<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> El hombre, animal erótico - Carlos D. Pérez

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El hombre, animal erótico

En lo que sigue, haré algunas consideraciones acerca del erotismo siguiendo de cerca conceptos de uno de sus estudiosos más lúcidos, Georges Bataille, valiéndome principalmente de un ensayo que redactara en 1956 como prólogo a la tercera edición de Madame Edwarda1, breve novela cuya primera edición data de 1941 firmada con el seudónimo “Pierre Angélique”. Bataille procuraba resguardar su condición de Director de la Biblioteca de Orleáns; no resultaba admisible que un funcionario público escribiese un texto ultrajante para las buenas costumbres.
Comienza señalando que los escritos acerca de la sexualidad suelen estar afectados de enorme ligereza. Es cierto, tanto como el modo en que se concibe al placer. Ligeramente se entiende la condición del hombre alejada de los extremos de placer y dolor.
“Un conjunto de condiciones nos conduce a hacernos del hombre (de la humanidad) una imagen igualmente alejada del placer extremo y del extremo dolor: las prohibiciones más comunes afectan unas a la vida sexual y otras a la muerte, de modo que ambas han formado un ámbito sagrado, que pertenece a la religión”, escribe Bataille2. Esto es decir que la prohibición prohíbe el exceso. La imagen del hombre no ha de ser excesiva, debe predominar la moderación. Tengamos presente la estima de Freud acerca de lo sagrado, redactada en una carta a su amigo Fliess: Lo sagrado, en nombre de la interdicción del incesto impone la renuncia al exceso sexual, y quien se atreve a la trasgresión deviene superhombre, en el sentido nietzscheano del término.
A Bataille le interesa oponer el animal al hombre3: “en el animal, el placer está ligado al gasto excesivo de energía –o de violencia-; en el hombre, a la trasgresión de la ley –que se opone a la violencia y le impone ciertas barreras”. Esto es decir que si en el animal el placer concierne al gasto, en el ser humano incluye -como elemento decisivo- la trasgresión de la norma que impide el gasto no moderado.
Excesivo, el placer desencadenado –librado de las cadenas del sentido- resulta una violencia inadmisible, una agresión que desmantela cualquier forma asentada en el orden consabido. Por más que se haya impuesto la idea de que para Freud la interdicción primera y fundante es la prohibición del incesto, no debiéramos soslayar que en su texto mayor acerca de la cultura apunta a lo siguiente4: “Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retomando el hilo del discurso5, sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso”.

Prohibición y trasgresión forman un par: La prohibición establece y señala algo vedado y por lo tanto enigmático; de ese modo la alternativa de trasgredir está empapada de misterio y condena; de allí que la actividad sexual, marcada por el secreto, contraría lo establecido como digno. El erotismo se funda en esta asociación entre la obscenidad del placer y lo interdicto. Bataille es taxativo6: “Nunca, humanamente, aparece la prohibición sin una revelación del placer, ni nunca surge un placer sin el sentimiento de lo prohibido”. Este surgimiento del placer a costa de la interdicción incluye un reverso de libertad. Porque en la consigna de atenerse a lo prohibido o contrariarlo hay una opción: el hombre es libre de obedecer o desacatar el mandato. Hija de lo prohibido, la libertad se alcanza al duro precio del anatema.

Lo atinente a sexualidad y muerte está afectado de restricciones; toda prohibición cultural mantiene en su horizonte esta doble referencia. No obstante, sólo las relativas a la muerte quedaron imbuidas de gravedad, ya que lo propio del sexo mantuvo una posición segunda. “El dolor y la muerte son dignos de respeto, mientras que el placer es irrisorio, destinado al desprecio”, señala Bataille7. La risa generada por las alusiones al sexo suele ser una alternativa al horror ante lo que se presenta como alteridad y no sólo esto, ya que en el núcleo de la risa se distinguen disposiciones que pueden tender hacia el sentimiento poético, hacia lo sagrado, la angustia o el éxtasis. Lo risible es risible por consistir en lo radicalmente desconocido, en lo incognoscible8; también puede decirse a la inversa: en cierta posición subjetiva, lo desconocido mueve a una risa que sacude la impostación que habitualmente nos imponemos, casi como decir que encontramos jocosa a nuestra propia máscara, los pensamientos que nos enmascaran. Según Bataille9, “el que ríe, en principio, no abandona lo que sabe, pero rechaza aceptarlo por un tiempo, un tiempo limitado; se deja rebasar por el movimiento de la risa, de tal manera que lo que sabía se destruye, pero en el fondo de sí mantiene la convicción de que, sin embargo, eso no está destruido… cuando nos encontramos en ese ámbito, podemos muy bien mantener creencias sin creer en ellas, y recíprocamente, podemos saber lo que al mismo tiempo destruimos como algo conocido”.
Lao Tse decía: “Cuando tengas un pensamiento, ríete de él”. Por esto la risa, que uno imagina del lado de la comedia, tiene un núcleo trágico.
El erotismo suele resultar risible, las alusiones eróticas pueden provocar ironías, el propio dios Eros era presentado en Grecia con aspecto pueril. Aunque por eso mismo, por hacer reír, el amor es tanto más angustiante10. Este aspecto irrisorio, que a veces se extiende hacia el ridículo como caricatura que pretende escamotear lo que anonada, ha sido ejemplarmente considerado por Pessoa en un poema11:

