la sexualidad”. Inés lo había increpado: “tenemos que
saber adónde estamos yendo” le había dicho, lacónica, aludiendo a la separación. Porque ya no quería demorar más una doble, interminable espera: la de que haya sexo entre ellos y que tengan
un hijo, no que haya sexo para tener un hijo sino que haya sexo e hijo, había subrayado Inés. Fue un cachetazo a la suposición de Luco de haber cambiado sexualmente, ella le enrostró que el
supuesto cambio no iba al meollo, era pura chapa y pintura. A partir de aquí se produce en la sesión un silencio tenso, hasta que Luco dice algo que le conozco, que actúa como escudo cuando se
trata de abordar un tema… tabú: “no sé cómo hacerlo, no puedo, no sé qué debo decir”. En vano apuntar a que no es posible saber hacer antes de hacer, que el saber llega luego, que buscar qué
debe decirse es lo contrario a lo que supone el libre asociar de ocurrencias. Luco hubiera podido responder que de poder soltarse no estaría diciendo lo que dice, y si yo acotara que porque dice lo
que dice no puede soltarse… no hay como entrar en un sistema obsesivo para enredarse obsesivamente. En un momento, entre los “no sé” “no puedo”, “no (sé qué) debo”, Luco intercala: “un
mandato divino”. ¿Mandato? ¿Divino? A mi pregunta acerca de si es creyente responde que no, aunque que lo fue de chico. Pero ahora su cabeza es un revoltijo, pide que no tome en serio lo del
mandato, me pide mientras yo recuerdo que según Freud el componente ideativo de las formaciones obsesivas se desplaza lejos de su origen pero lo principal, emotivo, persiste inalterado
, siempre justificado (Obsesiones y Fobias). ¿Acaso puede ser un mandato el bloqueo sexual? pregunto no muy convencido. Luego de un momento, Luco menciona la vez que Inés abortara
, también lo había hecho un tiempo antes y, como aquella vez, se le quiebra la voz. Fue un antes y un después, dice. Desconfiando que pudiera haberse producido un corte tan tajante, le solicito
que hable de sus relaciones anteriores… En el tiempo que llevamos de análisis una y otra vez lo había invitado a explayarse sobre su pasado sin obtener mayores logros, ahora ocurre algo
distinto: “Susana, mi primera novia; yo tenía 16 ó 17 años, no sé si tantos, Susana era menor que yo. Juntos debutamos sexualmente y por… qué sé yo… por atropello… quedó embarazada. No
podíamos tener un hijo. Yo averigüé adónde ir, un lugar en Once, conseguí el dinero, fuimos y le hicieron un aborto..... La relación siguió no mucho más y nos separamos. No volví a verla, a
Susana….. Nunca hablé de ese aborto, ni con Inés ni… lo sepulté. Es la primera vez que lo digo, una de las pocas que lo recuerdo”.
Pudo hablar, señalo, y ahora sabe que también puede hablar con Inés.
2. La enfermedad del tabú
Solicito se me conceda llevar a cabo algunas puntualizaciones sólo con los datos consignados; obviamente, cabe preguntar en qué condiciones se produjo, para Luco y para Susana, el aborto
adolescente, también sus adolescencias fueron abortadas. El análisis de Luco no avanzó suficientemente para develarlo, pero sí podemos verificar los dos tiempos en la formación de síntomas: el
primero, que Freud llamó escena, también trauma, porta la potencia de algo real y otro, a posteriori, de significación retroactiva, que precipita la formación sintomática. Tiempos de ida y vuelta
que Freud postula necesarios ya desde el comienzo de sus cavilaciones sobre las neurosis; pueden consultarse, al respecto, las cartas que le dirige a su amigo Fliess entre abril y junio de 1897
, período enormemente productivo de especulación y autoanálisis (Cartas a Wlhelm Fliess). La escena adolescente se mantuvo muda, Luco tuvo una actividad sexual aceptable –según él
, obviamente- hasta que en la segunda instancia, con Inés, en un repetir para no recordar se activa el síntoma restrictivo que configura el tabú.
