Federico Fellini

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Federico Fellini

-No sé cómo empezar, querido Federico. Lo haré con una disculpa... sucede que voy poco al cine.
-Yo nunca voy al cine.
-Está bien, mejor dejemos a un lado la mentira.
-Soy un mentiroso, pero sincero.
-Entiendo, usted alcanza la sinceridad mediante la mentira. En cambio en mí, que me pretendo sincero, es la sinceridad lo que miente. Ya que estamos con esto, ¿qué le parece el cine-verdad?
-¿El “cinemá-verité”? Estoy más bien a favor del cine-mentira. La mentira es siempre más interesante que la verdad. Es el alma de todo espectáculo y a mí me gusta el espectáculo. La ficción puede conducirnos a una verdad más aguda que la realidad cotidiana y aparente. No es necesario que las cosas que se muestren sean auténticas. Generalmente es mejor que no lo sean. Lo que tiene que ser auténtico es la emoción que se experimenta viéndolas y expresándolas. Por eso nunca comprendo bien cuando se habla de “mi necesidad de deformar la realidad”. Es algo así como un lugar común que me endilgan y que con frecuencia induce a los demás a preguntarme con admiración y estupor pero también con un aire de afectuoso reproche: “¿Dónde encuentra usted todos esos personajes?”. Pregunta sin respuesta, porque a los personajes yo no los busco ni los encuentro. Los veo y eso es todo. Creo que basta con mirar a nuestro alrededor o en el espejo para advertir que estamos rodeados de rostros cómicos, horrorosos, deformes, siniestros, atónitos. Nuestros rostros, los rostros de la vida. No quiero demostrar nada, quiero mostrar.
-Precisamente por eso, ante lo que usted muestra siento un raro temor a la exhuberancia. No me refiero a las opulentas mujeres a las que es tan proclive sino a que en sus películas todo es elocuente, no sólo la gente, también las cosas. Puede ser el primer plano de un rostro o una bicicleta contra la pared, una mano que toma el teléfono o el teléfono mismo, una torre o un número, cada cosa es sugerente. No le preguntaré cómo lo hace, ya dijo que es una pregunta improcedente, mi inquietud es otra: ¿Pueden los objetos ser para usted sólo objetos, alguna vez?
-Cuando los otros días tuve la sensación de morirme, los objetos ya no eran antropomórficos. El teléfono, que siempre parece una inmensa araña gorda y rara, o un guante de boxeo, era sólo un teléfono. Pero no, ni siquiera es así, no era nada; es difícil decirlo: no sabía qué era porque incluso los conceptos de volumen, color y perspectiva son un modo de entenderse con la realidad, una serie de símbolos para definirla, un mapa, un abecedario oficial utilizable por todos, y era precisamente esta relación intelectual con las cosas lo que de golpe me faltaba. Las cosas eran ellas mismas, sumidas en una gran paz luminosa y aterrorizadora. En momentos como esos las cosas no te pesan; no empapas todo con tu persona como si fueras una ameba. Pero inesperadamente, el haber sido separado el recuerdo de la mediación conceptual te hunde en un abismo de angustia insoportable; de golpe, lo que en un momento antes era el éxtasis, ahora es el infierno. Formas monstruosas sin sentido ni fin. Esa nube asquerosa, ese atroz cielo azul, esa trama que respira obscenamente, esa banqueta que no sabes lo que es, te estrangulan en un horror sin fin.
-Los rostros de la vida también pueden serlo de la muerte. Usted mira las cosas sin empaparlas como una ameba y entonces ellas lo empapan de horror. Eso debe incitarlo a recomenzar. ¿Puede que sea el acicate para el inicio de una obra?
-Ciertamente soy incapaz de alegrarme durante mucho tiempo por la finalización de una película. En cuanto empiezo, ya deseo terminarla. Todo es demasiado pesado y angustiante. Pero una vez que la termino, no encuentro descanso. Tengo que empezar algo nuevo, el vacío me da la sensación de ser totalmente inútil...
-Es la inutilidad que la “mayoría silenciosa”, sujeta a la neurosis, padece sin saber.
-El escritor Georges Simenon me confió que Chaplin le dijo cierta vez: “Ni usted ni yo somos neuróticos pues, cuando nuestras angustias son demasiado grandes, usted escribe un libro y yo hago una película...”
