Fue en 1978. El psicoanalista que más atraía mi atención era Serge Leclaire, en él había encontrado una rigurosa lectura de la enseñanza de su maestro, Lacan, en lo atinente a las nociones de letra, significante y producción inconsciente, también una lúcida, original manera de poner a trabajar los conceptos fundamentales de Freud, principalmente en el famoso caso del hombre de los lobos, con desarrollos que culminaron en su libro Psicoanalizar. No sólo eso, la prosa de Leclaire estaba asistida de un vuelo pocas veces encontrado en las pesadas –no pensadas, pesadas- formulaciones de muchos colegas. Recuerdo haberme dicho que si él se animaba –con su talento, claro está- en soltarse a escribir, también yo estaba autorizado, su enseñanza me resultó habilitante.
Con juvenil descaro me animé a dirigirle alguna que otra carta y respondió con amabilidad. En un momento recibí correspondencia suya en la que me decía de un próximo viaje a Buenos Aires, invitado por la Asociación Psicoanalítica Argentina, y me proponía encontrarnos. La emoción fue grande, pero no me animaba a aceptar el convite, una cosa era leerlo en sus libros, otra avanzar con el intercambio epistolar y otra, muy diferente, el encuentro personal. Hasta que se me ocurrió algo que le pareció bien: la charla tendría destino de publicación y al amparo de ese contexto acepté, mi aceptación tardó más que la suya.
Quedamos en que lo pase a buscar un medio día, al finalizar uno de sus seminarios, para almorzar en mi casa. Recuerdo la extraña sensación que tuve, mezcla de bochorno y angustia, cuando luego de saludarnos dijo algo –sólo hablaba francés-, y yo respondí tratando de rescatar del olvido el precario francés del colegio secundario, sin encontrar en él un atisbo de entendimiento, tan solo me miraba esbozando una leve sonrisa, hasta que me di cuenta de que le estaba hablando ¡en portugués! mientras los que nos rodeaban quizás festejaban con sorna del peor modo, en silencio, el equívoco del pibe embarullado. Comencé a rogar, si no a Dios al menos a Freud para que Martha, mi mujer, llegase cuanto antes, ella se arreglaría con el francés, en el doble sentido del término, y así fue. Una vez en casa, con la mediación del Suter etiqueta marrón –por aquel entonces era “el” vino blanco-, mariscos y alguna cosa más que saboreaba con fruición, el clima se distendió. Habitualmente parco –lo venía escuchando en los seminarios-, Serge fue deslizando la parquedad en locuacidad mientras fumaba Parisiennes (no siempre se puede ser sutil), y como el superyó es soluble en alcohol también yo me solté. Lo pasamos bárbaro.
La entrevista saldría publicada en una revista de nuestro medio, pero surgieron embates celotípicos de quienes compartían conmigo el consejo de redacción, que no viene al caso refrescar ahora. Contrariado por lo que estaba sucediendo, aproveché que debía enviarle a Leclaire el texto de la entrevista y las fotografías tomadas durante el encuentro y le solicité autorización para que el material fuese incluido en “Letra Freudiana”, una discreta publicación que yo dirigía. Poco después recibí una carta suya. Revolviendo viejos papeles acabo de encontrarla y redacté lo que antecede para darme un gusto. En esa carta, cuyo facsímil reproduzco, se lee lo siguiente (la traducción no es mía, mi francés sigue siendo el del secundario):
29 de enero de 1979
Querido amigo
Yo le agradezco mucho su envío: las fotos son de lejos las mejores que yo he tenido de Buenos Aires, y a mi esposa le gustaron mucho.
En cuanto a la entrevista de la que me trasmite la copia, es sin titubear que yo le autorizo a publicarla en “Letra Freudiana” tomando como única consideración que es debido a nuestra relación que esta entrevista tuvo lugar. Lo que me causó el mayor placer, pues este encuentro ha sido el más satisfactorio de mi última estadía en Buenos Aires. Téngame al corriente.
Yo le deseo buenas vacaciones (imaginando que es la época para usted) y le dirijo a usted, y también a su encantadora compañera mi mejor y amistoso recuerdo.
S Leclaire
Por las vueltas de la vida, terminé renunciando a la revista con la que tenía problemas, y presionado por el director, que argumentó un acuerdo precio logrado por mí –perdón, no era asunto de dinero, el teclado acaba de cometer un fallido, debí escribir previo- Leclaire cedió a una avara, tal vez francesa formalidad y disculpándose me pidió que la entrevista fuese publicada en ese medio, se trataba de Imago. No tuve más contacto con él. Sin embargo digo, como en el título de un excelente tema musical, gracias por la memoria.