Todas las cartas de amor son
Ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
Ridículas.

Yo también, en su momento, escribí cartas
de amor,
Como las otras,
Ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
Tienen que ser
Ridículas.

Pero, al final,
Sólo las criaturas que nunca escribieron
Cartas de amor
Son ridículas.

Quién volviera al tiempo en que escribía
Sin darme cuenta
Cartas de amor
Ridículas.

La verdad es que hoy
Las cosas que recuerdo
De esas cartas de amor
Son
Ridículas.

(Todas las palabras esdrújulas,
Al igual que los sentimientos esdrújulos,
Por naturaleza son
Ridículas).

“Quizá lo que mejor sé es por qué el hombre es el único animal que ríe: es el único que sufre tanto que tuvo que inventar la risa. El animal más desgraciado y más melancólico es, exactamente, el más alegre” escribe Nietzsche12.

Desgracia, melancolía, ridiculez, horror enmascarado, un cóctel del que bebe el hombre en su relación con la sexualidad.

He mencionado la ligereza con que suelen entenderse la sexualidad y el placer. En nuestros días, vividos de modo posmoderno, se supone a las prohibiciones sexuales meros prejuicios de los que se podría, irrisoria o pornográficamente, prescindir; no hay en esto otra cosa que obtusa hipocresía, incomprensión o desmentida de lo que el sexo pone en juego: la condición trágica como verdad del erotismo.
En Madame Edwarda13, Bataille escribe: “Madame Edwarda me fascinaba; jamás había visto mujer más bella –ni más desnuda”. Para este autor la desnudez resulta, en su fundamento, la revelación del objeto erótico y la inminencia de su liquidación. La mujer que se desnuda ante un hombre a la vez que se muestra incita a la fusión, elevando la tensión sexual anuncia la dispersión. El erotismo busca la unión de los cuerpos pero el borramiento de los límites, en la culminación del placer, sin hacer Uno de dos potencia lo incontable.
La curva de un talón realzada por la fina tira de cuero de un zapato taco alto puede ser un exquisito objeto erótico, esa curva y su límite sugieren la desnudez que se sustrae. Alcanzada la desnudez se avecina lo que nada sustrae, y sin sustracción el objeto, perdido el borde que es su límite, desemboca en el propio anonadarse. El cuerpo desnudo puede permanecer en el énfasis de un sinfín de pliegues, curvas, comisuras que son sus límites; al encuentro del goce la desnudez se extralimita.
En la noche del saber no hay chance de iluminar alguna desnudez reveladora de unidad salvo en la negación del goce, pero sí puede verse lo que engaña, lo que persistentemente escamotea la certidumbre de que alegría, dolor y muerte son indisociables en su enigma. Si Nietzsche afirma que la máxima aspiración de la voluntad de poder consiste en que el devenir alcance la precaria estabilidad del ser, Bataille subraya la identidad entre ser y muerte, donde el ser culmina en la propia aniquilación, no la biológica sino la del ser como lo que habría de perpetuarse y allí el placer inusitado, en el instante en que el desvanecimiento libera lo que se esfuma.
Hay un saber posible, el saber de lo que engaña impidiendo desembocar en la dispersión, cuya condición es tocante a la muerte –una muerte que debe ser dilucidada-.
¿De qué muerte se trata? Sea la que fuere, no podemos dejar de considerar que Freud ubica, con relación a la muerte, el valor de la vida, por ejemplo al afirmar14: “Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio... esta actitud nuestra hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse”. Y resuelto va más lejos: “Recordemos el viejo apotegma: Si vis pacem, para bellum: Si quieres conservar la paz, ármate para la guerra. Sería tiempo de modificarlo –agrega-: Si vis vitam, para mortem: Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”. Freud llega a estas consideraciones a propósito del sentimiento que nos produce la muerte del prójimo, principalmente la de un ser querido. Bataille, en cambio, encuentra el sentimiento de la muerte en el propio erotismo: “Y puesto que, en la muerte, al mismo tiempo que el ser nos es dado, nos es quitado, debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos trances intolerables en los que nos parece que morimos, porque el ser ya no está en nosotros más que como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo”15 . Este sentimiento no es la muerte biológica sino la pequeña muerte donde alcanzado por un fuego de artificio preparado largamente, el ser se enciende y consume. Acabo de parafrasear a Freud, cuando a propósito de la formación de un sueño dice16: “Es como un fuego de artificio cuya preparación lleva muchas horas pero se enciende en un momento”. Si en este momento se realiza el deseo, en la culminación del placer que juega su propia alteridad ha de producirse también una realización, exquisita por lo alcanzado, intolerable en su caída. Entonces Rilke17:

