<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> Del amor por Claudia Cardinale - Carlos D. Pérez

Del amor por Claudia Cardinale

Cosas que suceden cuando del acto se trata, acto de escritura en este caso: suelo no tener inconveniente en sentarme a escribir si las ideas están confusas, difusas o carezco de ellas; entonces la deriva por las líneas que evolucionan de palabra en palabra, de frase en frase formando variados dibujos es relativamente fácil, hasta que el tema anuncia su aparición y lo caótico muestra –para bien o para mal- su dirección y su blanco, pero ya es tarde para que actúe inhibitoriamente porque el texto, poema o prosa, ha evolucionado. Esta vez es distinto, creo saber qué quiero decir pero me falta escribirlo y allí la dificultad. En fin, ya hemos entrado en tema: el acto.
En medio de esto encuentro la coartada: apelar a una observación clínica y que ella, como al descuido, comience a balbucear lo que en mí estaría tan dispuesto como ahogado. Mario es un paciente difícil... lo sé, todos lo son, pero Mario se lleva las palmas. Afirma haber avanzado en su análisis, no sólo él lo dice, también su mujer y algunos amigos que presumen conocerlo; dice que se lo dicen y yo perplejo, porque si de avances se trata recuerdo la vez que para ilustrar su modalidad de acción me comentó:
-Mire, doc, si yo tuviera que ir hasta el cuadro ése, colgado a los pies del diván, no lo haría directamente sino que saldría por la puerta del consultorio, bajaría la escalera hasta llegar a la calle, compraría al apuro una escalera en la ferretería más próxima, la apoyaría en el frente de esta casa, subiría, entraría por la ventana y recién ahí me dirigiría hacia el cuadro, esa representación de dos caballos con sus jinetes que al galope van hacia el horizonte… siempre me ha cautivado…
-El problema –pensé en voz alta- es que la ventana está enrejada.
-Bueno, si vamos a detenernos en detalles...
Porque Mario además de vueltero goza de un especial sentido del humor sin el cual, sospecho, la vida se le habría vuelto insoportable. Algunas de las mejores sesiones transcurrieron con el siguiente método (no lo aconsejo, tan sólo dejo constancia para cebar a los amigos de la doxa): Mario se recuesta, de inmediato sale por la puerta del consultorio y mientras busca la escalera para ascender por fuera yo leo lo que tengo entre manos, hasta que al rato me llega alguna noticia de que está midiendo la consistencia de las rejas, entonces cierro el libro y comienzo a prestar atención a sus abarrotadas ocurrencias.
Devoto de Claudia Cardinale -tiene edad para haberla frecuentado en su cenit como amante del cine italiano-, Mario conoció un día a una tal Lía, cuyo apellido tiene ligera homofonía con el de la actriz, y fue suficiente para que el flechazo resultara instantáneo. La cortejó con paciencia y esmero, nadie como él para darle vueltas. “Le llora la vista al tigre cuando la presa está cerca” me dijo un día, con lacrimógeno fervor. Pero a la vez siguiente todo fue desconsuelo. La tenía para él, por fin había logrado desvestirla con su anhelo -metáforas aparte, aclaró circunspecto- y al momento de consumar el acto el compañero de entrepiernas se había negado a vencer la ley de gravedad; todo resultó fláccido y de lechosa inutilidad. “Eyaculatio praecox, doc” exclamó no exento de cultura latina, porque a cualquier cosa renuncia menos a la lengua de Virgilio, mientras él resultaba un pobre Dante, pobre por el fallido encuentro con la Beatriz que era Claudia que era Lía, y más pobre aún por no saber escribir ninguna divina comedia.
