El tema del dinero y del jugador compromete, sin lugar a dudas, al de los ideales; quien fascinado por un posible golpe de fortuna apuesta, supone que de alcanzar el propósito realizaría sus anhelos. Aunque explicitar cuáles, superando el primer nivel anecdótico, resulta más espinoso. Bernard Shaw dijo alguna vez que obtener dinero es relativamente fácil, lo difícil es saber gastarlo.
No puede aducirse que alguien sea ganado por el juego tan sólo por saldar deudas, tanto se entrega a él un sujeto endeudado o no, de condición humilde o acaudalado. En la novela que habré de comentar, estas diversas alternativas resultan notorias.
Pero antes de continuar, una acotación: si un psicoanalista se dispone a escribir sobre Dostoievski, resulta insoslayable la previa consulta de “Dostoievski y el parricidio”, redactado por Freud en 1927.1 Aunque también puede argüirse que procedió movido por el rechazo que el escritor ruso le producía. Poco después de publicado el ensayo, Theodor Reik escribió para Imago una reseña en la que acordaba en líneas generales con Freud pero también criticaba su encono con Dostoievski, particularmente en lo relativo a la moral. En una carta luego dada a publicidad,2 Freud le respondió: “Todas sus objeciones son dignas de consideración y reconozco que algunas de ellas son acertadas… Pienso que usted aplicó una norma demasiado alta para juzgar este ensayo trivial, que fue escrito como favor hacia una persona3 y de mala gana”. Y luego, al referirse a sus sentimientos hacia el escritor ruso: “Usted también está totalmente en lo cierto al suponer que a mí no me gusta Dostoievski, a pesar de toda mi admiración por su fuerza y nobleza. Esto proviene del hecho de que mi paciencia con los caracteres patológicos se ha agotado en mi trabajo diario. En el arte y la vida yo no los tolero”. No puede menos que sorprendernos la sinceridad de Freud, pero es de lamentar que a pesar de su contrariedad escribiese el ensayo, tanto que las últimas palabras de la carta parecen dedicadas a su fuero íntimo: “La investigación científica debe trabajar sin prejuicios. En las demás actividades intelectuales es inevitable la elección de un punto de vista y, naturalmente, hay muchos posibles”. No obstante, dista de ser un “ensayo trivial”. Freud leyó atentamente a Dostoievski y a la literatura acerca del escritor, en su artículo hay agudas apreciaciones teórico-clínicas. En fin, con menos trabajo diario y exento del peso de ser pionero del psicoanálisis, intentaré avanzar algo en la consideración de Dostoievski, a contracorriente de la aseveración que Freud enuncia de movida: “Por desgracia, el análisis tiene que rendir las armas ante el problema del poeta”. Habré de guiarme por un interés distinto al desarrollado por Freud, no acuerdo con atribuir sin más la pasión por el juego a una desviación masturbatoria. Es un riesgo colgar etiquetas; a veces sospecho que Freud necesitó principios explicativos como éste y más de una vez el del complejo edípico para no caer en lo indeterminable; un creador a veces convierte en mojones, en piedras de toque a sus vislumbres ante el vértigo del propio descubrimiento.
Concluyo el preámbulo de estas acotaciones y voy a lo que tengo por decir: en un primer apartado focalizaré la escena del juego, estableciendo una perspectiva acerca del dinero; en el segundo examinaré la trama de El jugador , novela de Fedor Dostoievski, el tercero estará dedicado a su conflictiva adicción al juego, en cuyo desenlace veremos cruzar el destello creador.
Uno. La escena del dinero
¿Qué afán guía al jugador empedernido? ¿Cuál es su propósito? Adelanto una hipótesis: prescindiendo de cualquier contingencia, el jugador aspira al hallazgo del valor absoluto, la fortuna. Advirtamos, para comenzar, que el dinero es cantidad inefable, nada lo circunscribe. Al jugador le interesa la fortuna, sin que ello implique definir una cifra; por el contrario, no hay más que postular alguna para imaginar de inmediato otra mayor. Tanto se emplea el término “fortuna” para mentar al golpe de suerte como a una inmensa, no mensurable suma de dinero. Esto vuelve entendible que nada pueda saberse del jugador tomando como reparo la situación económica. En El jugador, gran parte de la trama está urdida por la adicción al juego que contrae la bábuschka, anciana de cuantiosos bienes que mantiene a la mayoría de los protagonistas pendientes de su posible muerte y herencia.