¿Es acaso la alusión al tabú una comparación con el comportamiento de tribus primitivas, quizá una alegoría, o se pretende que en los actos obsesivos hay verdaderos tabús? En el inicio de Tótem
y Tabú Freud señala que el hombre de la Prehistoria, de quien conocemos monumentos, utensillos, restos de su arte y de sus creencias, en algo es contemporáneo de los pueblos que suelen
llamarse primitivos, salvajes o semisalvajes, en cuya vida y organización social vemos, a su vez, una fase de nuestro propio transcurso; no puede sorprender que al devenir inconsciente Freud lo
denomine “proceso primario”. La actitud del primitivo hacia la naturaleza era animista, con el advenimiento de la creencia en dioses ellos tomaron la posta, ejecutando con formas más cercanas a
lo humano las que fueran temidas o veneradas violencias naturales. Es conocida la aseveración de Píndaro acerca de que la diferencia entre los dioses y los humanos radica en magnitudes de
poder. La religión, posteriormente, subsumió la enorme diversidad de los
mitos en parámetros morales. En el caso del neurótico obsesivo, Freud destaca la omnipotencia del pensamiento, de los deseos, modo esencial del pensamiento primitivo. Aquí debemos ubicar la
contundente ocurrencia de Luco sobre padecer un mandato divino, sólo un Ser Superior podría habérselo impuesto. Si
en la escena adolescente fue la decisión de abortar, en el momento ulterior, con Inés,
habrá ocurrido la condena retaliativa de no engendrar y a tener la disposición erótica convertida en tabú; Inés, mujer que aborta, se ha vuelto tabú según la modalidad primitiva.
¿Es acaso la alusión al tabú una comparación con el comportamiento de tribus primitivas, quizá una alegoría, o se pretende que en los actos obsesivos hay verdaderos tabús? En el inicio de Tótem
y Tabú Freud señala que el hombre de la Prehistoria, de quien conocemos monumentos, utensillos, restos de su arte y de sus creencias, en algo es contemporáneo de los pueblos que suelen
llamarse primitivos, salvajes o semisalvajes, en cuya vida y organización social vemos, a su vez, una fase de nuestro propio transcurso; no puede sorprender que al devenir inconsciente Freud lo
denomine “proceso primario”. La actitud del primitivo hacia la naturaleza era animista, con el advenimiento de la creencia en dioses ellos tomaron la posta, ejecutando con formas más cercanas a
lo humano las que fueran temidas o veneradas violencias naturales. Es conocida la aseveración de Píndaro acerca de que la diferencia entre los dioses y los humanos radica en magnitudes de
poder. La religión, posteriormente, subsumió la enorme diversidad de los
mitos en parámetros morales. En el caso del neurótico obsesivo, Freud destaca la omnipotencia del pensamiento, de los deseos, modo esencial del pensamiento primitivo. Aquí debemos ubicar la
contundente ocurrencia de Luco sobre padecer un mandato divino, sólo un Ser Superior podría habérselo impuesto. Si
en la escena adolescente fue la decisión de abortar, en el momento ulterior, con Inés,
habrá ocurrido la condena retaliativa de no engendrar y a tener la disposición erótica convertida en tabú; Inés, mujer que aborta, se ha vuelto tabú según la modalidad primitiva.
Si bien esta omnipotencia, tanto en lo que sea intención de un sujeto como lo que sobre él revierte, puede relacionarse con el amor, prepondera lo mortífero. Aquí es necesario intercalar algo: se
tiene a la realización omnipotente de un deseo como mortífera, pero lo funesto es del momento en que por rebote se produce una sanción moral, tengamos presente los dos primeros pasos
considerados en Luco: “(1) si hago esto (2) me ocurrirá aquello”. Si suprimimos el segundo momento, “me ocurrirá aquello”, ya no hay “si hago esto” sino “hago esto” con lo cual aumenta la
responsabilidad y desaparece el castigo en retorno En lo relativo al aborto es decisiva la connotación del acto; hay gran diferencia entre extirpar un tejido que daría forma a un ser no deseado, que
a un ser humano, contrariando la potestad del Dios. Para el creyente, su Omnipotencia es única, exclusiva en dar o quitar vida. En otras palabras: el problema con la omnipotencia del
pensamiento es que por rebote el sujeto queda expuesto a la Omnipotencia del Otro. Las correspondencias entre el sistema de la neurosis obsesiva y el religioso son notorias desde que Freud las
pusiera en evidencia en Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, artículo del que sólo tomaré un par de frases: “La neurosis obsesiva representa en este punto (el de los ceremoniales) una
caricatura, a medias cómica y triste a medias, de una religión privada”. Y al momento de concluir: “Después de señalar estas coincidencias y analogías podríamos arriesgarnos a considerar la
neurosis obsesiva como la pareja patológica de la religiosidad; la neurosis, como una religiosidad individual, y la religión, como una neurosis obsesiva universal” (católica significa universal).
