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A propósito del ataque histérico Freud se refiere a una actividad autoerótica, previa al establecimiento de representaciones. En el segundo de los Tres ensayos de teoría sexual, titulado “La sexualidad infantil”1, encontramos su consideración detenida acerca del autoerotismo. Allí afirma que es una práctica sexual donde la pulsión se satisface en el propio cuerpo, el término lo toma de una propuesta de Havelock Ellis. Freud ilustra esta actividad con una observación del pedíatra Lindner acerca del chupeteo, cuya aparición data de la época de la lactancia; Lindner ya había destacado que se trataba de algo sexual, por cuanto en la crianza del niño se lo solía equiparar con otras “malas costumbres”.
Freud lo describe del siguiente modo: “El chupeteo {Ludeln o Lutschen}, que aparece ya en el lactante y puede conservarse hasta la madurez o persistir toda la vida, consiste en un contacto de succión con la boca (los labios), repetido rítmicamente, que no tiene por fin la nutrición. Una parte de los propios labios, la lengua, un lugar de la piel que esté al alcance –aún el dedo gordo del pie-, son tomados como objeto sobre el cual se ejecuta la acción de mamar. Una pulsión de prensión que emerge al mismo tiempo suele manifestarse mediante un simultáneo tironeo rítmico del lóbulo de la oreja y el apoderamiento de una parte de otra persona (casi siempre de su oreja) con el mismo fin. La acción de mamar cautiva por entero la atención y lleva al adormecimiento o incluso a una reacción motriz en una suerte de orgasmo”.
Una cantidad de cuestiones queda planteadas en esta apreciación:
1. Sin relación con la nutrición, es una actividad independiente de cualquier caída de tensión producida por la necesidad alimentaria. El propio Freud nos muestra de qué modo el placer no depende de los procesos de carga o descarga mentados en lo atinente al principio. La hipótesis cuantitativa no se conjuga con esta observación.
2. Es una acción de mamar que no es mamar, no se trata del paso la leche ni siquiera del contacto con el pecho. Generado en el espacio virtual de un “entre labios y lengua”, el objeto es la virtualidad del jugueteo con el precioso intersticio que el frotamiento crea y recrea. Freud señala que intervienen “una parte de los propios labios, la lengua...”; en sentido estricto, es el aparte de una parte. Tenemos aquí la estima quizá más afinada acerca del objeto erótico: una especie de nada intersticial en el aparte de la parte. Desde los labios y la lengua, el objeto puede migrar, abriendo zonas erógenas en la intimidad geográfica de la piel.
3. Consiste en una succión de carácter rítmico. Freud emplea la palabra “ritmo” no sólo para describir el tipo de actividad que es la succión, también para connotar el modo en que el niño tironea simultáneamente del lóbulo de la oreja o de una parte distinta de otra persona.
4. Al placer de la actividad de succión se suma una pulsión de prensión que procura un apoderamiento. Pero esta actividad pulsionante no busca el apoderamiento de un otro reconocido como tal, ya que es una fase autoerótica. Es apoderamiento al estado puro, apoderamiento prensil que redobla el ritmo de la succión. ¿Hay aquí un involuntario saludo al concepto de voluntad de poder de Nietzsche? Habrá tiempo de ocuparnos del tema, por ahora agregaré lo siguiente: Cuando poco después, en este mismo ensayo se ocupa de la “pulsión de saber”, Freud no la computa entre las pulsiones elementales ni la subordina a la pulsión sexual, porque a su entender resulta “una manera sublimada del apoderamiento”. Esta implícita pulsión de apoderamiento que deriva en tendencia al saber tendría, no obstante, vinculación con la sexualidad por cuanto el niño, precoz investigador, se pregunta insistentemente por el doble enigma del origen y la diferencia sexual.
5. Cautivo de su acto, el lactante termina adormeciéndose o incluso experimentando una suerte de orgasmo, dice Freud. En nota al pie agrega que se anuncia algo que tendrá vigencia a lo largo de la vida: “la satisfacción sexual es el mejor somnífero”. No hay una opción entre adormecerse o sentir esa especie de orgasmo, sino un orgásmico entregarse al sueño.
Hemos considerado la aparición del objeto erótico en el intersticio producido por el deslizamiento rítmico de los labios y la lengua, pero tratándose del autoerotismo es un objeto aún sin sujeto. Cabe aventurar que ese juego intersticial abre la dimensión del objeto pero también anuncia al sujeto como efecto, mejor dicho: la efectuación del sujeto en el rítmico despuntar de la pulsión, que es sexual y de apoderamiento.
