<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> Jazz - Carlos D. Pérez

Jazz

Se dice que alguna vez le preguntaron a Ellington, el Duke, qué es el swing, a lo que habría respondido, más o menos, lo siguiente: es como si uno debe tomar un tren y entra al andén cuando está comenzando la marcha. Uno corre, y al aproximarse al último vagón da un salto para subirse a la escalerilla. Ese salto, el momento en que ya no se pisa el suelo y aún no se llegó al peldaño, ese estar en el aire contrariando la ley de gravedad, ese elevarse sin garantías para alcanzar el movimiento rítmico de la formación, eso es el swing.
No más palabras para decir el alma del jazz –porque It Don’t Mean A Thing If Ain’t Got That Swing-, para lo que carece de explicación a menos que se sea el Duke para expresarlo del mejor modo. A uno lo sorprende en elevación y entonces lo sabe, o no y entonces mejor escuchar otra cosa o ninguna. Porque a pesar de que se lo anote en pentagramas el jazz es música sin retorno. Se cuenta que en una sesión de grabación, quien estaba a cargo del saxo le pidió a Thelonius Monk volver sobre el tema para repetir su solo, en el convencimiento de poder mejorarlo, a lo que Monk respondió, lacónico, que ya era tarde, debió intentarlo antes (y si lo hubiesen hecho sería lo mismo, lo recursivo del jazz se expande en alteridad consigo mismo).
Hay una fotografía, tomada por Herman Leonard en 1948, que supo captar el inefable momento de arrojo: en primer plano y de espaldas a la cámara, con un destello bajo su garganta, Ella Fitzgerald está en medio de un tema, destacado por el encuadre de la audiencia, Ellington sonríe pleno de gozo, detrás, apenas dibujada su elocuente admiración, Benny Goodman, al fondo nosotros, los amantes del jazz, en la bruma del local. Las miradas, fijas en Ella, festejan lo que se enciende y se disgrega, como todo lo consistente que importa.

Ella Fitzgerald

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