Y nosotros, que vislumbramos una felicidad
que asciende, nos embarga esa emoción
que casi desconcierta
cuando algo dichoso cae.

Según Bataille, el horror persiste en la doble condición de barrera e incitación al éxtasis como una alteridad que se remite a sí misma, como un factor pulsionante. Habla de horror, denominación cargada de patetismo –quiere ser patético-; prefiero mentar lo ominoso, término de mayor sutileza que alude al impar desarrollo de Freud que lleva ese título. Eso, ominoso, tanto incita a retroceder ante el espanto del ser que se liquida como ejerce una embriagadora atracción, de la que se prende el deseo en desvarío. Y entonces acontece un desaparecer a pesar nuestro y a toda costa; placer extremo, éxtasis insondable. Por eso resulta fecunda la mención de lo ominoso: ese placer se revela como una obscenidad, como una abrupta salida de escena del ser en que nos reconocemos. Bataille ubica allí la identidad entre placer y dolor extremos, en tanto Freud refiere la paradoja de que la caída del doble, garante de la permanencia del ser, produzca un sobresalto angustiado y esto sea, al mismo tiempo, condición necesaria para arriesgar una apuesta por la vida porque perdido el reaseguro, enfrentados al sentimiento de la muerte “la vida de nuevo se ha vuelto interesante, ha recuperado su contenido pleno”18.
No es desatinado ubicar al doble que se desvanece por exceso de sí mismo en el lugar de la otra persona en el acto sexual. En Madame Edwarda, el efecto es potenciado por una reiteración de dobles en el juego de los espejos19: “los espejos que tapizaban los muros, y que forraban el techo, multiplicaban la imagen animal de un acoplamiento, nuestros corazones exhaustos se abrían al vacío donde nos perdía la infinidad de nuestros reflejos”.
Bataille da un paso más20: “Incluso el pensamiento (la reflexión) no culmina en nosotros sino en el exceso. ¿Qué significa la verdad, fuera de la representación del exceso, si sólo vemos lo que excede a la posibilidad de ver lo que es intolerable ver, así como, en el éxtasis, es intolerable gozar, y si pensamos aquello que excede la posibilidad de pensar?”. El exceso posibilita el pensamiento, a condición de representarlo –estas palabras son un modo de hacerlo-. Fuera de ello no hay verdad que no sea la intuición de lo que excede la puesta en escena, de lo obsceno, de lo que no puede ser visto si no es mediante artilugio. El exceso representado ya no lo es, pero esa representación es el soporte de lo excesivo que cobra existencia en un no-ser que le da vida; y en medio de ambos -representación y exceso-, lo ominoso, angustia o placer no mojigato que por eso resulta trágico. No en vano Bataille llama a esto “reflexión patética, que se aniquila a sí misma...”21. Y nada de esto podría ser entrevisto sin el erotismo, sin el placer como aquello dotado de la potencia de aniquilarse que una y otra vez relanza el factor pulsionante que tiende hacia lo ignorado sin clausurar la marcha y jugando en lo que difiere genera ritmos. Bataille destaca al ritmo22: “El ser se invita a sí mismo a la terrible danza cuyo ritmo sincopado es el desfallecimiento...”.
¿En qué se sostiene este decurso? “Sólo la belleza, en efecto, vuelve tolerable una necesidad de desorden, de violencia y de indignidad que es la raíz del amor23”, escribe Bataille, con palabras que hacen recordar la Primera Elegía de Rilke, que comienza de este modo:

¿Quién, si yo gritase, me escucharía
entre las jerarquías de los ángeles?
Y aun cuando en su propio corazón
uno de ellos me estrechara, yo sucumbiría
ante su existencia más fuerte. Pues la belleza
no es sino el comienzo de lo terrible,
que apenas soportamos. Y si la admiramos
es porque por desdén no nos destruye.
Todo ángel es terrible.