Si me refiero al objeto como objeto erótico es, primeramente, porque tal como lo estamos considerando el psicoanálisis es una erótica; también para no caer en distinciones como la de objeto del deseo o de la pulsión como entidades separadas, ya que son inflexiones diversas de la impulsividad inconsciente. En la materia diminuta del objeto erótico está comprometida la pulsión, según acabamos de comprobar, en tanto el deseo pone al descubierto que nada hay más incapturable que esa porción de materialidad. El objeto erótico tanto incumbe al devenir de la pulsión como al deseo. Por el lado de la pulsión muestra su contingencia –es el a, b, c de Freud-, hasta que se dibuja el mapa erógeno y puede adquirir una enorme fijeza: la sombra de una sonrisa, humo en tus ojos, piel canela, esas cosas tontas... no hago más que valerme de títulos de canciones que nos enseñan mucho. Por el lado del deseo es una especie de nada que es a la vez todo, culminación de algo que no se puede mirar porque ciega, un sol nocturno (al deseo le viene bien el oxímoron). Esas cosas tontas, tontas y locas, alcanzadas por el deseo se vuelven reales y evanescentes a la vez. En la clasificación que suele hacerse, en esa especie de “objetología” por la que se deslizan muchos analistas discriminando especies –objeto de deseo, de la pulsión, del amor, de la necesidad-, el objeto erótico pierde especificidad.
Continuemos con lo inherente al autoerotismo. En Introducción del narcisismo encontramos otra apreciación de Freud2: “Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya”. Ciertamente, la noción de sujeto, como opuesto necesario a la de objeto erótico, no tiene por qué coincidir con el yo como instancia, pero es dable pensar que dicha instancia sea necesaria para la emergencia de un sujeto, incluso de lo inconsciente. En el autoerotismo se produce un momento inaugural, no sólo distinguido desde el vamos del orden orgánico sino que en sentido estricto es su subversión: manteniendo en suspenso el acontecer de las necesidades produce su propia cadencia, irreducible al apremio de un instinto cualquiera.
Como una nada entregada a sí misma, el autoerotismo resulta un equivalente del Caos original griego, con la diferencia de no tratarse de un espacio ilimitado, a menos que el abismo quepa en la virtualidad de un intersticio entre los labios que se acarician acompasados por el pulsionar de la lengua. ¿Por qué no? Los griegos fueron magníficos en sus descripciones poblándolas de dioses; Freud, en cambio, ateo consumado, se detuvo en la minucia de un frotamiento carente de sujeto, ubicando allí el tiempo primordial. ¿Hemos pensado suficientemente que el apasionado beso de los amantes no es otra cosa que la iteración de ese momento decisivo? Acostumbrados como estamos a nuestros propios labios y al sinsabor de la lengua, con el ser amado recreamos en el encuentro de la boca ajena una virtualidad que disuelve las categorías del mundo en el ritmo de un gustoso placer.
A continuación del fragmento sobre el chupeteo citado de los Tres ensayos..., Freud precisa su proveniencia del siguiente modo3:
“Destaquemos, como el carácter más llamativo de esta práctica sexual, el hecho de que la pulsión no está dirigida a otra persona; se satisface en el cuerpo propio, es autoerótica, para decirlo con una feliz designación introducida por Havelock Ellis (1898).
“Es claro, además, que la acción del niño chupeteador se rige por la búsqueda de un placer –ya vivenciado, y ahora recordado-. Así, en el caso más simple, la satisfacción se obtiene mamando rítmicamente un sector de la piel o de la mucosa. Es fácil colegir también las ocasiones que brindaron al niño las primeras experiencias de ese placer que ahora aspira a renovar. Su primera actividad, la más importante para su vida, el mamar del pecho materno (o de sus subrogados), no pudo menos que familiarizarlo con ese placer. Diríamos que los labios del niño se comportaron como una zona erógena, y la estimulación por el cálido aflujo de la leche fue la causa de la sensación placentera. Al comienzo, claro está, la satisfacción de la zona erógena se asoció con la satisfacción de la necesidad de alimentarse. El quehacer sexual se apuntala {anlehnen} primero en una de las funciones que sirven a la conservación de la vida, y sólo más tarde se independiza de ella”.
Debemos ubicar con precisión lo que Freud nos presenta: siendo una fase previa al narcisismo, ni se ha formado un yo que se reconozca a sí mismo ni hay en la actividad de esta pulsión primordial apelación a otra persona. A falta del Uno narcisista, no hay uno ni otro. ¿De qué índole puede ser la inscripción de la vivencia capaz de ser memorada en el chupeteo? Faltan todos los elementos que permiten fundar el recuerdo propiamente dicho, que sólo acontece en el a-posteriori de un tiempo segundo, sancionado como tal desde una posición tercera; estamos en un momento primordial, en un fuera de tiempo. No obstante, algo se reitera en el chupeteo con tal fuerza que es capaz de generar el objeto y a partir de él, alguna vez, el mundo propio y ajeno. De esa vivencia, puro ritmo, sólo puede quedar constancia como lo que es, como inscripción rítmica de un movimiento libidinal, absolutamente virtual pero potente en la real elocuencia del placer. Ya decirlo de ese modo es forzar las cosas, porque el movimiento libidinal no se inscribe como ritmo sino que el ritmo es movimiento libidinal. La fórmula, a pesar de escueta, bordea la redundancia; sucede que importa subrayar que el ritmo es acto y la libido movimiento rítmico y que a eso llamamos “cuerpo erógeno”.