El dinero goza del privilegio de constituir un fantasma de objeto; si cualquier ideación mantiene correspondencia con algo aludido, el dinero se escurre del significado supuesto, como del referente material, como arena entre los dedos, su potencialidad no admite reparos. A diario solemos preguntarnos qué no haríamos con tal o cual suma de dinero. Pudiendo serlo todo es nada, papel gastado en el intercambio. La única, paradójica cifra que cabe a la magnitud inferida en alcanzar la meta codiciada es el UNO, lo UNICO, absoluto. Cuando el UNO cae de su condición de unicidad se minimiza iniciando la progresión, uno, dos, tres, cuatro… que traza una perspectiva sin fin, pues siempre será posible sumar uno más. El UNO espeja lo inconmensurable; entre el UNO –irreductible- y el uno –primer elemento de la serie- se desliza la inasible diferencia de que es efecto el humano estado de insatisfacción.
En la obsesión por alcanzar el absoluto, el jugador lleva a cabo una artimaña trágica: progresivamente se despoja de la serie contingente, secuencial, en tanto resulta un contrapeso que obstaculiza elevarse hasta el ideal; la ganancia se desvirtúa al constituirse en número cierto. El jugador se debe a lo no objetivable de su anhelo, por lo que insiste compulsivamente, arriesgando lo ganado hasta liquidarlo. Decir de lo ganado y lo perdido supone algo, cuando se trata de una dotación que va y viene carente de anclaje. La intimidad de la apuesta consiste en el despojo que el sujeto hace de todo objeto, entendido en sentido lato. Señalo de este modo que el inconfesado propósito del jugador es perder peso, ya que le resulta mero contrapeso que le impide acercarse al golpe de suerte que le permita meterse a Dios en el bolsillo.
La doctrina económica se ha topado con esta problemática, donde el poderoso caballero que es don dinero –al decir de Quevedo- tuvo por Dios la plata o el oro hasta concluir en la vorágine de una circulación en torno de un espacio vacío. Al respecto, un autor como R. Triffin señala: “El desplazamiento de la plata por el oro, y de ambos por el papel moneda en la circulación monetaria interna de todos los países, fue el resultado combinado de errores e ignorancia legislativa o reguladora y de la evolución espontánea del mercado, sobre los cuales cualquier control o dirección consciente de las autoridades nacionales se desarrollaba sólo muy lenta o imperfectamente. Lo mismo ocurre con el crecimiento azaroso y diversificado del patrón oro. Su inestabilidad básica quedó dramáticamente demostrada en su colapso de 1931, y es todavía hoy un problema que crea gran preocupación y ansiedad. Con todo, los acuerdos internacionales necesarios para el funcionamiento correcto de un sistema monetario internacional siguen faltándonos en la actualidad”.
Dos. La trama de la novela
Dostoievski describe con maestría la vivencia del jugador: Por lo que a mí se refiere, yo lo perdí todo sin tardar. Directamente de una vez, puse a los pares veinte federicos en oro y gané; volví a poner y volví a ganar, y así por dos o tres veces. Creo que vine a reunir en mis manos unos cuatrocientos federicos en oro en el espacio de unos cinco minutos. En aquel momento debería haberme retirado; pero hubo de acometerme una sensación extraña, algo así como un prurito de retar a la suerte, como un antojo de gastarle una broma, de sacarle la lengua. Hice la postura más grande que se permite, o sea, cuatro mil gúldenes, y perdí. Luego, ya calentado, saqué todo el dinero que me quedaba, lo puse en aquella misma postura y volví a perder, después de lo cual me aparté de la mesa como aturdido.
Para estimar otras inflexiones que el autor modula cabe situar a los protagonistas de la novela y algo de su trama: una familia rusa aristocrática pero llena de deudas, viaja por el exterior hasta arribar a Rulettenburg –el nombre exime de comentarios-. La tambaleante cabeza de la familia es el general, al que acompañan su hijastra, Polina –ya una mujer-, unos hijos menores y el uchitel, preceptor a cuyo cargo está el relato de la historia. En dicha ciudad se suman al cortejo una francesita –que atraída por la fortuna que el general heredaría se ha convertido en su prometida- y un inglés parco, Mr. Astley. Todos giran en torno a la abuela del general, la bábuschka, que parece agonizar en Rusia; de su muerte depende la cuantiosa herencia en juego. El uchitel está servilmente enamorado de Polina, pero ella lo trata de modo irrelevante:
Yo creo que ella, hasta ahora, me ha mirado como esa emperatriz de la Antigüedad, que se desnudaba ante su esclavo por no considerarlo hombre. Sí, ella muchas veces no me ha tenido por hombre.