Tampoco hubiera pretendido escribirla, se apresura a comentar; sólo después de algunos rodeos por las vecindades del consultorio llegaría a decir que su fantasía suele detenerse en menudencias: cuando en el subte algún apurado pasajero se debate a codazos con la gente para entrar al vagón antes que las puertas tijera cierren sus filos –por un momento no interpretemos-, él se imagina dirigiéndose al exhausto triunfante para abrazarlo, sincera e irónicamente conmovido. “Porque de estas pequeñas cosas está llena la lucha cotidiana –afirmó con convicción y no poca sabiduría- y nadie sabe reconocerlas”. Pero Claudia Cardinale no es cotidiana ni resulta conquistable como Lía y menos como el atestado vagón del subte. En fin, detalles en los que él no había reparado hasta el momento del análisis.
El caso es que Mario quisiera escribir -ideas no le faltan-, pero debiera hacerlo como García Márquez, o jugar al fútbol –destreza sí le falta- pero debiera hacerlo como Bochini o ser un ajedrecista del talento de Capablanca. De más está decir que no escribe ni como Bucay, con la pelota tiene carece de sutileza y no pasa de ganarle a la tía solterona –a veces- en el juego ciencia.
Mario tiene un problema –como yo, como usted y los demás también- con el acto, sólo que en su caso resulta particularmente evidente. Permítanme preguntar, en consonancia con él (los años que lleva este análisis me han contagiado): ¿Vale la pena apasionarse por una mujer que no sea Claudia? ¿Cómo amar a una –esa- mujer si no se es Fellini o Visconti para modelarla como ellos supieron en 8 y ½ o Il Gatopardo? ¿Es acaso la magnífica Claudia una invocación masculina? ¡Freud mío! Perdón, ¡Claudia mía! Sospecho que en esa dimensión todos los nacidos varones, alcancemos mayor o menor goce con la Lía de turno, en alguna medida nos llamamos Mario. Pero hete aquí que no siempre nos ataca la impotencia o la eyaculatio praecox o una de esas vergonzosas formas del desaliento viril. Y pobre de quien se acostara con una Claudia real porque debiera corresponderse, siéndolo y sin serlo, con la de la pantalla.
El caso es que el bueno de Mario escucha las interpretaciones y a pesar o a favor de su afilado espíritu crítico sabe quedarse con aquellas que sacuden su procrastinación, la del “no dejes para mañana lo que pudieras hacer pasado mañana”. No obstante, cuando está en trance de concretar alguna situación con Lía (sus devaneos han ido arborizándose hasta la dimensión de bosque), me propone darle unas vueltas más al tema antes de actuar, porque aún hay algunas cosas que no tiene del todo claras. En vano le sugiero (interpretativamente, claro está) que mejor actúa primero y vueltea después; lo comprende, promete definirse con un acto de riesgo y a la sesión siguiente confiesa, tras las rejas de la ventana, que ha pospuesto el acto para el pasado de mañana...
“Ya sé que Lía no es Claudia –reflexiona-, no obstante, no obstante...”
Estamos ante el dilema del acto, acto de amor en este caso, que implica el desafío de afrontar una porción de lo real que se despoja de sus atributos fantaseados. Quizá no todo acto sea de amor (esto queda pendiente de elucidación), pero con el acto de amor desembocamos en un dilema, no cabe duda.
Vayamos a una conocida aseveración de Freud, acuñada en Introducción al narcisismo 1 : “Es amado aquello que posee la perfección que le falta al yo para llegar al ideal”. Aquí la lectura es una cuestión de acento: si se pondera el afán del yo por fundirse con el ideal se destaca el vector narcisista, si en cambio atendemos al yo en falta, el amor se revela en contrapunto con esa fractura que destaca la insalvable distancia entre la meta ilusoria y la precariedad de la posición yoica, y en eso hallamos el “concepto fundamental” freudiano, la complejidad de la castración. Resulta evidente que de no haber castración la mentada falta quedaría salvada, por lo que es dable inferir en la castración la contracara del narcisismo. “Castración” es el nombre de un corte en la función narcisista cuyo eje es el falo o, para decirlo en los términos de Freud en Inhibición, síntoma y angustia 2: “La alta valoración narcisista del pene puede atribuirse al hecho de que la posesión de este órgano constituye la garantía de una nueva reunión con la madre (con el sustituto de la madre) en el acto del coito. El ser despojado de tal miembro equivale a una nueva separación de la madre y significa, por lo tanto, ser abandonado de nuevo, totalmente inerme…”. Del mismo modo lo siniestro, caída del doble ideal, especular, se presenta como reverso del narcisismo, no hay más que leer la versión que de esa leyenda nos entrega Ovidio en Metamorfosis. Aún algo más se desprende de lo antedicho: sólo un acto es capaz de poner en evidencia este reverso. Ovidio se incluye en el drama de Narciso, en el justo momento del atrapamiento con la imagen reflejada en el estanque y le dirige estas palabras3:
¡Insensato! ¿Cómo te has enamorado de un vano fantasma? Tu pasión es una quimera. Retírate de esa fuente y verás cómo la imagen desaparece. Y, sin embargo, contigo está, contigo ha venido, se va contigo... ¡y no la poseerás nunca!