Cuando el tiempo se constituye como secuencia reconocible el niño, “recordando”, se dice que ahí estuvo él, puesto a la teta de la madre, y al entrar el tiempo en la terceridad edípica esa madre queda proscripta en nombre de la interdicción del incesto y un tufo a pecado impregna el fundamento de todo placer. Sabemos cuánto debe uno transcurrir por el análisis o la vida para desanudar la secuencia, liberando aquí o allá el placer que ha entrado en querella con el micro y macrocosmos cultural.
Volvamos una vez más a la observación de Freud: Si bien afirma que el chupeteo adviene a la condición erógena por deslizamiento del placer respecto de la necesidad alimentaria, el examen del acto de mamar permite inferir que, en rigor, sucede algo diverso. La idea del desfasaje entre placer y necesidad satisfecha se fundamenta en el supuesto de la unidad previa de placer y satisfacción, según se deriva de aplicar a la problemática del placer el criterio fisiologista. Pero tal unidad ni siquiera existe como simultaneidad –sentir placer en el momento en que cae la necesidad-. Observemos el fenómeno descomponiendo sus tiempos: En el mamar, el placer aparece ligado al cálido fluir de la leche por la cavidad oral. El momento de tragar impone un corte que despeña el placer como transcurso acompasado. Llenado/corte/llenado/corte/llenado, primera síncopa que antecede a la saciedad. Freud afirma que lo erógeno se apoya, de comienzo, en la satisfacción de una necesidad; ello indica que sin satisfacción el ritmo erógeno no podría sostenerse, pues en sí es un salto al vacío. El placer se adelanta a la caída de la necesidad de igual modo que la leche primero pasa por la cavidad oral para luego llegar al tracto digestivo y comenzar la absorción intestinal que hará cesar más tarde –cuando el niño probablemente se haya dormido- el estado tisular de necesidad alimentaria. Al contraste tensional que causa placer hemos de situarlo en relación al corte implicado en la secuencia de llenado de la cavidad bucal, oclusión glótica, trago, vaciado, succión, nueva plenitud y así sucesivamente.
El chupeteo consiste en la reiteración de esta secuencia, circunscrita al rítmico frotamiento del intersticio de una mucosa con otra, alentado por la acción de besar los labios y crear un objeto evanescente. Antes mencioné lo propio del beso entre los amantes, Freud no se priva, por su parte, de citar en nota al pie la confesión de una muchacha adolescente -tomada de una comunicación de un tal doctor Galant titulada “La chupeteada”- elocuente acerca del espacio de goce: “No todos los besos se asemejan a una chupeteada. ¡No, no; ni mucho menos! Es indescriptible el goce que a una le recorre todo el cuerpo cuando chupetea; simplemente, una está muy lejos de este mundo, totalmente satisfecha y en medio de una dicha que no conoce deseos. Es un sentimiento maravilloso; no se pide más que paz, paz, que no debe ser interrumpida. Es indeciblemente hermoso: no se siente ningún dolor ni pena; una se ve trasportada a otro mundo”.
El ritmo, intersticio en acto, es un “entre”. No habría ritmo musical, por tomar el ejemplo más evidente, si el acento cayera sin más sobre las notas. El ritmo juega, se juega en el espacio entre una y otra. Si las notas son el sonido, el ritmo nos incita a escuchar su alma de silencio, al punto de que sea posible afirmar que la música, combinando los sonidos, es el arte abrir las orejas al pulsar de los intersticios, a escuchar silencios que se vuelven insoportables –por carencia de soporte en la notación- si el músico que interpreta está asistido por el genio.