-Evidentemente, hay modos y modos de tramitar la angustia -que puede ser movilizante-, el impulso hacia la obra, o en la procura de silenciarla se paga con la neurosis ¿Cómo le sucede a usted? ¿Qué aparece luego de experimentar ese vacío?
-Una criatura cambiante, mutante. Cuando aparece por primera vez es una nebulosa vaga e indefinida. El contacto con ella tiene lugar en la imaginación: es un contacto nocturno.
-Ya no es el horror que le invade o estrangula.
-Puede ser y es un contacto amistoso. En ese instante la película posee todo requisito, parece que es todo, y sin embargo no es nada. Al comienzo, una película, ¿qué es? Una sospecha, una hipótesis narrativa, sombras de ideas, sentimientos difuminados. Pero en su primer e impalpable contacto parece ser ya ella misma, completa, vital, purísima.
-Como el personaje de Claudia Cardinale en su 8 y ½. Pero ella es la única que no se integra a la ronda final de todos los personajes. Esa pureza imaginaria da paso a algo distinto.
-En esto se basa la segunda fase: aquella imagen purísima da pie a una historia inconcreta. Y llega el contrato: entran en juego los abogados, los apretones de mano. Se bebe Coca-Cola, se brinda con champaña... Llegan los norteamericanos, se alojan en el Gran Hotel. Hay que ir allí a hablar con ellos. Se pasean por la habitación en calzoncillos, fláccidos, desentonados, interesados: mientras discuten contigo, hablan con Tokio. Se sigue bebiendo y brindando. La película revela un aspecto cada vez más feo, desagradable. Te hace ganar dinero, y esto de algún modo consuela. Detrás del contrato firmado hay un cheque: estupendo.
-Donde cualquiera moriría de angustia, por tener un contrato firmado sin siquiera tener el guión, usted nada como pez en el agua. Supongo que a partir de allí da forma a la historia que habrá de filmar.
-Llega la tercera fase: el guión. Es el momento en que la película se acerca y se aleja. El guión sondea lo que será o podrá ser. En esta fase, la película está prendida con alfileres y se escapa. De algún modo hay que sujetarla.
-¿Y cómo procede?
-Muchas veces alargo a propósito la parte literaria, otras dejo en blanco páginas y páginas. Las palabras hacen surgir otras imágenes, desvían el fin que persigue la imaginación cinematográfica. Hay que saber detenerse a tiempo. Pero, una vez concluido el guión, la película entra en una especie de sala de espera, en un limbo. Para mí es la fase más divertida: aquélla en que se abre a todas las posibilidades, se enfrenta a todas las incógnitas. Podría haber escrito en el guión que una sonrisa tenía que ser “cortante”: descartando esto o aquello, descubro que aquella sonrisa, en vez de cortante será “floja”. He encontrado una sonrisa “floja” que herirá mucho más en las imágenes que cualquier sonrisa sencillamente “cortante”
-¿Está advertido de esa operación, al momento de realizarla?
-Yo creo que el creador, en general, no puede tener conciencia de la operación de sutura que realiza entre el inconsciente y la conciencia; a lo sumo puede tener conciencia del modo en que intenta la conciliación. Por lo que a mí se refiere, raramente me sucede ser asistido por la suficiente lucidez acerca de los mecanismos que funcionan en este delicadísimo y ambiguo paso. Como el sueño. El sueño es también una expresión de nuestra enfermedad; también, como la enfermedad, es la búsqueda de la salud. Una película, para mí, es realmente algo muy próximo a un sueño amigo que no he buscado, ambiguo pero ansioso por revelarse, vergonzoso cuando se explica, fascinante mientras conserva su misterio.
-Y en esta sutura entre el inconsciente y la conciencia tiene que producirse algo decisivo relativo al tiempo. Porque el sueño, tocado por lo inconsciente, permanece suspendido como algo atemporal, sustraído al tiempo cronológico, en tanto la conciencia vive en el presente.
