<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> Ella - Carlos D. Pérez

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Ella

Las siete y treinta de la mañana y ya estoy en el embarcadero, me he levantado temprano para continuar las prácticas de buceo. Preparo los tanques de aire contemplando los reflejos iridiscentes en el mar; hace tiempo que el día no se presenta radiante, el cielo limpiamente abierto. El calor no sofoca y el océano, de azul intenso, es imponente y calmo.
Con el equipo listo me sumo al grupo de jóvenes aprendices y mientras esperamos el vetusto lanchón contamos en ronda las mentidas aventuras de la última noche. Una vez embarcados damos la vuelta a Ilhabella hasta fondear en el sitio previsto. Sé que está próximo el momento, seré el primero en zambullirme. Llega una brisa y un ligero temblor corre por mi espalda. Voy a la escalerilla de estribor, me siento y espero; a escondidas del ojo atento del instructor enciendo un cigarrillo, que saboreo hasta que escucho un indefinible canto de sirena. Es la señal -me digo como si fuéramos viejos conocidos-, apago la colilla, me coloco la luneta, me dejo caer junto a mi obligado acompañante y por puro placer dejo que la corriente me lleve un trecho. Estoy tentado de permanecer en superficie, demorando la mañana, pero debo ganar hondura. A una señal de mi compañero enfilamos hacia la profundidad; en un momento me detengo para volverme y contemplar el balanceo suave, firme de la de la quilla y el sol quebrándose en haces multicolores contra el vientre de la embarcación. Me despido y voy hacia el muro de roca en el que debo encontrar la entrada a la caverna.
No tengo que buscar mucho, conozco el lugar exacto: ahí está, desde siempre me espera esa abertura donde la luz concluye. Un temblor me recuerda las palabras del instructor alertándome del instante decisivo, cuando es imperioso atravesar una cancel. Enciendo la linterna, junto ganas. La luz artificial es una tinta filamentosa que inscribe trazos pálidos en la piedra, achatando los colores. Hilo de Ariadna, cordón y túnel, allá voy.
Un enérgico aleteo y estoy ganado por la oscuridad. Escapando a mi escolta recorro un tramo mientras repaso el trayecto, consciente de que no debo hacerlo solo pero así me lo impuse: en la primera división a la derecha, luego elevarme, torcer algo más y hacia abajo... aunque no es ésa la forma de memorizar el rastro y en definitiva, ¿qué importa hacerlo? El adolescente sensato quedó arriba. Por una vez libre de exigencias, borracho de intensidad, compañero solidario, solitario de mí mismo tarareo un son de Chico Buarque acompasado por el silencioso batir de las aletas. Ya no distingo si antes de tomar por la derecha hubo una abertura o si la derecha no fue arriba. Siento haberle ganado a la preocupación por tales minucias, bastará que después vislumbre la luz de superficie al comienzo del conducto.
La vegetación no es la misma, de mayor densidad a la entrada escasea y pierde color a medida que me interno; la piedra ambarina, viscosa, es una piel tibia, aceitada, cuya tersura me incita. Me deslizo adosado a la pared, extrañamente absorto, convertido en ancestral caracol humano.

Hace tiempo, acabo de percatarme, transcurro de este modo en la caverna, estrechada hasta convertirse en desfiladero. Toco la piedra a mis pies, quizá me haya desplazado lateralmente, me cuesta divisar la abertura para retroceder. Tuerzo el cuerpo, me encojo queriendo darme vuelta, debo estar al fondo del trayecto. No logro estirar los brazos. ¿Dónde está el conducto? La oscuridad aumenta, abandoné la linterna por el camino y no distingo la piedra palidez de las paredes.
Ella es un latido en torno a mí; intento empujar, imponerme a ese ritmo pero se abre y se cierra. Ella decide, mi pecho sigue esos movimientos, mis latidos los del muro, no veo, no toco, mi cuerpo desvanece su juventud. Bebo una tempestad y estalla un fuego acuático.

Tendido en la proa, quisiera hablar, contar mi experiencia a los otros aprendices pero permanezco mudo. Filtrada por las cortinas, la luz matinal me devuelve a la superficie de vigilia. Siento sed y una animal impaciencia me embarga, hasta que llegan pantallazos del sueño mezclados con un poema que el momento crea:

La claridad destella
arrancándome del sueño,
amanece.
Luz que vacía el obsceno
sol nocturno que se ausenta.
Abro los ojos, lo he visto
buscar el cuerpo, aún dormido
de ella.
Torso oblicuo que ensombrece
y se vuelca.
Un sol ciego desanda,
abismado,
su ladera.

Es leyenda el chino que soñando ser mariposa ignoraba al despertar si acababa de asistir a ese sueño o si él era un esperanzado anhelo de mariposa. La situación a la que he llegado está menos afectada de tan simple alternativa. Poco importa que suponga al poema engendrado en el sueño o a éste la forma estética de un adolescente y viejo tumulto; entre uno y otro boya mi ser, mientras el sol cumple un oceánico ciclo entre dos realidades.
A mi lado, una mulata ojos de agua duerme su puerto, puerta de oscuros navegantes que abrió para mí una noche de solitario cumpleaños, y recibió mi insensatez y respiró conmigo. Años de una vida de aprendiz es el espacio de un sueño, del que despierto para reavivar la busca -porque la espera nunca alcanza-, en el que duermo para encender la noche nueva y el claro día que con ella espera, la responsable de equivocar el camino. Ella, errante puta que sin miedo a la noche sin luna quise mía y fui poseído en la entrega que el recuerdo evoca. A nosotros dedico este acontecer de gran verdad y pequeña muerte sujeto a la deriva de ese tirano, el tiempo. No lo sabíamos o lo supimos de la mejor manera, entre silencios de almohada.
En mi vida de aprendiz, los años han pasado, sólo los años. Soy aquél que vivió contigo en un prostíbulo del puerto, ¿acaso me recuerdas? “Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto. Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto” escribió González Tuñón. No estoy tan seguro... o sí, pero de otro modo: es una muerte que vivifica en ausencia, para la que sólo cabe saber que el amor es de nadie.

Ojos de agua, a pesar de castaños, la morena. Mis amigos, ignorantes del destello de sus ojos y del obsceno cimbrear de su belleza, decían que era fea.

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