Acción de una diferencia entre sonidos, el ritmo presenta la alteridad de lo que suena. Las notas difieren unas de otras, por la sencilla razón de que las diferencias sólo se producen entre elementos de una misma especie, mientras el silencio es lo otro del sonido. La palabra “otro” proviene del latín alter –era, erum-, es “el otro entre dos”. Necesitamos la diferencia entre (al menos) dos para que la alteridad se haga presente. La distinción es fundamental, obliga a revisar conceptos: lo que llamamos “diferencia sexual” no es tal si nos distanciamos del dominio de la biología o la antropología -seres de una misma especie llamada “humana”, clasificados en dos grupos: machos y hembras-. La tan meneada apreciación de Lacan acerca de que no hay relación sexual puede entenderse como una crítica a la diferencia; no hay relación debido a la alteridad entre los sexos. El sexo nos coloca ante el dilema de lo otro, no negociable en términos de diferencias. Si no podemos menos que diferir, sexualmente hablando, es porque las presuntas diferencias velan la alteridad sexual con la ilusión de la equivalencia que salvaría las diferencias, patéticamente evidente en el discurso feminista. En el sexo como en la música –quizá la expresión más sublimada de la sexualidad- se desenvuelve y revuelve, sin reducción diferencial, la alteridad4.
En el ritmo musical encontramos un fundamento de la poética. La palabra que tradicionalmente ha significado “verso”-rima-, empleada originalmente por los antiguos trovadores y hablas populares del sur de Francia, procede del latín rhytmus. En la Edad Media, el rhytmus tenía el sentido de ser un verso de tipo romance, contado por acentos y por el número de sílabas, habitualmente rimado, a diferencia de metrus, verso latino regulado sólo por la duración de las sílabas. Nuevamente notamos que el ritmo privilegia el acento por sobre la métrica establecida desde fuera como exigencia de composición. Este acento que trabaja lo intersticial dispara la otredad, no sólo por diferir de lo que es un sonido, una nota, sino que al producirse por el juego de los elementos del sistema pone en acto la alteridad entre los componentes y su resto, porque “el resto es silencio”, y si el ritmo fuera monocorde, lo otro resalta en la iteración de sonidos iguales que no son lo mismo, valga la referencia al empleo del ritmo en piezas como el Bolero de Ravel.
El repique de los sonidos vuelve ostensible al ritmo como alteridad cuyo núcleo es de silencio.
Saussure5 afirma que “en su esencia (el significante lingüístico), de ningún modo es fónico, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás”. Cuando me he referido a la inscripción rítmica de un movimiento libidinal entiendo haber aislado, siguiendo a Freud, la condición de posibilidad de toda huella instituida. De igual modo que Saussure ubica lo esencial del significante en el espacio entre las imágenes acústicas, Freud hace otro tanto al precisar el modo en que funcionan las huellas mnémicas. En el parágrafo “Lo inconciente y la conciencia. La realidad”, del capítulo VII de La interpretación de los sueños6 especifica: “Evitaremos cualquier abuso de este modo de figuración (relativo a los procesos primario y secundario) si recordamos que representaciones, pensamientos y, en general, productos psíquicos no pueden ser localizados dentro de elementos orgánicos del sistema nervioso, sino, por así decir, entre ellos, donde resistencias y facilitaciones constituyen su correlato”.
Mediante el rítmico pulsar del cuerpo erógeno, el “entre” produce la emergencia de lo otro. Hay un fragmento del Filebo, diálogo de Platón, elocuente al respecto, en el que Sócrates dice7: “Mas, querido, cuando captes todos los intervalos –su número- que hay de la voz humana acerca de lo agudo y lo grave y de qué clase son, y los límites de los intervalos y todas las combinaciones que nacen de ellos –que los antepasados reconocieron y nos transmitieron a sus sucesores con el nombre de armonías, y, por otra parte, que se dan otros accidentes semejantes que residen en los movimientos del cuerpo, los cuales dicen que deben ser llamados ritmos y metros, y a la vez hay que considerar que así hay que atender a toda unidad y multiplicidad- cuando, pues, captes eso de este modo, entonces habrás llegado a ser sabio, y cuando al examinarlo de este modo captes otra unidad cualquiera, así habrás llegado a ser competente en ello”.
La cuestión no es afirmar que primero fue el ritmo y luego la notación o el sistema de marcas que fuere sino advertir que a partir de Saussure y de Freud llegamos a destacar la alteridad del “entre” que arrojando espacios irreconciliables, sincopando las huellas permite distinguirlas, establecerlas como tales y entender su acción. Atendiendo a la linealidad del discurso el tiempo resulta secuencial, mientras que si el ritmo se coloca en primer plano el tiempo es multívoco; el antes y el después se entreveran en la repetición. Quizá el ritmo esté asistido de lo que en la concepción grandi(e)locuente de Nietzsche es un “eterno retorno”. El retorno de lo otro.