En el caso de Luco, la ocurrencia “mandato divino” deja ver la significación descargando su peso en el pecaminoso quitar vida humana que desafía el divino poder. La encerrona no tiene
solución. De atreverse al aborto, el/la/los los responsables cargan con lo antedicho. De no atreverse es lo mismo, según lo estipulado por Jesús para el deseo: “Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo, 5). Y ni qué decir si la mujer engendra un ser indeseado: tendrá una vida para torturarse con su carencia de deseo y la
imposición de amar un hijo infortunado en la crónica de una culpa anunciada. Depositaria de la encrucijada, Inés devino tabú para el sino obsesivo de Luco, sin que supiera lo ancestral de su
angustia. Dejemos que James Frazer ubique su tremenda genealogía en La rama dorada (cap. XX): “El caso es aún peor y la impurificación es todavía más mortífera (que en los tabús de las
mujeres menstruantes y las parturientas) si tiene un aborto o un niño muerto antes de nacer, pues entonces ella no puede estar cerca de ningún alma viviente y el simple contacto con cosas que
ella haya usado es excesivamente peligroso… Cuando los loquios son particularmente terribles es en el producto de un aborto, en especial el que se ha ocultado. En este caso, no es solamente el
hombre el amenazado o muerto, es el país entero, es el mismo cielo el que sufre. Por una curiosa asociación de ideas, un hecho fisiológico causa trastornos cósmicos… Esa mujer ha cometido un
gran crimen: ha corrompido el país del jefe, pues ha ocultado sangre que aún no estaba bien cuajada para formar un hombre. Esa sangre es tabú. Nunca debió gotear en el camino”.
“El tabú ha acabado por constituir en los pueblos de que nos ocupamos la forma general de la legislación, y ha entrado al servicio de tendencias sociales más recientes que el tabú mismo”
concluye Freud (cap. II, 3). El desafío es alcanzar la descreencia en la legalidad del tabú, verdadero desafío que subyace en la ley que laicamente apunta a desarticular siglos de omnipotencia
contraria.
3. Posiciones ante el aborto
Por poco que se preste atención al debate sobre el aborto, se advierte que quienes defienden la moral antiabortiva se reconocen al servicio de la Obra Divina: “La vida humana procede de Dios…
Dios es su único Señor, el hombre no puede disponer de ella” reza la encíclica Evangelium vitae. Según el Padre Brown (no el de Chesterton sino otro, de la Universidad Católica Argentina) el
catecismo enseña que la persona está presente desde la fecundación, por lo que debe condenarse el aborto. Fecundación producida por un azaroso espermatozoide, triunfante en el sprint de
millones arrojados al saco vaginal por la eyaculación que ingresa, perfora al óvulo y muy poco después ambos se convierten en dos, cuatro, ocho, inmensidad de células derivadas o, para decirlo
según los tratados médicos, en los estadios de mórula, gástrula, blástula, etc.. “Asechanza del Diablo” llegó a exasperarse el papa Juan Pablo II con el aborto, invocando al eterno enemigo ante
cincuenta mil feligreses en Plaza San Pedro, la vez que beatificara, para ejemplo del mundo, a Gianna Beretta Molla, que afectada de un tumor uterino optó por la muerte antes que practicarse un
aborto, y a Elisabetta Mora por haberse mantenido fiel a su marido a pesar que éste la castigara brutalmente (consignado por Clarín el 25 de abril de 1994). En nuestros días, el papa Francisco
eligió otro laconismo: “El siglo pasado todo el mundo estaba escandalizado por lo que hacían los nazis para cuidar la pureza de la raza. Hoy hacemos lo mismo, pero con guantes blancos”. El
islamismo había sumado su voz al Vaticano en 1994: El Azhar, milenario centro teológico del Islam sunita se expidió en una Conferencia de la UN dedicada a “Población y Desarrollo”
solicitando eliminar “lo que contradice la ley islámica y las religiones celestes, judaísmo, cristianismo e islamismo” con un documento en el que pidió revertir “la autorización del aborto, las
relaciones entre personas de un mismo sexo y libres relaciones entre sexos fuera del matrimonio”. Aunque es preciso tener en cuenta que para el judaísmo el criterio dista de ser tajante. El rabino
Daniel Goldman, profesor del Seminario Rabínico y miembro de la Comunidad Bet El en nuestro país, estimó que no hay en los textos sagrados una explícita condena del aborto. “En general, el
judaísmo considera al feto como parte del cuerpo de la madre. No le da carácter de persona hasta el nacimiento”. Y luego: “Que no haya condena expresa no significa que el judaísmo apruebe el
aborto… significa que propone un concepto de vida que implica alegría y felicidad de vivirla. Que los hijos sean hijos deseados y bien recibidos y no una carga en la vida”.