De este modo presentada, la belleza es la hermana apenas soportable de un poder ominoso que anuncia un secreto espanto ante el que se retrocede, incita a constituirla en soporte que limite el caos.
Con la engañosa austeridad de su estilo Borges culmina, mediante una negación copulativa, su poema dedicado a Buenos Aires24:

La ciudad, ahora, es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana; aquí mis pasos
Urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.

Por eso la poesía es un párpado que abre y cierra alteridades y la belleza un parpadeo, una síncopa de querer y espanto.

Al momento de concluir, Bataille afirma25: “El erotismo es el problema por antonomasia. En tanto que es un animal erótico, el hombre es para sí mismo un problema. El erotismo es nuestra parte problemática”. Con el lenguaje intentamos abarcar o atravesar lo erótico, produciendo una insalvable dispersión. “Vivimos con la atención puesta en este conjunto oculto tras la sucesión de las frases, pero no podemos hacer que la plena luz sustituya al parpadeo de las frases sucesivas”26.

Si se pretende solucionar la “parte problemática” se produce una disyuntiva que desemboca en paradoja: Cuando con prudencia, razón o cálculo alguien espera acotar el erotismo para llegar al sosiego, niega el fundamento que lo anima; buscando dejarlo al margen no hace más que promover el despliegue inconsciente que toma el camino del síntoma y la persona enferma de sexualidad. Pero si alguien se deja llevar por la ilusión de asumir el erotismo se engaña de peor modo, porque desconoce eso sin lo cual lo que atrae cancela su atracción; la presunta asunción del erotismo lo desvirtúa al desconocer su condición obscena.
Ni ideal ni material, el erotismo nos enfrenta a la problemática humana por excelencia, a una discordancia que no se resuelve, porque de cerrarse en algún extremo cancela o satura lo que anima la vida.

1:Tusquets, colección “La sonrisa vertical”. Barcelona, 1981. Este prólogo también figura como último capítulo de su ensayo El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1997. Para las citas a las que recurro he optado por esta versión, cuya traducción es más lograda que la primera.
2: P. 271. Ibíd.
3: “La pura felicidad”, en La felicidad, el erotismo y la literatura (Ensayos 1944-1961), p. 394. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001.
4: Capítulo VI de El malestar en la cultura. Tomo XXI de las Obras completas. Ibíd. 1979.
5: Freud retoma esta apreciación anterior: “La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y de ahí, también, el mandamiento ideal de amar al prójimo como a sí mismo, que en la realidad efectiva sólo se justifica por el hecho de que nada contraría más a la naturaleza humana originaria. Pero con todos sus empeños, este afán cultural no ha conseguido gran cosa hasta ahora. La cultura espera prevenir los excesos más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecho de ejercer ella misma una violencia sobre los criminales, pero la ley no alcanza a las exteriorizaciones más cautelosas y refinadas de la agresión humana”.
6: El erotismo, p.114. Ibíd.
7: PP. 20 y 21. Ibíd.
8: Puede consultarse el artículo de Bataille “No-saber, risa y lágrimas”, incluido en La oscuridad no miente. Taurus, Madrid, 2002.
9: “No-saber, risa y lágrimas”, p. 127. Ibíd.
10: Parafraseo comentarios de Bataille incluidos en “De la risa erótica a lo prohibido”. Las lágrimas de Eros. Ibíd.
11: Fernando Pessoa en palabras y en imágenes, p. 37. Siruela, Lisboa, 1995.
12: Parágrafo 91 de La voluntad de poder. Edaf, Madrid, 2008.
13: P. 49. Ibíd.
14: “Nuestra actitud hacia la muerte”, en De guerra y muerte. Temas de actualidad. Tomo XIV, pp. 290, 291, 301. de las Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1979. Las cursivas son de Freud.
15: “Prólogo...”, p. 274. Ibíd. La cursiva es de Bataille.
16: La interpretación de los sueños, capítulo VII. Tomo V, p. 568 de las Obras completas. Ibíd. 1979.
17: “Décima Elegía”, en Elegías de Duino. Leviatán, Buenos Aires, 1961.
18: “Nuestra actitud hacia la muerte”, p. 292. Ibíd.
19: P. 49. Ibíd.
20: P. 274. Ibíd.
21: P. 274. Ibíd.
22: P. 276. Ibíd.
23: P. 276. Ibíd.
24: “Buenos Aires”, en El otro, el mismo. Jorge Luis Borges: Obra poética. Emecé, Buenos Aires, 1964.
25: El erotismo, “Conclusión”. Ibíd. Las cursivas son de Bataille.
26: P. 278. Ibíd.

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