Kurt Pahlen, quien fuera director de la Filarmónica de Buenos Aires y profesor de historia de la música no duda, en su Nueva síntesis del saber musical8 , en advertir al lector: “Todas las páginas de nuestro libro no alcanzarían si quisiéramos definir y explicar exhaustivamente el ritmo”. Lo entiende como “un principio universal del cual el ritmo musical es solamente una pequeña parte”. Forma parte de lo básico en astronomía, permitiendo predecir la salida y puesta del sol y la luna, dirigir las naves espaciales hacia los planetas o calcular el movimiento de los cometas. Repara en el ritmo de las pulsaciones, en el movimiento de las mareas, en los ciclos de la mujer hasta desembocar en lo que sería propio del ritmo íntimo de cada persona, arriesgando que tal vez sea el componente decisivo que posibilita las relaciones amorosas. Si no fuera que estamos al tanto del destino que una cosmovisión como ésta puede tener, conociendo los devaneos de Fliess sobre el ritmo de los períodos, estaríamos tentados de creerle sin más, pero debemos ser cautos.
Pahlen llega a decir que el ritmo puede ser definitorio de una relación de amor. Según se la entienda, la idea resulta bastante loca o tremendamente cierta si, como venimos haciendo, entendemos al ritmo como el pulsar en el cuerpo de la alteridad que desmantela el tranquilo orden orgánico. Pero ya que he mentado la música no me privaré de citar a Cortázar, quien en Rayuela ubica con todo rigor el ritmo y una particular forma de su despliegue, el swing, en el fundamento de la escritura9:
“¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir. Y también es la única recompensa de mi trabajo: sentir que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y un arquearse cadencioso”. Ni las ideas, las palabras, frases o el libro entero buscan un ritmo, un estilo para expresarse, al contrario: lomo arqueado de gato por la caricia a contrapelo, el ritmo despeña la cadencia de un swing que atravesando la escritura es su clave: nada que decir antes de él, nada que decir después de él. Imposible mayor justeza.
El caso es que desde distinto ángulo de entrada, también otros pensadores e investigadores ubican al ritmo como razón de ser del sujeto. Heidegger, por ejemplo, destaca una conferencia que Thrasybulos Georgiades, estudioso del lenguaje arcaico griego, pronunciara en Berlín, titulada “Lenguaje como ritmo”10. En sus trabajos, Georgiades “ha dicho cosas extraordinarias sobre el lenguaje” estima Heidegger. En el núcleo de su tesis, este autor se apoya en observaciones de Werner Jäger para afirmar que los hombres no hacen el ritmo sino que el ritmo es el sustrato del lenguaje que va al encuentro del sujeto. Cita a Arquíloco, quien en un verso pide: “Reconoce cual ritmo guarda el hombre”. La palabra griega que define al ritmo, ??????, o sea ???????, debiera entenderse como “carácter” según Georgiades. El diccionario griego establece para estas palabras una profusa significación que incluye “regular, disponer ordenadamente, arreglar, ordenar; dirigir, educar, concretar, precisar, localizar”. De esto deriva el “movimiento regulado por tiempos, medida, cadencia, ritmo, regularidad, compás a compás con regularidad; número oratorio, armonía de un período; proporción regular, disposición simétrica, medida justa; figura, configuración, forma, carácter”. Georgiades acentúa esta última significación, donde el carácter de alguien resultaría de una combinatoria de ritmos que dejan su impronta característica. También cita el Prometeo de Esquilo cuando el héroe, encadenado a un peñasco, exclama: “En este ritmo estoy fijamente retenido”. “Él, que está capturado inmóvil en la malla de hierro de sus cadenas, está ritmado a los peñascos, esto es, encajado”, infiere Heidegger. Éste sería el encaje del carácter, alegoría del ritmo que lo determina. Heidegger llega por esta vía a una aseveración contundente: “En las frases del lenguaje arcaico habla la cosa y no la significación”; un modo de decir que en el ritmo repica lo otro, cuya alteridad es una síncopa determinante del sujeto.
Si consideramos lo expuesto por Freud con relación al autoerotismo, en el intersticio ritmado del chupeteo no sólo despunta el objeto, también el sujeto como efectuación, lo que no es poco decir por cuanto ya no hay un sujeto-actor que origine objeto alguno ni a la inversa, el propio criterio causalista revela su precario sustento. Precisamente aquí es donde Nietzsche hinca el diente11: “La perduración, la igualdad consigo mismo, el ser, no es algo inherente al sujeto como tampoco aquello que se llama objeto: se trata de complejos del acontecer aparentemente perdurables con respecto a otros complejos –así, por ejemplo, en virtud de una diferencia en el ritmo del acontecer”. Y luego: “‘El hombre es algo que debe ser superado’ –lo que importa es el ritmo”. Revelado el sino del ritmo, su aire de potencialidad creadora ventila las duras dicotomías que obsesionan el devaneo humano.
