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Me dirigía apurado hacia mi casa en el auto para llegar a tiempo a una sesión. Al voltear la esquina, mientras enfilaba hacia el portón del garaje vi a un hombre de edad incierta y ostensible joroba aposentado en el escalón de la puerta de entrada a mi consultorio. Me asaltó la molesta ocurrencia de que cuando abriese el portón pudiera meterse en mi casa, molesta porque recordé un asalto sufrido tiempo atrás y también por mi mezquino sentimiento de propiedad.
Sin ir a algún lado, ese hombre ocupaba el ningún lado del pequeño escalón. Ni siquiera parecía cansado, tal vez sufriera el agobio del sofocante día de enero. Al bajar del auto lo saludé con un monosílabo y él respondió, devolviendo el saludo al paso de mi inquieta mirada. Entré el auto y al cerrar el portón quise -a pesar de disgustarme las limosnas- darle una moneda. El hombre no era un pordiosero, no pedía por Dios una dádiva y si no mendigaba ¿por qué no ofrecerle algo? Me acerqué y le tendí, míseramente amonedada, mi mano.
-Tome señor -dije escuetamente.
-Gracias caballero, pero no -respondió con tranquilidad.
¿Caballero? Comprendí que el hombre se negaba a la moneda pero agradecía mi mano tendida.
-Acéptela -le pedí casi en un ruego, sintiéndome ridículo.
Rescatándome, él lo convirtió en juego:
-Mire... -indicó con un dejo divertido-. Estaba contando la plata.
Me mostró una bolsita en la que habría algunas monedas.
-Ahora, señor, tendrá una más.
El hombre aceptó.
Llegó el paciente y durante la sesión me retornó una y otra vez la imagen de aquel hombre. Terminada esa consulta quise ir a ver si aún estaba en la puerta, tal vez querría saciar la sed, le ofrecería algo. Salí y lo vi, sentado enfrente. Estaba cruzando la calle cuando fue él quien habló:
-Venga, lo convido con un trago, hace calor -dijo mientras extendía hacia mí una ajada botella de plástico-. Tiene sabor a frutilla.
-Yo quería ofrecerle algo de beber...
-Gracias, pero ya ve, tengo. Tome -insistió.
Me acerqué, su olor a transpiración era muy fuerte.
-¿Sabe por qué estoy aquí? -dijo iniciando un monólogo-. Soy jubilado, señor, estoy tratando de cobrar la mensualidad en el banco, el de acá a la vuelta, pero me lo impiden por no sé qué papeles que me faltan... Hace treinta años me jubilé del diario La Prensa, soy del tiempo de Jaime Potenze, ¿lo conoce?, cuando el bicho de Grondona hacía sus primeras armas con los hombres de armas... El tiempo pasa, señor, la vida también pasa, es una lástima.
Siguió hablando, contándome pormenores que le creí a medias, qué importaba. Al rato volví a mi casa y atendí otra consulta. Pero él debía tener hambre. Volví a la calle resuelto a darle algo de comer. El hombre de ningún lado me dijo que había desayunado a las siete de la mañana y no probaría bocado hasta las dos de la madrugada, por el calor que lo ponía mal. Insistí en que se llevara un sandwich para comerlo en ese momento pero tampoco quiso, ya vería a esa hora qué hacer. ¿Para qué anticiparse?
-Eso sí -agregó-. Mañana debo continuar el trámite en el banco y a eso de las tres de la tarde estaré aquí, sentado. ¿Por qué no viene y seguimos charlando?
Le contesté que tal vez.
Al día siguiente falté a la cita debido a mis compromisos y se me ocurrió que el hombre tampoco habría ido. Alguien que de tal modo vive el día a día no puede resignarse a los horarios ni llevar, como yo lo hago, una agenda. Su convite tuvo algo del suspenso que nos obliga a percibir lo impredecible, donde las buenas intenciones sobran.
Hubiese querido también yo quedarme a la entrada de mi consultorio, suspendiendo el tiempo de las diatribas, lamentos, enojos e infrecuentes hallazgos de mis pacientes y de mí mismo pero la vida, que no espera, pasa. Hubiese querido, dije para mí, y sentí la extraña, inquieta cobardía de no estar a la altura de un hombre de ningún lado.