La certidumbre de esta degradación, causa del su ardor, lo lleva a declararle su pasión sin pudor alguno. Por ella haría lo que fuere, hasta le ofrece –cierta vez que van de excursión a la montaña- saltar al vacío desde la altura del pico Schangerberg. Polina padece apuros económicos, tal vez endeudada como su padrastro; aprovecha la incondicionalidad del uchitel para darle dinero, instándolo a que en su nombre apueste a la ruleta. El protagonista reflexiona: Con el dinero de Polina Aleksandrovna decidí aquella noche aventurar cien gúldenes. La idea de que iba a lanzarme a jugar por cuenta ajena me desconcentraba un poco. Era aquella una sensación bastante antipática y quería cuanto antes sacudírmela. Me parecía que, al empezar a jugar por cuenta de Polina, echaba a perder mi suerte personal.
El uchitel se acerca a la ruleta como depositario de un deseo aceptado por servilismo. Recibiendo ese dinero se constituye en destinatario del enigmático anhelo de Polina, en eso radica la fortuna que habrá de perseguir. Salvándola, lograría que su ama quede como súbdita del esclavo. Así es que el uchitel da con la ruleta, donde llega el momento definitorio en que aparece el jugador, en una escena delimitada por el dinero que apuesta, el deseo del que es depositario y una meta que se le impone en el reto a la suerte. Alienado en un espejismo juega, pierde y sólo le dura el aturdimiento.
La trama gana en complejidad con las andanzas de la bábuschka, que lejos de morir en Rusia aparece en Rulettenburg en el momento menos pensado. Con ánimo de enterarse de lo que atrae a tanta gente a las mesas de juego, se hace guiar hasta ellas por el uchitel. De a poco comienza a apostar. La pluma de Dostoievski describe al general y a su prometida desesperados por la tardía adicción de la abuela. Todos, de un modo u otro, dependen del golpe de suerte: los demás, pendientes de la herencia que ven escurrirse en las mesas de juego, la bábuschka atrapada por la ruleta que debería proporcionarle un dinero que no le hace falta. Pero sólo en apariencia, pues ningún giro verbal es más elocuente que el recién empleado: hacer falta. La falta es producida por el dinero, y de modos diversos: en un primer nivel, puede entenderse que es la tenencia de tal o cual suma de dinero lo que hace falta, en ese caso el dinero es lo faltante; pero en razón de su cuantiosa fortuna, la bábuschka vuelve notorio que en lo fundamental el dinero hace falta no posibilitando la adquisición de lo deseado. El dinero produce la falta, haciendo notoria la ausencia de referente. En nuestros billetes, por ejemplo, leemos: cinco, diez, cien pesos, pero ¿qué pesa un peso? ¿De qué se trata? Pesos de nada. Más curiosa era la leyenda de los viejos billetes: “El Banco Central pagará al portador la cantidad de x pesos moneda nacional”. ¿Qué hubiera sucedido de presentarse alguien en el Banco esgrimiendo la condición de acreedor? Lo estrafalario de la situación no exime de considerar un pedido tan obvio como imposible de ser satisfecho. El mencionado peso habrá sido, alguna vez, el peso en oro, lo que vuelve todavía más notable que este referente áureo de todas las monedas haya desaparecido incluso de la letra impresa de los billetes. Además, si el oro puede ser comprado o vendido, se cotiza, lejos de constituir un referente es un elemento más del intercambio, y ni qué decir si nos ocupásemos del dólar, a la vez referencia ilusoria y moneda circulante. El dinero hace falta, pero no nos equivoquemos, tener una suma determinada pone al descubierto el vacío que lo subtiende, que ninguna cantidad podría colmar. Hay que convencerse, sólo lo barato se compra con el dinero.
Desesperado por la actitud de la abuela uno de los personajes, el francés –acreedor del general y quizá también de Polina- dice al uchitel: Pero tenga usted en cuenta que va a perder; va a perderlo todo en la mesa de juego. Usted mismo ha podido ver, usted mismo ha sido testigo del juego que se trae. Como empiece a perder, ya no querrá apartarse de la mesa por terquedad, por rabia, y querrá jugárselo todo, todo se lo querrá jugar, y en esos casos nunca llega el desquite, y entonces… entonces…
El jugador se revela dispuesto a despojarse de todo en pos de trocar el dinero que se va por lo que debiera venir. ¿Más dinero? Se trata del referente magno, clave informulable del deseo, de allí que haya algo siniestro en que el premio por ganar sea dinero, más dinero, nada más que dinero. En este punto se destaca la compenetración de Dostoievski con el drama del jugador. La bábuschka pierde lo que lleva consigo, más lo que logra procurarse, y en la indigencia vuelve a Rusia. La novela continúa para culminar en la adicción que paulatinamente absorbe al uchitel. Las vicisitudes de la historia lo conducen hasta que gana una suma cuantiosa y con ello el ansiado favor de su amada, quien ha ido cayendo en pendiente luego de lo acontecido a la abuela. Al tiempo que la riqueza le abre las puertas, la estampa de ella se desvanece: Juro que sentía lástima de Polina; pero, cosa rara, en el instante en que anoche estaba en la sala de juego y me embolsaba paquetitos de oro, mi amor parecía haber pasado a segundo término. Esto lo digo ahora; pero entonces aún no lo había advertido con toda claridad. ¿Si seré en el fondo un jugador, y si realmente… será algo extraño mi amor a Polina?