El más somero repaso a la historia de la escritura ratifica y amplía lo antes expuesto, pues si la escritura reconocida como tal –la de secuencia lineal- data de 3.500 años a. de C., según consta en documentos de la Mesopotamia, 35.000 años a. de C. ya se producían grafismos e incisiones ritmadas en las paredes de las cavernas prehistóricas. Aquellos grafismos eran trazos, pequeñas incisiones realizadas sobre huesos o en la piedra que no imitaban realidad alguna. Si el salto desde esta prevalencia rítmica a lo que se reconoce como escritura es muy grande -más de 30.000 años-, desde los primeros documentos de la Mesopotamia hacia acá, en cambio, los tiempos se aceleran notablemente. Y no se piense que se trata de algo tan sólo ocurrido en la remota fase anterior al imperio del lenguaje lineal, que éste habría de sepultar. Es privilegio del arte la reconquista para el goce estético de la “cosa” que se expresa en lenguaje arcaico. Wassily Kandinsky, quien se ocupa de la gramática de la creación, afirma12: “En el arte abstracto, el elemento ‘objetivo’ reducido al mínimo debe ser reconocido como el elemento real más poderoso”. Implica decir que dicha abstracción, por abstenerse del compromiso realista o figurativo, queda en relación de inmediatez con el pulsar de lo real.
Considerando las puntualizaciones de Georgiades que destacan el ritmo como sustrato del lenguaje y productor del sujeto, notamos que el lapso entre las inscripciones rítmicas y la escritura lineal se corresponde con el que el que va del momento primordial, autoerótico, a la constitución de un sujeto que se reconoce en el decurso de la palabra. Pero la escritura lineal, atenta a la fonética, proviene de otras, carentes de linealidad. Sin haberse impuesto como feliz superación de lo abigarrado se produjo, según Derrida13, “una guerra y un rechazo de todo aquello que se resistía a la linealización. Y, ante todo, de lo que Leroi-Gourhan llama ‘mitograma’, escritura que deletrea sus símbolos en la pluridimensionalidad: en ella el sentido no está sometido a la sucesividad, al orden del tiempo lógico o a la temporalidad irreversible del sonido”. El imperio de la linealidad de la palabra, por lo tanto, “no es la pérdida o la ausencia sino la represión del pensamiento simbólico pluridimensional”14. Barthes, a su vez, señala15: “Los eruditos de hoy consideran siempre la escritura a partir del lenguaje y para ellos el lenguaje es el lenguaje oral, hablado: la escritura entonces no es más que la sierva (tardía) de la palabra”. Desde este punto de vista clasifican las escrituras según tres articulaciones:
“Escritura de frase”, los pictogramas, donde los signos enunciarían una unidad de discurso.
“Escrituras de palabras”, los ideogramas sumerios, egipcios, chinos; aquí los signos asumirían unidades significantes del lenguaje.
“Escritura de los sonidos”, alfabética.
El riesgo de estas clasificaciones, según Barthes, es que “se termina por consolidar el mito cientificista de una escritura lineal, puramente informativa, como si fuese un incontestable progreso aplanar el signo escrito (voluminoso en el pictograma y en el ideograma) hasta convertirlo en un mero elemento estocástico”.
Ejemplo en contrario es la escritura china, que sin representar la palabra hablada de comienzo fue estética, ritual (dirigida a los dioses) y sólo posteriormente funcional (dedicada a comunicar, registrar). A propósito de ello, J. Gernet afirma16: “Esta escritura, en mayor o menor medida, recurrió a los préstamos fonéticos, al ser empleados ciertos signos por su sonido, independientemente de su sentido original. Pero este empleo fonético de los signos nunca pudo ser tan amplio como para alterar en su fundamento la escritura china y llevarla por el camino de la notación fonética”. Debido a ello, “nunca pudo ser sentida como un calco más o menos fiel del habla, y es por esa razón que el signo gráfico, símbolo de una realidad única y singular como él mismo, conservó gran parte de su prestigio primitivo”. Comparemos esta aseveración con la siguiente estima de Freud17: “Por ‘lenguaje’ no se debe entender aquí la mera expresión de pensamientos en palabras, sino también el lenguaje de los gestos y cualquier otro modo de expresar una actividad anímica, por ejemplo la escritura... Si reparamos en que los medios figurativos del sueño son principalmente imágenes visuales, y no palabras, nos parecerá mucho más adecuado comparar al sueño con un sistema de escritura que con una lengua. De hecho, la interpretación de un sueño es en un todo análoga al desciframiento de una escritura figural antigua, como los jeroglíficos egipcios. Aquí como allí hay elementos que no están destinados a la interpretación, o consecuentemente a la lectura, sino sólo a asegurar, como unos determinativos, que otros elementos se entiendan. La multivocidad de diversos elementos del sueño halla su correspondiente en aquellos antiguos sistemas de escritura, lo mismo que la omisión de diversas relaciones que tanto en uno como en otro caso tienen que completarse a partir del contexto”
Valgan estas apretadas precisiones para advertir el modo en que podemos seguir la estratificación freudiana, que venimos examinando, de inscripción rítmica de movimientos libidinales / representaciones inconscientes multívocas, que a la manera del ombligo de un sueño se sustraen a la interpretación pero de ellos surge el deseo como el hongo de su micelio18, “pluridimensionales” al decir de Leroi-Gourhan / organización preconsciente según la linealidad del discurso en palabras.