El extremismo antiabortivo es reacio al debate que desde la Antigüedad a esta parte intentó ubicar el momento en que se produce la infusión del alma en el cuerpo, la hominización que
transforma en persona la materia orgánica. Ya en su Política (libro séptimo, cap. XIV), Aristóteles sostenía que en caso de decidirlo, el aborto debía ser practicado “antes que se produzcan en el
embrión la sensación y la vida, pues la licitud o ilicitud de aquel acto se definen por la sensación y la vida”. En el campo científico es un dilema sin solución, no es posible ubicar ese momento
para derivar un criterio ético sobre el aborto. La historia de la medicina está jalonada por las concepciones acerca del inicio de la condición humana, según se la entendiera causada por el órgano
que la produce o simboliza: al comenzar a latir el corazón, al definirse la materia gris del encéfalo, cuando el recién nacido insufla por vez primera sus pulmones… En su intervención en la
Cámara de Diputados durante el debate sobre el derecho a abortar, el biólogo molecular Alberto Kornblihtt señaló que al momento de distinguir entre embrión y persona la valoración subjetiva
no condice con la ciencia biológica, para la que un embrión son células vivas, claro está, como también la placenta, el esperma o los óvulos. Una persona puede ser declarada muerta, porque el
corazón deja de latir o cesa la actividad cerebral, a pesar de que las células del cuerpo permanecen vivas un tiempo sustancial, por lo que no es obvio que todo lo conformado por células humanas
sea un ser humano. A su vez, un embrión depende enteramente del intercambio placentario, al punto de que se lo pueda considerar como un órgano de la mujer gestante quien, sin el derecho a
interrumpir el embarazo resulta esclava del embrión (su intervención fue publicada en Nature, prestigiosa revista científica). En esa línea James Nelson, experto en ética del Centro de
Investigaciones Hasting de Nueva York, le confiaba a Time hace tiempo: “Tenemos un amplísimo espectro de definiciones sobre lo que es un embrión. Va desde una persona hasta un trozo de
tejido como cualquier otro grupo de células del cuerpo”. Según Etienne Baulieu, titular de la Cátedra de Reproducción Humana del College de France, “la ciencia está incapacitada para decidir.
Todas las respuestas morales y personales son aceptables y por tanto relativas. No hay criterio absoluto”. No por eso el científico tiene impedido expresarse. En enero de 1920 muere Sophie,
hija de Freud, debido a una gripe complicada con neumonía, mientras cursaba su tercer embarazo. Arthur Lippmann, el médico que la tratara, le hace llegar a Freud un detallado informe sobre la
enfermedad, incluyendo consideraciones acerca de que su embarazo había agravado el curso de la enfermedad. En su respuesta a Lippmann, Freud menciona que “ambos jóvenes (Sophie y el
marido) sufrían intensamente las limitaciones que se habían impuesto. No pude más que indicarle que acudiera al ginecólogo para obtener un pesario oclusivo intrauterino. Pero es evidente que
algo salió mal”. Freud concluye, lamentando la “ley necia e inhumana que obliga a continuar con el embarazo aun a mujeres que no lo desean” (carta del 15/2/1920, incluida en Cartas a sus
hijos).
La pregunta ¿qué es la vida? compete a la filosofía, mientras la ciencia se ocupa de las leyes que regulan la organización vital. Y la cuestión del origen es antes mítica que religiosa; los mitos
dispersan su potencia en las fábulas generadas para entender lo que deviene desde su incierto comienzo. La falta de una razón taxativa hace que el niño inquieto por el origen –de la vida, del
deseo- y la diferencia –sexual- derive su curiosidad de una situación en otra. “Sí, tu niñez ya fábula de fuentes”, al decir de Jorge Guillén. Hasta que una vez adulto se ilusione con responder, deje
de preguntarse y luego de una nueva incertidumbre reinicie el devaneo. La religión, en cambio, procura clausurar el mito con la Verdad Revelada distribuyendo culpas, condenas y premios al
arrepentido. La creencia en el mito es reemplazada por la confesión, una bisagra cristiana que hace girar tres significaciones: declarar la fe, confesar los pecados y alabar a Dios, según las
Confesiones de San Agustín. Entre la fe y la alabanza se incluye el estigma del pecado. Si desde esta perspectiva enfocamos el desvelo antiabortivo, cabe inferir que se defiende el poder que
administra el dogma de la culpa, el que en tiempos de la Inquisición encendiera hogueras para las mujeres preñadas de Demonio.
Otros artículos Si quiere explorar más a fondo puede visitar nuestro catálogo de personas, personajes
Comentarios
Los comentarios se utilizarán para proporcionar información o expresar opiniones acerca del libro o artículo en cuestión. Si se desea iniciar una discusión sobre la temática del libro o artículo, se puede escíbir al mail. Aquellos comentarios que incumplan estas normas podrán ser eliminados sin previo aviso.
|