La recién citada es la versión –bastante libre por cierto- difundida por la “Colección Austral” de Espasa Calpe, que muchos leímos. Hay otra4, más rigurosa aunque también más “dura”, que quisiera compartir con el lector para que opte por la que le parezca, o por ambas (como yo hago):
Crédulo: ¿a qué, en vano, intentas asir simulacros fugaces? En parte alguna hay lo que buscas; vuélvete: pierdes lo que amas. Ésa es la sombra de tu reflejada imagen que miras. Nada ésa tiene de sí; viene y permanece contigo; contigo partirá, si tú partirte pudieres.
Esa partida, ese “partirte pudieres” es el acto en tiempo de despertar, un ingreso al espacio en falta, de la totalidad partida. Allí comienza lo errático que define nuestra condición, pues errar es humano. Freud lo tuvo claro hacia el final del capítulo V de Más allá del principio del placer 5: se trata de un acto que pone al descubierto una imposibilidad. La pulsión tiende a la reiteración de una ilusoria vivencia de satisfacción donde se hallaría la plenitud, pero entre el placer alcanzado en el acto y el pretendido por la imposición ideal surge una intolerable tensión que acucia, un factor pulsionante, que en las palabras del poeta –Goethe- tiende, indomado, siempre hacia delante, “sin esperanzas de dar fin al proceso y poder alcanzar la meta”, agrega Freud. Sólo una minoría se atreve, porque el resguardo neurótico está al alcance de la mano: postergar indefinidamente el acto manteniendo en la fantasía la vigencia ideal de Narciso.
Queda claro, por lo tanto, que el acto implica a la vez un desmantelamiento narcisista, el sino de la castración y por lo tanto la emergencia de la angustia. Sólo pasando a su través el acto es posible. ¿Dónde incide el corte que llamamos castración? ¿En el sujeto? ¿En el ideal? ¿En el objeto que se revela insuficiente? Quizá sea un momento en que el yo cartesiano se colapsa –no se existe por pensar sino por actuar-, desvaneciéndose el ideal y el objeto como portador de imaginería. El acto es el incapturable instante, un presente, un despertar en el que despunta una insoportable –por carecer de soporte- libertad.
A propósito de Claudia Cardinale y la invocación masculina mencioné a Fellini; él tiene algo para decirnos acerca de la génesis y el destino del acto creador en cine, no por casualidad tituló a un libro Algún día haré una bella historia de amor 6. Pero en ese trance el yo cartesiano, que pretende dirigir el proceso, cede lugar a otra lógica –a una contralógica- que desmantela el propósito. Fellini nunca filmó una bella historia de amor, pero de algún modo todas lo son. En sus palabras, que no requieren comentario sino aprender de ellas, la cosa es de este modo<7>:
“Yo creo que el creador, en general, no puede tener conciencia de la operación de sutura que realiza entre el inconsciente y la conciencia; a lo sumo puede tener conciencia del modo en que intenta su conciliación... Al comienzo, una película, ¿qué es? Una sospecha, una hipótesis narrativa, sombras de ideas, sentimientos difuminados... El oficio de aquel que pretende materializar las sombras, las formas, las perspectivas, las luces, está hecho de rigor y, al mismo tiempo, de elasticidad. Debe ser intransigente, implacable, pero también blando, dispuesto a corregir las resistencias, las diferencias, los errores, con un espíritu de lúcida responsabilidad. Lo imprevisto no siempre es tan sólo una dificultad, muchas veces es una ayuda... Los imprevistos no forman parte del viaje sino que son el viaje mismo... En el fondo se trata de aceptar el hecho de que ya que has renunciado a tantas cosas y no existe ya aquel aire de sugerencia, aquella rarefacción que colmaba la imaginación, lo que has hecho está bien en todo caso por la única razón de que lo has hecho. La vida también es así. Es infantil pretender atravesarla protegidos en todo momento por certezas inmutables. También por esto, cuando termino una película, no quiero volver a verla”.