Tengamos en cuenta que la estratificación psíquica entendida como transcripciones de escrituras disímiles que van de lo no alfabético al dominio de la palabra es una antigua preocupación de Freud, ya expresada en la carta a Fliess conocida como 52 pero que es la número 112 del epistolario completo, fechada un 6 de diciembre de 1896, donde entre otras cosas dice19: “Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por superposición de capas porque de tiempo en tiempo el material existente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevas concerniencias, una inscripción... Yo no sé cuántas de estas escritura existen. Por lo menos tres, probablemente más”. Lo ya explicitado por nuestro desarrollo está claramente dicho en estar carta: Freud ubica en primer término la percepción, “W” –en el Proyecto, redactado un año antes, se había referido a las neuronas ? mediante un juego de escritura, dado que ? alude formalmente a “W” (por Wahrnehmung, “percepción”)-; luego están los “signos de percepción” como primera escritura; la segunda escritura es de huellas inconscientes, quizá “recuerdos de conceptos”, especula Freud; la tercera inscripción, ligada a la palabra, corresponde al yo.
¿Qué pueden ser esos “signos de percepción”, que luego no vuelven a aparecer mencionados por Freud en la estratificación psíquica? De ellos tan sólo dice que serían inscripciones que proceden por simultaneidad. Sabemos que tienden un puente entre los recuerdos-conceptos y la percepción. En tanto relativos a la percepción, debieran contener la cifra de una cualidad, según la manera que ya en esa época la entiende en el apartado “El problema de la cualidad” del Proyecto de psicología20 . A Freud se le presenta aquí el problema que examinamos, porque en medio de su sistema, concebido según el principio cuantitativo, debe explicar la cualidad. Hemos visto que cuando trata de entender el placer según magnitudes de carga y descarga concluye que por ahí no va la cosa y mejor pensar en ritmos; el mayor antecedente de esta encrucijada es el dilema del Proyecto: Freud especula con la existencia de dos tipos de neuronas:
1. Las ?, “pasaderas” pues su misión es servir de filtro a los estímulos externos y hacerlos ingresar al sistema sin retener nada de ellos.
2. Las neuronas impasaderas, ?, que por ofrecer resistencia a la corriente de excitación se constituyen en depositarias de la memoria y de todo tipo de información sobre los procesos psíquicos.
Debido a las “barreras de contacto”, estas neuronas tendrían a su disposición distintos grados de facilitación para el pasaje de cantidad, posibilitando o dificultando con ello distintos circuitos excitatorios hasta que fuera alcanzada la descarga y con ello la nivelación del sistema. Hasta aquí todo bien, pero ¿qué decir del placer, de la cualidad? Llevado por la relación entre cualidad y percepción, se pregunta si podría ser un asunto de las neuronas ? pero no, esas neuronas son sólo un filtro que posibilita el paso de la excitación de modo aceptable para el sistema; en tanto los recuerdos, patrimonio de las neuronas ?, carecen de cualidad, del mismo y contrario modo que lo perceptual-cualitativo, carece en sí de memoria; por lo tanto tampoco es cosa de ?. Y así como luego despachará el problema del placer hacia el ritmo, aquí postula un tercer sistema de neuronas: “Hasta aquí –escribe Freud- no hemos tenido en cuenta que toda teoría psicológica, además de sus logros en el orden de la ciencia natural, debe llenar un gran requisito. Debe explicarnos aquello de lo cual tenemos noticia, de la manera más enigmática, por nuestra ‘conciencia’, y como esta conciencia nada sabe de los supuestos que llevamos hechos –cantidades y neuronas-, explicarnos también este no saber... La conciencia nos da lo que se llama cualidades, sensaciones que son algo otro {anders sind} dentro de una gran diversidad, y cuya alteridad {Anders} es distinguida según nexos con el mundo exterior”. Pero estas cualidades no se generan en el mundo exterior, advierte Freud. Entonces se le ocurre la existencia de un tercer sistema:
3. Neuronas de percepción, designadas con la letra ?, que activadas por las cantidades sean capaces de producir cualidades, sensaciones concientes. Estas neuronas tendrían la facultad de ser sensibles a los períodos de las corrientes de excitación, períodos que son factores diferenciales: “Todo apunta a los órganos de los sentidos, cuyas cualidades deben de estar constituidas justamente por períodos diferentes de movimiento neuronal”.
