-Me pasó algo especial –empieza él la sesión-. Repentinamente, los desajustes que acarreo se desvanecieron y me sentí feliz. ¡Por una vez feliz! Mi mujer era mi mujer, los negocios sólo negocios, fui libre de escribir y redacté un cuento bastante bueno sin perderme en bagatelas, como suele sucederme. Por una vez no me sentí mediocre. Y me atacó el miedo.
Un hombre joven, proclive a la actividad física, padece angustia ante la inminencia del orgasmo, que se le antoja un insoportable derrumbe. En trance de acabar, prolonga increíblemente el instante de la eyaculación, pero cuando ya no logra demorarla se produce la caída y es tal su espanto por la idea de morir que debe levantarse, hacer flexiones, correr alrededor de la cama y de su compañera para no aflojar.
Un paciente en análisis dice que ha gozado de cosas muy queridas, aunque al precio del extravío de su identidad. Un pedido de asociaciones lo lleva a parangonar la identidad con lo estable. En un momento, refiriéndose a su relación con una mujer dice:
-Gocé como nunca con ella. Eso me brotó y me agarró un terrible ataque depresivo. -¿Qué es gozar como nunca? –pregunto.
-Me daba cuenta de que gozaba, de que caía en eso... me cuesta horrores. Ella me había dicho que yo sacudía el cuerpo, que estaba en acción. Me desesperé, sentí que acababa.
Otro hombre siente perder el control de sí en el descuido que lo entrega al abrazo con una mujer. El mito del andrógino revela su costado ominoso, pues ya no sabe de quién es este o aquel brazo, quién él, quién ella. Debe tomar distancia, dar curso a una fantasía con otra mujer y entonces penetra a la que está presente.
Un atardecer en la playa. Plácidamente sentados en reposeras, ella y él disfrutan del cielo diáfano y del mar calmo mientras el sol entra en el ocaso. A ella se le ocurre que es feliz por vez primera, única. Estalla en angustia.
Henry Miller escribe1 : “Era una de esas bíblicas puestas de sol, de las que el hombre está completamente ausente. La naturaleza abre simplemente su bocaza sangrante e insaciable y se traga todo lo que está a la vista. Ley, orden, moral, justicia, sabiduría, todas las abstracciones parecen una cruel broma perpetrada sobre un mundo desesperanzado de imbéciles. La puesta de sol en el mar es para mí un espectáculo espantoso: es monstruoso, asesino, sin alma. La tierra puede ser cruel, pero el mar no tiene corazón. No hay en absoluto el menor refugio; sólo están los elementos, y los elementos son traidores”.
Estos variados testimonios expresan el momento en que el equilibrio de una vida se disgrega en un placer del exceso. Es condición humana organizar venturas y desventuras para lograr una estabilidad en la que nos reconocemos, permaneciendo en la transformación de lo evanescente en perdurable, de lo impensable en situación razonada. Pero hay instantes en que lo organizado estalla liberando fragmentos que presentan un placer inaudito que se revela contra la tendencia a encerrar lo que fuera en una forma definitiva.
Así como lo real se aparta del modo consensuado de entender la realidad, el núcleo impensable del ser es reacio al modo en que nos referimos a nosotros, a nuestra identidad, queriéndola impresa de una vez por todas en el documento que hace constar la imagen fotográfica, el trazo manuscrito de la firma y la denominación con que nos reconocemos en nombre y apellido. El espanto de la angustia consiste en un desnudamiento de la identidad al punto en que resulta imposible el reconocimiento, pues al igual que en el ombligo de un sueño en la experiencia angustiosa nos topamos con lo que se torna irreconocible por atributo alguno.
Consterna suponer una eternidad precediendo nuestra vida y otra continuando luego de que no estemos, dos inmensidades que nos obligan a sentirnos efímeros, ínfimos; pero no es necesario ir tan lejos para tocar el abismo. Solemos pensar el pasado, conjeturar el futuro pero el presente, ese tiempo en que el deseo se realiza es impensable; un perfecto desacomodo si llega con tal brutalidad que no sea posible soslayarlo, un tremendo instante de angustia y desamparo. Si el placer incontable se ha vuelto presente, lo acontecido descalabra el pensamiento dejándonos en la indigencia, como una pluma que el aire lleva. Luego, si uno es artista y se atreve, puede acontecer la obra. “Ni usted ni yo somos neuróticos –le confió cierta vez Charlie Chaplin a Georges Simenon- pues cuando nuestras angustias son demasiado grandes, usted escribe un libro y yo hago una película”2.