-Esto es lo maravilloso de nuestro trabajo: en cuanto uno se ha volcado a él con la espontaneidad y la inevitabilidad de un ser impulsivo como un fenómeno natural, se recupera la antigua salud; el rostro cambia, también la mirada, el cabello vuelve a crecer (en mi caso, sin embargo, esto lamentablemente no sucede). En resumen, uno sigue siendo joven o, más bien tiene siempre la misma edad, la única posible. Durante el trabajo, uno se libera de golpe de todo tipo de responsabilidad en la vida social. Ya no se necesita demostrar amistad, amor, no se necesita darle dinero al Estado, ni ir a la peluquería, ni comprarse zapatos. El trabajo, ¡qué coartada! Pero cuando se concluye el trabajo, todo se abalanza nuevamente sobre uno y entonces uno desea caer muy rápidamente de nuevo en ese estado de irresponsabilidad social para asumir la única responsabilidad verdadera del hombre creativo, a saber, la que tenemos frente a nuestros seres fantásticos.
-Nunca lo había escuchado de esa manera: la responsabilidad ante los seres fantásticos. Me atrevo a decir que en el sentido más estricto no hay otra. Usted habla de irresponsabilidad social, eso suena irreverente para con lo establecido. ¿Diría de sí mismo que es un trasgresor?
No tengo temperamento revolucionario. Me es ajena por completo la rebelión estruendosa que no toma en cuenta la tranquilidad de los demás. Necesito orden porque soy un trasgresor, más aún, reconozco que soy un trasgresor y para ejercer la trasgresión necesito un orden muy rígido, con mucho tabú, contravenciones a cada paso, moralismo, procesiones, desfiles y coros alpinos. Y después, ser premiado por las autoridades constituidas, por el alcalde o el cardenal, como un trasgresor que se lució.
-Ya me avisó, al comienzo, que es un mentiroso sincero; me doy cuenta que dice una verdad tramposa. Eso del alcalde entregándole el premio al trasgresor más lucido resultaría, filmada por usted, una escena desopilante. Y los que se dicen trasgresores jamás suscribirían su punto de vista. Se divierte tanto con las autoridades constituidas como con los llamados trasgresores.
-Lao Tse decía: “En el momento que fabriques un pensamiento, ríete de él”.
-Nos habíamos quedado en la tercera fase del proceso de filmación. ¿Qué sucede luego?
-El encuentro con el frío plan de rodaje. En las oficinas tiene lugar el rito propiciatorio más auténtico en torno a ese algo que era una dispersa e indefinida nebulosa, y que ahora empieza a tomar una visible, evidente fisonomía. Todo está programado, decidido con una enervante antelación, una anticipación que dispersa la fantasía. Cuando la desconfianza es total, la casualidad quiere que diga “acción” el primer día de rodaje. No se sabe qué está sucediendo, pero después de algunas semanas el asunto muestra su aspecto agradecido. En un momento dado te das cuenta que la película ha empezado a dirigirte a ti, y que su álgebra vuelve a coincidir con la tuya: también ella aspira a inventarse paso a paso. Después la película se termina, unos días antes de que concluyan las últimas tomas te das cuenta de que no te importa nada esa barraca de maravillas que es el set. Quisiera marcharme, evitarla, no tener que enfrentarme a ella. El magma del que quería sustraerla se ha decantado, y mi interés va disminuyendo rápidamente.
Una especie de cordón umbilical nos mantiene unidos: a mí me corresponde cortarlo. Al final la abandono fastidiado.
-Le propongo, para finalizar y antes de que llegue el fastidio, un ejercicio: le doy algunos nombres o referencias y usted dice que le sugieren. Para comenzar, la ciudad, su ciudad: Roma.
-¿Qué es Roma?. Lo único que puedo hacer es tratar de decir lo primero que pienso cuando oigo la palabra “Roma”. Me lo he preguntado muchas veces. Y más o menos lo sé. Pienso en una gran cara rojiza que se parece a Sordi, a Fabrizi, a la Magnani. Una expresión que las exigencias gastrosexuales han convertido en pesada y pensativa. Pienso en un lugar oscuro y cenagoso: en un cielo amplio, desmantelado, de telón de ópera, con colores violetas, resplandores amarillos, negros, plateados; colores fúnebres. Confortante, porque Roma te permite todo tipo de especulaciones en sentido vertical. Porque Roma es una madre, y es la madre ideal porque es indiferente. Es una madre que tiene demasiados hijos, y por lo tanto no puede dedicarse a ti, no te pide nada, no espera nada de ti. La madre ideal, la madre que no te obliga a portarte bien. Incluso una frase tan común como: “¿Pero, quién eres tú? ¡No eres nadie!” es confortante. Porque no sólo hay desprecio en ella, sino también una carga liberadora.
