Resulta al menos curiosa la manera en que la cultura psi –no se me ocurre llamarla de otro modo- es capaz de volver habitual lo que visto por quien no comparta modos y modas puede resultar insólito. Me pasó hace un par de semanas, al comienzo del día de consulta: sonó el timbre, atendí, abrí con el remoto y me encaminé hacia la puerta del consultorio. Enfundada en un tapado negro, subió por la escalera. Luego del saludo, entró en la habitación que la aguardaba con el ramillete de clavelinas traídas del mercado, con el desorden habitual de la mesa de trabajo, con la biblioteca repleta de libros, con las máscaras que cuelgan de la pared -las miraría dejando flotar mi atención durante cincuenta minutos, prometiéndome enderezarlas porque estaban torcidas y olvidándolo ni bien finalizada la sesión-, con la cortina del ventanal abierta al azul de la mañana. La mujer depositó el tapado sobre una silla, la cartera sobre la mesa de trabajo y se dejó caer sobre el diván mientras me ubicaba en mi sillón. Pero esta vez la nota distintiva no vendría de sus ocurrencias sino de nuestro sobresalto al descubrir a través de la ventana un sobresalto ajeno: un operario, encaramado a un poste de la calle, nos miraba con evidente perplejidad. Me levanté de inmediato y corrí la cortina. La mujer reía. Esperó que volviese a mi reducto y dijo:
-¿Quién hubiese imaginado que vendría a acostarme a un lugar cara al techo con un tipo detrás? ¿Qué habrá pensado ese pobre hombre de nuestra actitud, usted sentado y yo expuesta, como la maja de Goya? ¿Y cómo es que hasta me parece natural que así sea?
El ignoto operario había puesto al descubierto la rara convención que hora tras hora se renueva en tantos lugares de Buenos Aires. Un tratamiento psicoanalítico está plagado de circunstancias que sólo se revelan extrañas si una mirada tercera, ajena a la parroquia, lo advierte. No puede sorprender, por lo tanto, que los psicoanalistas nos esforcemos en teorizar lo que acontece.