El arte es la destreza de un raro retorno al instante disgregado; de él volvemos como de un país extranjero y al instalarnos ante el caballete, el atril, la cámara, el instrumento musical o la computadora, todos en blanco, silenciados, la angustia de lo que se hace esperar, el tema, el cómo o el cuándo de una obra no son otra cosa que incentivos para iniciar un testimonio, la narración de un viaje de ida y vuelta. El así posibilitado regreso a la contradicción originaria da lugar, en el mejor de los casos, a una metáfora del placer inaudito, que es goce metafórico. Y si lo humano fuera aquello en lo que nos reconocemos en una secuencia histórica, un pasado tendiente al futuro, al presente atemporal del deseo que se consume habría que entenderlo como insoportablemente inhumano. “Ciertamente soy incapaz de alegrarme durante mucho tiempo por la finalización de una película. En cuanto empiezo, ya deseo terminarla. Todo es demasiado pesado y angustiante. Pero una vez que la termino, no encuentro descanso. Tengo que empezar algo nuevo, el vacío me da la sensación de ser totalmente inútil”, opina Federico Fellini3, quien vuelve evidente que la felicidad no siempre es alegre.
Cabe hipotetizar al presente, filo o fisura constantemente producido entre pasado y futuro, como la expresión de una nada, lo carente de lugar, una radical alteridad, pero también el utópico desencadenante de la temporalidad. Un tiempo de despertar sin el cual el propio tiempo quedaría colapsado. En tanto el goce es la paradójica finalidad del ser. ¿Para qué otra cosa se vive sino para la felicidad? Encuentro y destello de una razón absorta en lo irracional, conciencia de lo inconsciente que apreciada desde la temporalidad se expresa como angustia.
¿En qué consiste la desmesura del placer que se disuelve en goce? En que produce una pequeña vigilia de embriaguez4, no inmortal puesto que es llama pero infinita en cuanto dure5 , según los poetas. ¿Y la angustia? Carencia de perspectiva que el yo, instancia temporal necesitada de lógica, tiene del presente. Espacialmente considerado es el contrapunto entre la distribución de lugares en una escena y lo que presentándose como obscenidad carece de sitio asignable; sigo en esto una sugerencia de D. H. Lawrence6 : “Nadie sabe qué significa “obsceno”. Supongamos que derivó de obscena: aquello que no puede representarse en el escenario”.
El malestar en la cultura vuelve notorio lo antedicho en lo concerniente al Mal, presentado como trasgresión. ¿Contra las costumbres o las normas jurídicas? Tal vez pero no necesariamente, porque no se trata de contravenciones formales sino de otra dimensión, no debiéramos confundir trasgresión con perversidad. La cultura es la historia de los lugares que el hombre ha ocupado para reconocerse luchando por organizarse, por vencer a la naturaleza o en contrapunto con ella para concretar sus ideales, en tanto lo que recibe el sayo del Mal hace trastabillar lo que entendemos por ser humano. Una acción maligna apunta hacia el ser reconocible del hombre; su punto de mira no concierne a tal o cual regla porque parece situarse al otro lado de toda regla. Los “malos” de la historia, por el contrario, sean nazis, terroristas o represores de cualquier color ideológico cultivan un apego fundamentalista a la ley y el orden.
El Mal es un concepto límite para lo que carece de nombre, escribirlo con mayúscula es un modo precario de diferenciarlo de los males cotidianos que nos aquejan. Precario porque si al saludo ritual de “¿qué tal, todo bien?” uno responde que no, de inmediato asoma la consternación, y por más que parezca minúscula, su aparente nimiedad sugiere el mudo escándalo de otra dimensión.
La mitología griega lo entendió como el Caos original, que luego la formación de la Tierra, instancia ordenadora, relegaría al fundamento. La religión, en cambio, coloca un Dios-ordenador por sobre todas las cosas; no obstante, necesitó al Demonio para representar la rebelión contra el orden celestial.
Desde hace tantos siglos como los que pudieran contarse desde la redacción de la Biblia, el momento en que el ser se desvanece al alcanzar su cúspide recibe un apelativo: el Mal. El acto narrado en el Génesis -Adán y Eva atreviéndose a la manzana de la discordia con el Supremo Hacedor- lo vuelve patente; la disyuntiva, dejar un árbol al margen como condición para morar eternamente en el Edén o probar de él a costa del extrañamiento del todo produce un efecto de múltiples consecuencias: el mundo recién creado era empático con el Creador y con el hombre instalado en su medio. El despeño de lo otro, la alteridad, tiene su punto de arranque en la advertencia divina, de allí que el árbol sea tanto del Conocimiento como del Bien y del Mal. El bíblico hombre original fue libre de transgredir el mandato, con lo que libertad, prohibición, polaridad Bien/Mal y trasgresión se presentaron juntos. Quizá toda vez que estamos por atrevernos a un acto libertario estas cuatro referencias produzcan un golpe dilemático.