Por si quedaran dudas acerca del insoslayable momento de angustia que es necesario cruzar para llegar al acto, vaya este fragmento de un diálogo entre Fellini y el escritor Georges Simenon8:
Simenon: ¿Sabe lo que me dijo Charlie Chaplin una vez?
Fellini: Sí, lo leí en sus dictados. Chaplin le dijo: Ni usted ni yo somos neuróticos pues, cuando nuestras angustias son demasiado grandes, usted escribe un libro y yo hago una película”.
En el acto, el amor por una persona, por una idea, por una sombra, halla su culminación y también su cancelación hasta que sea relanzado por activación renovada del deseo, como Fellini al sentirse acuciado por la angustia y el impulso hacia otra obra. Como contraparte tenemos la proclividad neurótica, es decir, yoica, narcisista, a diferir para nunca el acto en perpetuo coqueteo con el tedio. Así tendemos a dejarnos arrastrar por los sufrimientos de nuestras inhibiciones, síntomas y angustias como arañas embarulladas en su propia tela, su excrescencia. Si algo merece ser llamado acto es el llegar al límite para caminar por su filo gozando del éxtasis, del vértigo. El acto aflora como algo extraño, amorfo, obsceno, que resiste la escena de lo representable, es pulsión en carne viva. Subyugados por la imagen de la propia iniquidad, a la manera de módicos Narcisos permanecemos estáticos, en la aversión de ese acto que sólo florece hundiendo sus raíces en cieno que le diera origen. La enigmática enseñanza del mito es que el narciso en flor no pudo ser apreciado por Narciso, quien inmerso en lo siniestro optó por el suicidio8:
Debe ser mi propia imagen la que me engaña. Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor comienza a desanimarme. Mis fuerzas disminuyen. Voy a morir en la flor de la edad. Mas no ha de aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas una sola vida.
Nuevamente, entrego al lector la otra versión9:
Ése soy yo; lo sentí, y no me engaña mi imagen; por amor de mí, soy quemado, y las llamas muevo y soporto. ¿Qué haré? ¿Ser rogado, o rogar? ¿Qué rogaré en adelante? Lo que ansío, está conmigo; inope me hizo a mí la abundancia. ¡Ah, ojalá de nuestro cuerpo apartarme pudiera! Voto nuevo a un amante: querría que lo que amamos distara. Y ya el dolor las fuerzas quita, y no, de mi vida, luengos tiempos me quedan, y en la edad primera me extingo. Ni la muerte es grave a mí, que depondré en la muerte dolores; éste, que es dilecto, querría yo que fuera más duradero. Ahora, dos concordes moriremos en una sola alma.
El de Narciso es también un acto, pero suicida: asesina al objeto especular para arrastrarlo consigo fuera del tiempo. Los neuróticos, al no ser trágicos tampoco somos de ese modo narcisistas; sin atrevernos a ese acto suponemos resguardar en un rincón del ideal fantaseado la vigencia del espejo. El nuestro es un suicidio moroso, una precaución que quisiera durar toda la vida.