-Esa madre que lo sume en un “eres nadie” es también usted mismo cuando abandona la película que acaba de filmar. Una actitud necesaria para la libertad, un desafío a tender sobre la nada el arco del acto creador. Resulta obligado, por lo tanto, preguntarle por el lugar de origen: Rimini.
-¿Qué es Rimini? Es una dimensión de la memoria –una memoria, entre otras cosas, inventada, adulterada, violada- sobre la que he especulado tanto que ha nacido en mí como una especie de vergüenza.
-La memoria es, por lo tanto, antes invento que fiel reproducción. O, en todo caso, la fidelidad es condición de la inventiva. ¿Qué sería del recuerdo si no hubiese pasado por el tamiz de la fantasía generadora de formas? Una fotografía lavada, algo muy distinto de lo que usted nos ofrece con sus inventados recuerdos de infancia.
-Rimini: una palabra hecha de astas, de soldaditos en fila. No consigo ser objetivo. Rimini es un menjunje confuso, miedoso, tierno, con este gran respiro que es el vacío abierto del mar. Al entregar mis recuerdos al público los borré y ahora ya no sé distinguir aquello que realmente sucedió de aquello que inventé. Y abriéndose paso a empujones entre los personajes de mi adolescencia en Rimini, aparecen los actores o los otros personajes que los interpretaron en las reconstrucciones escenográficas de mis películas. Me he inventado todo para luego poder contarlo: una infancia, una personalidad, nostalgias, sueños, recuerdos. Lo que yo soy es lo que tengo ganas de contar. Francamente, contar cosas me parece el único juego que vale la pena jugar. Agoté el álbum de mis recuerdos de entonces. Dame un poco de tiempo e inventaré nuevos.
-No me toca a mí esa empresa. Será un nuevo encuentro entre el sueño salido del tiempo y la conciencia. “El tiempo va sobre el sueño, hundido hasta los cabellos, ayer y mañana comen oscuras flores de duelo”, escribió García Lorca. El encuentro de sueño y tiempo me hace pensar en su relación con Nino Rota, en el tiempo musical –de raíces circenses- cruzando sus imágenes oníricas.
-Nino Rota fue el más valioso de todos mis colaboradores, puedo contestar sin necesidad de reflexionar. Entre nosotros hubo enseguida un entendimiento pleno, total, desde el “Sceicco bianco”, primer filme que hicimos juntos. Nuestro entendimiento no tuvo necesidad de “rodaje”. Yo me había decidido a ser el director y Nino era ya la condición para que siguiera siéndolo. No tenía necesidad de ver las imágenes de mis películas. Cuando le preguntaba qué motivos musicales tenía in mente para una u otra secuencia podía advertir con claridad que las imágenes no le interesaban. Y siempre me sorprendía que después de haber puesto en la película tanto sentimiento, tanta emoción, tanta luz, se volviese hacia mí para preguntarme, aludiendo al protagonista: “Pero, ¿y éste, quién es?”. “Es el protagonista”, contestaba yo, agregando él con aire de reproche: “¿Y qué hace? ¡Tú nunca me comentaste nada!”. La nuestra era una amistad basada en los sonidos.
Con Nino podía pasarme días enteros, oyéndolo tocar el piano con el fin de precisar un motivo, de aclarar una frase musical de manera que coincidiese lo más exactamente posible con el sentimiento, la emoción que deseaba expresar en aquella secuencia. Pero fuera de mi trabajo, preferiría no oír la música, me condiciona, me alarma, soy poseído por ella, y entonces me defiendo evitándola, huyendo de ella como un ladrón. La música es cruel, te llena de nostalgia y de añoranza y cuando se termina, no sabes a dónde va, sólo sabes que es inalcanzable y esto te pone triste.
-En su cine es constante la referencia al circo ¿Qué es para usted un clown?