Mordido el fatídico fruto, un saber de la alteridad sexual alcanzó a Adán y Eva; sus desnudeces ya no eran similares y avergonzados se taparon con hojas de higuera. Bien y Mal desencadenaron la escisión: el Bien como Paraíso perdido, el Mal como estigma del acto que alejando el favor divino nos convirtió en seres de polvo que el viento barre. La escisión del todo generó la alteridad al romperse la ingenua armonía que daría paso a la conciencia de finitud, al fulgor del instante encendido contra un horizonte de eternidad. Desprendida del orden edénico, acontece la caída. ¿Qué duda cabe? La admonición del Mal preserva la noción de un Bien constituido en Idea, en ideal. Con claridad meridiana, Proust afirma que “los únicos verdaderos paraísos son los paraísos perdidos”7.
Ahora la pregunta ¿qué es el Mal? puede ser contestada –la fórmula es freudiana-: El Mal es eso por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor y con ello del resguardo de aquel de quien se depende8. Sea lo que sea, eso merecedor del mote de Mal equivale en su arbitrariedad al objeto erótico, el carácter ínfimo de una jugosa manzana en el vasto Paraíso lo pone en evidencia.
Volviendo a las descripciones de comienzo, nuevamente constatamos en el espanto del placer desmesurado la disgregación de lo estable y notamos que esa estabilidad –la llamamos identidad, narcisismo, ser o como se nos ocurra- hereda la que Dios parecía habernos destinado a condición de evitar el acto libertario. Aquí se abren diversas posibilidades para lo que entendemos como verdad, del mismo modo que hay al menos tres formas de plantear la trasgresión:
1. La trasgresión banalizada. En plena globalización posmoderna parecieran agotadas las batallas que desvelaron la modernidad. Consecuentemente, las libertades alcanzadas parecen –reitero esta palabra- haber liquidado antiguas proscripciones, no hay más que pensar en la sexualidad en manos de los medios de difusión. Todo se anuncia posible sin mayor trámite, cualquier actorcito, comunicador social, politiquero o quien sea se vanagloria de ser “trasgresivo”, confundiendo la trasgresión con provocaciones de pacotilla, meras infatuaciones porque de no haber obstáculo nada está mal, y liquidado a priori el Mal la eventualidad que sea resulta admisible; tan ridículo como suponer que se ha ganado el derecho de ser trasgresivos. Ante esta dispersión seré taxativo: el Mal liquidado nunca es punto de partida sino de llegada para pasar a su través. Suponer consumado el acto de atravesamiento equivale a proclamar alegremente que no hay “roca viva” –esa que fuera el desvelo freudiano- ni cosa alguna que constituya obstáculo. En la era de las autopistas nadie tropezaría con la misma piedra, para que no haya obstáculos pagamos el peaje de una vida. Si tanto se proclama hoy día la trasgresión es que la noción fue pervertida en banalidad como mucho en el mundo que vivimos. En cuanto a la verdad, no es algo que se devele o revele, no aparece, parece, no tanto porque lo original pueda ser sustituido por una imitación sino porque se rinde culto a la verdad de la imitación. De este modo, la verdad quedaría atrapada en la red de reproducciones que a la manera de Andy Warhol oferta un sinfín de isotipos e imágenes congeladas en cultura hamburguesada. Esta gente no se viste o acicala, se “produce”, ufanándose en el look se presenta “a la manera de...”, en vez de aceptar el incentivo de tal o cual personalidad la llevan como ilustración de camiseta.