Se entiende, como afirma Freud cada vez que se ocupa de lo inherente a la percepción, que no haya huella capaz de ocupar la percepción misma, por la mutua exclusión de percepción y recuerdo; pero ello no impide, al contrario, que quede una inscripción en el límite con ?, tal como lo expresa en la carta: los “signos de percepción” que dejan la marca del período están entre percepción –neuronas ?- y memoria –sistema ?, inscripción inconsciente-. Tenemos aquí el fundamento metapsicológico para mentar la inscripción del factor de otredad productor de ritmo. Parafraseando la ya citada apreciación de Saussure, cuando coloca el acento no en el significante sino en la potencia abierta entre ellos, esta inscripción no es un representante inconsciente sino su condición de posibilidad. Por ser activación de lo que difiere y se sustrae carece de cuerpo, pero es el sino del cuerpo erógeno.
En la carta a Fliess que hemos trabajado Freud agrega, visionario: “Si pudiera indicar exhaustivamente los caracteres psicológicos de la percepción y de las tres escrituras, con ello describiría una psicología nueva”. Esto está en la línea de Derrida, cuando afirma que la escritura lineal es represiva con la mitográfica, pues ¿qué es un mito sino un infierno de alteridades?. A Freud se le impone como un hecho de estructura en el sujeto: “En la frontera de dos de estas épocas es preciso que se produzca la traducción del material psíquico... Cada rescritura posterior inhibe a la anterior y desvía de ella el proceso excitatorio... Subsiste así un anacronismo, en cierta provincia rigen todavía unos ‘fueros’; aparecen relictos”. Conste que no habla un investigador de la historia de la escritura sino quien con genio se atreve a las neurosis; no obstante, al encontrar especulaciones como las precedentes acerca de la escritura, a uno le vienen ganas de releer a Freud.
Y hasta con irreverencia supongo que el propio Freud, al devanarse con la exigencia de que el placer fuese efecto de una descarga, podría haberle prestado atención a una estima de esta carta: “El ataque histérico no es una descarga sino una acción y conserva el carácter originario de toda acción: ser un medio para la reproducción de placer”. Aunque no, ¿por qué? ¿Acaso Freud debía decir las cosas con arreglo a un punto de vista que es su a-posteriori? A esa posterioridad pertenece este desarrollo, y en esto es preciso reconocerlo como genio impulsor de un pensamiento que se toma la libertad de pensarlo.
Vuelvo, al momento de concluir, sobre los conceptos Freud para disponerlos según el contexto de este desarrollo: toda acción, todo acto enervado por una fuerza pulsionanate, es el re-tornar iterativo de un placer que juega, repiquetea su ritmo en la pura alteridad.
1: Tomo VII de las Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1978.
2: Tomo XIV, p. 74 de las Obras completas. Ibíd. 1979.
3: Las cursivas son de Freud.
4: Un amigo supo captar esta paradoja al momento de separarse de la mujer con la que vivía. “Lo nuestro no puede ser, debemos separarnos –le dijo-. No tenemos nada en común, vos sos mujer, yo soy hombre”.
5: Jacques Derrida emplea esta cita para trabajar su noción de “diferencia” en De la gramatología, p. 69. Siglo veintiuno, México, 1998.
6: Tomo V, Ibíd. 1979. El destacado es de Freud.
7: Platón. Diálogos, VI. Gredos, Madrid, 1997.
8: Emecé, Buenos Aires, 1993.
9: Capítulo 82. Sudamericana, Buenos Aires, 1974. P. 458. Las cursivas son del autor.
10: En Heráclito, pp. 74 y 75. El libro es un diálogo entre Martín Heidegger y Eugen Fink sobre el filósofo griego. Ariel Filosofía, Barcelona, 1986.
11: Fragmentos póstumos, 9(91) y 25(355). Norma, Bogotá, 1997.
12: “La gramática de la creación”, en El futuro de la pintura, p. 22. Paidós Estética, Barcelona, 1987.
13: De la gramatología, p. 113. Siglo veintiuno, México, 1998.
14: Nuevamente Leroi-Gourhan en versión Derrida. P. 114, Ibíd.
15: “Variaciones sobre la escritura”, en Ricardo Campa: La escritura y la etimología del mundo. Sudamericana, Buenos Aires, 1989. El destacado es del autor.
16: La Chine, Aspects et fonctions psychologiques de l’écriture, citado en De la gramatología, p. 122. Ibíd.
17: “El interés del psicoanálisis para las ciencias no psicológicas”, en El interés por el psicoanálisis. Tomo XIII de las Obras completas. Ibíd. 1980.
18: Según la clásica cita del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños.
19: Sigmund Freud. Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904). Amorrortu, Buenos Aires, 1994. Las cursivas son de Freud.
20: Tomo I de las Obras completas. Ibíd. 1982. Las cursivas son de Freud.