Confuso, desalentado por la fortuna lograda, en vez de adueñarse de Polina opta por viajar a París con la francesita que fuera amante del general, con el notorio propósito de dilapidar lo ganado. El dramático sino del jugador le lleva, en caso de alcanzar el éxito, a convertirse en émulo del rey Midas: lo que toque, trocado en oro, le muestra que no hay más allá de eso. Es entonces que la pretensión ideal desenmascara un semblante siniestro.
Luego de gastar la fortuna en las suntuosidades que la francesita reclama, el uchitel viaja a Homburg, ciudad de juego, donde trabaja en lo que sea para procurarse con qué apostar. Desvanecido el objeto ideal, se le esfuma el anhelo de alcanzar grandes ganancias y sólo le resta aferrarse a la mecánica del juego. En esa miserable condición se cruza con el parco inglés que acompañara la comitiva del general, quien en definitiva se ha quedado con Polina. El encuentro, aparentemente casual, conduce a la confesión del inglés: ¡Sépalo usted…! –dijo Mr. Astley con voz trémula y ojos centelleantes- ¡Sepa usted, hombre ingrato e indigno, mezquino y desdichado, que yo he venido a Homburg expresamente por encargo de ella, para verme con usted, hablar con usted larga y seriamente y comunicarle luego a ella todos… sus sentimientos, ideas, ilusiones, y… recuerdos!
-¿Es posible? ¿Es posible? –exclamé yo, y fluyeron lágrimas a raudales de mis ojos.
No pude reprimirlas, y creo que era aquella vez la primera que me pasaba eso en mi vida.
-Sí, hombre desdichado, ella le ama a usted, y yo puedo revelárselo, porque es usted… ¡Hombre perdido! Además, si le digo a usted que ella sigue amándole hasta hoy…, será igual, ¡usted, a pesar de todo, continuará aquí! Sí, usted se ha perdido a sí mismo.
Tres. Dostoievski, jugador y creador
Dostoievski redacta El jugador entre el 4 y el 29 de octubre de 1866, siendo ya un escritor de fama, acuciado por necesidades económicas y teniendo que zafarse de una delicada situación debida a la recopilación de sus escritos. Por dicha época, un editor inescrupuloso le había comprado toda su obra por una suma irrisoria, obligándolo además a entregarle una novela inédita antes de fin de octubre bajo la amenaza de perder sus magros derechos de autor. Mientras tanto, su familia le exige cuantiosas expensas, a las que Dostoievski se afana por atender, especialmente a las provenientes de quien fuera la esposa de su hermano, ya muerto. Esa muerte y esos pedidos, como luego veremos, resultan definitorios de su obsesión por jugar.
Contrata a una taquígrafa con la intención de apurar la escritura de El jugador, una joven, admiradora de su talento. Pronto intiman, la producción se intensifica y antes del tiempo estipulado la novela es entregada. Poco después Fedor y Ana, su joven enamorada, contraen matrimonio. La familia de él, que se había resistido al casamiento, trataría de volverles imposible la relación, por lo que deciden viajar al exterior. En 1867 llegan a Baden Baden, donde Dostoievski comienza a jugar. La intimidad de lo sucedido fue volcada por Ana en su diario de notas taquigrafiado, cuya posterior publicación como libro de memorias facilita una importante fuente de consulta sobre el perfil del gran escritor. Como no podría ser de otro modo, aparecen rasgos comunes entre el uchitel de la novela y su autor: Después de las primeras pérdidas, comprendí que F.M. jamás vencería, o para decirlo mejor, que aunque ganara una fuerte suma, el mismo día o, como máximo al día siguiente, se la volvería a tragar el juego. También estaba convencida de que no lograría persuadirlo para que dejara de jugar. Pálido, agotado, apenas sostenido por sus piernas, me pedía el dinero (me lo hacía tener siempre a mí) y volvía a jugar; regresaba después de media hora, más cansado y abatido todavía, y así seguía hasta perder todo lo que teníamos.