2. La que a falta de otra denominación llamo seudo trasgresión. Es la que se lee en el Génesis convertida en sustento de un Dios que nos condena al pecado, al punto que se pretenda que nacemos signados por un pecado original. En esto, la desobediencia de Adán y Eva produce, por un efecto de rebote, la consolidación del Bien y del Mal, éste como desvarío, aquél como el buen sentido que aspira a la gracia, motorizados por la culpa. Freud se refiere a esta categoría a propósito de los delincuentes por sentimiento de culpabilidad y de los que fracasan al triunfar. Es la modalidad más difundida, el principal desafío cuando en el trabajo analítico uno se topa con la pantalla de la culpa. En el mayor trabajo dedicado a las relaciones entre la cultura y el bien/malestar Freud refiere, taxativo, “el sentimiento de culpabilidad como problema más importante de la evolución cultural”9. Cita un monólogo del acto tercero de Hamlet: “Así, la conciencia nos hace a todos cobardes”. Si la trasgresión es un pasar a través, aquí se trata de una seudo trasgresión que subraya y consolida la perspectiva previa a la caída. ¿Qué necesidad tuvieron los redactores de la Biblia para que su Dios enfrentase a Adán y Eva al dilema que preanunciaba el desenlace? La de concluir enfatizando su absolutismo, de igual modo que el Demonio es necesario para dar sentido moral a la vida. Hacia el final del artículo “Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad”10, Freud acota que según le señalara un amigo11 , esta modalidad era conocida por Nietzsche, quien se había referido a ella en el apartado “Del pálido delincuente” de Así habló Zaratustra12 . Allí encontramos el siguiente aforismo: “A quien ahora se pone enfermo asáltalo el mal, lo que ahora es el mal: el enfermo quiere causar daño con aquello que a él le causa daño”.
3. Si la conciencia de culpa nos vuelve cobardes, el acto de valentía atraviesa la culpa liquidando la polaridad Bien/Mal que sustenta la moral. Éste es el nudo que la trasgresión de verdad desata abismándonos a la verdad de la caída, de lo efímero que se contrapone a la ilusión de trascendencia. Por esto, el “Dios ha muerto” proclamado por Nietzsche se conjuga, del lado del sujeto, con otra aseveración: “Di tu palabra y hazte pedazos”. En el plano filosófico, esta verdad de doble filo produce el colapso de la metafísica, por cuanto la caída no es caída en el Mal sino despeño de un Bien que la apelación al Mal siempre ha sostenido. Sin la trascendencia del Bien el prototipo del Mal se vuelve insustancial, entonces la libertad de trasgredir el orden productor de sentido nos ubica en el nietzscheano más allá del Bien y del Mal. La trasgresión del Mal es esto: no el Mal como trasgresor sino el Mal una vez trasgredido por el acto que sin sostén moral carece del soporte que confiere el sentido. Digo trasgredido por una vez porque cada vez es una vez, siempre original en el desafío del instante que vuelve a colocarnos ante el dilema.
Que una cosa es acomodarse al “lo mismo da”, control remoto en mano para producir zapping, otra el rebote moral capaz de espantarnos ante una puesta de sol o en el abrazo de la mujer hallada y otra el gozo, escozor y desacomodo de un despierto coraje de querer.
1: El coloso de Marusi, p. 82. Seix Barral, Barcelona, 1969.
2: Queridísimo Simenon. Mi querido Fellini. Cartas (1960-1989), p. 96. Perfil Libros. Buenos Aires, 1998
3: Queridísimo Simenon. Mi querido Fellini. Ibíd, p. 90
4: “Despertar de embriaguez”, en Iluminaciones, Ediciones Assandri, Córdoba, 1960.
5: “Soneto de fidelidad”, en O mergulhador. Atelier de Arte, Rio de Janeiro, 1968
6: Pornografía y obscenidad, p. 41. Argonauta, Barcelona, 1981.
7: Seguramente por amor a Proust, Borges se apropió de esta frase para incluirla, con un toque irónico, en su poema “Buenos Aires”: “Sé que los únicos paraísos no vedados el hombre son los paraísos perdidos” (en La cifra, Emecé, Buenos Aires, 1981). Aseveración preñada de consecuencias, ya que es condición neurótica sentir no vedado a lo imposible... y vedado lo posible.
8: Freud lo señala con toda claridad en El malestar en la cultura (capítulo VII, p. 3054. Tomo VIII de las Obras completas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1974). Allí afirma que el mal está implicado en la angustia ante la pérdida de amor: “Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta pérdida. Por eso no importa mucho si realmente hemos hecho el mal o si sólo nos proponemos hacerlo; en ambos casos sólo aparecerá el peligro cuando la autoridad lo haya descubierto, y ésta adoptaría análoga actitud en cualquiera de ambos casos”.
9: El malestar en la cultura, capítulo VIII, p. 3060. Ibíd.
10: En Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica. Tomo VII de las Obras completas. Ibíd. 1974.
11: Ciertamente, Freud tenía un montón de amigos que le hablaban de Nietzsche.
12: Alianza, Madrid, 1983.
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