Con estas consideraciones he dejado a Mario a un lado. Entretanto se dedicó a compensar su falta de prestancia en el acto fallido, sexualmente hablando, con dinero. Lía le hizo saber de sus dificultades económicas y Mario fue sustrayendo de sus magros ahorros todo el dinero que pudo para ayudarla. La cifra llegó a ser considerable. Mario imagina que con la devolución podría comprarse el auto que le gusta o irse de viaje o... para todo parece alcanzar esa cifra. Pero no atina a salirle al cruce y reclamar el pago de la deuda, ya que en definitiva es él mismo quien está en deuda, bien lo sabe en su intimidad y mejor lo sabe Lía, que suele lamentar las dificultades económicas de su marido –porque se trata de una infidelidad, no consumada pero infidelidad al fin-; el pobre hombre no sólo no gana lo suficiente sino que está enfermo y hay que atender a sus urgencias. Mario se ha convertido a su pesar en un samaritano, contribuyendo a la armonía matrimonial de Lía. El problema es que Mario no es altruista, pero le horroriza poner las cosas sobre la mesa en esta relación. ¡Ni siquiera ha sabido ser hombre con ella! Pero ya habrá de encontrarla y le dirá lo que tiene acumulado... En eso está cuando un día, cruzando una calle, la ve venir por la vereda, el encuentro es inevitable. Como un poste instalado en medio de la calle ruega que no lo pise ningún automóvil mientras la ve alejarse al dar vuelta la esquina. Allí va, con el acto no concretado que le avergüenza, con la deuda en suspenso, con su automóvil, el proyectado viaje a Europa y tantos inconfesados destinos para el acto de saldar la deuda.
-Se da cuenta, doctor, soy un boludo –dice Mario al borde del sollozo.
-Nada de eso. Ha logrado el acto no consumado, el inmóvil automóvil, la felicidad de un viaje tan ansiado. Lía es la cifra de lo imposible...
-Sí, de lo imposible, doc.
-Pero cuánto imagina que podría lograr con lo que ha depositado en ella, debiera estarle agradecido.
-¿Me está cargando?
-Lamentablemente, no. Mire si hubieran cogido.
-Un polvo es un polvo.
-Fantasías hechas polvo.
-Hay, doctor. ¡No me trastorne! No quiero imaginar qué haría usted en mi lugar.
-Pero no estoy en su lugar.
-¿Usted... actuaría? ¿Y Europa? ¿Y Claudia?
-Lo ignoro, Mario.
-No joda, doc, no se declare ignorante en el peor momento. ¿Tengo que pagar honorarios a su ignorancia?
-Se está dando cuenta. Ya pagó un montón para saber de sus fantasías.
-¿No quiere que le presente a Lía?
-Lía es la cifra.
-Imposible de pagar.
-De cobrar.
-No, esa es Claudia Cardinale.
-Tiene razón, Mario.
-¿Qué le parece, doc, si damos unas vueltas? Salgamos, que está esperando...
-¿Quién?
-Claudia. ¿O es que a usted no le gusta?

Mario y yo nos fuimos. Él peleado con Lía, yo recordando escenas de 8 y ½: Claudia camina en silencio por el revuelto dormitorio de Guido, el director en trance de dar curso a su película –Marcello Mastroiani obviamente- hasta detenerse junto a su mesa de trabajo donde la máquina de escribir, unas hojas y unos lápices parecen esperar la redacción que no llega. Guido la sueña como imagen de iluminada pureza, pero cuando convoca a la actriz Claudia Cardinale para encarnar el papel, ella le dice que lo suyo no tendrá lugar. Consternado, Guido pregunta el motivo y Claudia responde: “Porque no sabes amar”. Sólo al dejar caer la impasible luz de ese amor, la obra culmina. A lo lejos, Claudia contempla la ronda de personajes a la que no accede, porque el tiempo de su sombra es condición para despertar la libertad creativa.
Esto recordé luego de saludar a Mario. El acto en suspenso nos incitaba, con su tensión acuciante, al rechazo o la aceptación que celebra el amor impuro.
A cada uno le cabe, le excede su Claudia. A Mario, a mí y a los demás también.

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