-Ahora tengo que hacer una confesión: yo no sé nada del circo; me siento la última persona del mundo que puede hablar con conocimiento de su historia, sus hechos, sus noticias. Tengo que agregar también que he visto poquísimas funciones de circo, a costa de entristecer con esta confesión –como si los traicionase un poco- a muchísimos amigos que tengo en el mundo del circo y que cada vez que me encuentran me abrazan y me festejan como si fuese uno de ellos, un viejo equilibrista o un ex tragasables. Y por otro lado, ¿por qué no? Aun si no sé nada, lo sé todo del circo, de sus escondrijos, de las luces, de los olores e incluso de los aspectos de su vida más secreta. Lo sé, lo supe siempre. Desde la primera vez que se manifestó súbitamente en mí una traumatizante, total adhesión a aquel estrépito, a aquellas músicas ensordecedoras, a aquellas apariciones inquietantes, a aquellas amenazas mortales. Así, esta ebriedad, esta conmoción, esta exaltación, este inmediato sentirme en mi casa, lo experimenté repentinamente la primera vez que entré en la carpa de un circo; y ni siquiera era la hora del espectáculo con el ruido de la gente que se aglomera y de la música que llena el aire de un fragor ensordecedor; no, era por la mañana temprano, y bajo la carpa dorada que respiraba casi como una gran barriga cálida, acogedora, no había nadie. Se oía un gran silencio, encantado; a lo lejos, la voz de una mujer que cantaba sacudiendo la ropa, y, aislado, el relincho de un caballo que llegaba de alguna parte. Y aquella misma tarde cuando, sobre las rodillas de mi padre, entre las luces cegadoras, el clamor de las trompetas, los rugidos, los gritos, el huracán susurrante de los aplausos, vi el espectáculo, me sentí iluminado, como si de repente hubiera reconocido algo que me pertenecía desde siempre y que era también mi futuro, mi trabajo y mi vida. Los extraños clowns, grotescos, en pantuflas, harapientos, en su total irracionalidad, en su violencia, en sus caprichos enormes, se me aparecieron, como los embajadores borrachos y delirantes de una vocación sin tregua, una anticipación o una profecía: “La anunciación de Federico”.
Pues bien, el clown encarna las características de la criatura fantástica, que expresa el aspecto irracional humano, la componente del instinto, esa porción rebelde y contestataria contra el orden superior que existe en todos nosotros. El clown es un espejo en el que el hombre se ve proyectado en una imagen grotesca, deforme, cómica. Es su sombra misma. Lo será siempre. Es como si nos preguntáramos: “¿Está muerta la sombra? ¿Muere la sombra?
-Usted lo dice: la adhesión fue traumatizante. Es la adhesión a un trauma comandado por embajadores borrachos, los clowns, que una y otra vez lo incitan a crear. De ese modo desembocó en la pregunta por la sombra, que puede ser deforme, cómica, grotesca.
-La verdad es que no sé hacer preguntas. Y, si acierto con una pregunta, no me interesa la respuesta.
-Lo pongo a prueba, Federico: trate de responder la pregunta. Importa porque ha comenzado con la visión de los objetos desde su propia muerte, dibujó con sus ocurrencias una parábola sobre el vacío y desembocó en el enigma de la muerte de la sombra.
-Para que muera la sombra, el sol tiene que estar justo en picada sobre la cabeza: así la sombra desaparece. Ocurre esto: el hombre completamente iluminado ha hecho desaparecer sus aspectos caricaturescos, grotescos, deformes. Frente a una criatura tan realizada, el clown –entendido en su aspecto deforme- no tendría razón de existir. El clown, claro está, no habría desaparecido: únicamente habría sido asimilado. En otras palabras, lo irracional, lo infantil, lo instintivo no sería mirado con un ojo deformante, que los hace deformes.
-¿No le interesaba responder? Lo hizo a la manera del Zaratustra de Nietzsche, cuando se refiere a lucidez del “hombre de mediodía”.
-Soy un mentiroso, pero sincero.
1: La ficción de este diálogo fue construida con fragmentos de los siguientes textos: Federico Fellini: Hacer una película. Perfil, Buenos Aires, 1998. Fellini por Fellini. Fundamentos, Madrid, 1984. Giovanni Grazinni: Algún día haré una bella historia de amor. (Conversaciones con Federico Fellini). Gedisa, Barcelona, 1985. Federico Fellini y Georges Simenon: Queridísimo Simenon. Mi querido Fellini. Perfil, Buenos Aires, 1998.

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