Pero una diferencia es decisiva entre el personaje y su autor, precisamente ésa: mientras uno es personaje el otro es capaz de autoría, mientras el uchitel se hunde en la desesperación de no sustanciar un objeto que propuesto como fortuna se le escurre, Dostoievski alcanza, perdiendo en la ruleta, su capacidad creadora. Freud lo interpreta como que sintiéndose castigado por sus culpas fue libre de escribir; el diario de Ana confirma esta apreciación al registrar la última vez que su marido habría de sumergirse en el juego: Los terribles sufrimientos que experimentó esa semana, reprochándose haber sustraído tanto dinero a su familia, tuvieron profunda influencia en él y lo persuadieron de no volver a jugar a la roulette. Esto es lo que me escribe mi marido al respecto el 18 de abril de 1871: “Al inmenso ha sucedido; durante casi diez años (o, por decir mejor, desde que murió mi hermano y me sentí bajo el peso de las deudas) soñé convencer, soñé con vencer, lo soñé seriamente, con pasión. ¡Ahora, todo ha terminado! ¡Esto ha sido de veras la última vez! Cree, Ana, que ahora me siento libre. Estaba atado al juego; ahora pensaré en mis asuntos y no volveré a pasar noches enteras soñando con el juego”.
Cancelada esa obsesión, retoma el trabajo de la novela Los demonios.
La fantasía de vencer era para él una especie de enfermedad de la cual se había curado para siempre, concluye Ana.
En relación con la culpa, Freud dedica la primera parte de su estudio sobre Dostoievski a la fantasía parricida –el padre había muerto asesinado siendo él adolescente-. Su presunta epilepsia habría sido manifestación de una histeria grave resultante de una imaginaria consumación parricida, fantasía que, en mi opinión, pudo luego transferir al hermano muerto; es analíticamente coherente que se empeñara en responder a las desmesuradas demandas económicas de la viuda.
Arriesgo lo siguiente: la imago paterna vacante alentó la pasión que lo ataría al juego como intento de compensación culposa. Pero es allí, al perder, que cae la máscara descubriendo lo ominoso; animándose a no cerrar los ojos, enfrentó el vacío del ideal desvirtuado que revela lo ilusorio de la deuda. ¿La deuda como ilusión? Efectivamente, mientras se cree en ella se mantiene lo que la habría generado, la fantasía parricida. La clínica psicoanalítica nos coloca reiteradamente ante la paradoja de quien se sostiene culposamente en una mitología parricida o incestuosa porque son garantes de estabilidad en el sufrimiento neurótico, y pocas cosas más difíciles de aceptar que la inestable carencia de mitos organizadores. Una cosa es que la deuda sea saldada –algo imposible desde la posición neurótica- y otra que desaparezca por falta de mérito.
En el instante de completo despojo se produce lo que distingue al creador: sin reparos, apostando a la intuición produce lo inédito, crea. Pero es preciso que entrevea la radical extranjeridad que lo habita, a esto llamo tiempo de despertar. Es artista es quien testifica ese espacio enajenado. Si al aludir a la inspiración se metaforiza el símil de la respiración, acontece cuando el sujeto cobra conciencia de que para expandirse debe llenarse de aire, de ausencia. Está claro que el tiempo de despertar nada tiene de algo establecido que perdura, antes uno está inmerso en la trama onírica, después en la cancel de vigilia, por lo que consiste en un disparador, en un momento cuya opacidad ilumina sin garantías, tanto que Dostoievski debió sentir el impulso a la escritura de El jugador para después enredarse en los hilos de esa trama, casi ignorante de su propia posición interpretativa. Y cuando libre de la adicción al juego se abocó a Los demonios habrá sentido nuevamente el acicate del despertar, pero éstas son conjeturas acerca de alguien habilitado para escribir. Nos queda la presunción borgeana: todo es tan raro que aún eso es posible.
El jugador, en cambio, aferrado compulsivamente a cada escalada de la rueda de la fortuna, como un condenado al devaneo apuesta al número que le marque el sitio de oro, y pierde la vida. 1: Tomo VIII de las Obras completas editadas por Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.
2: “Carta de Freud a Theodor Reik”. Tomo XXI de las Obras completas editadas por Amorrortu, Buenos Aires, 1979.
3: Se refiere a Max Eitingon, obsecuente discípulo, quien había insistido para que terminase el ensayo, que había comenzado y abandonado. Debía ser el prólogo de un volumen con escritos póstumos de Dostoievski y estudios diversos acerca del autor, relacionados con Los hermanos Karamazov. Los editores habían solicitado a Freud analizar tanto la obra como la personalidad de Dostoievski.