%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%>
Estábamos en una de las reuniones de nuestro club de analistas. Habíamos liquidado unas pizzas arrolladas y el vino corría generosamente, es decir, nos aproximábamos al clima de nuestras peñas del boludeo. Esta vez el tema propuesto era lo relativo a la verdad, deslizada hacia el concepto de poder, a propósito del curso dictado por Foucault en 1984 en el Collège de France, editado como libro con el título El coraje de la verdad. El discurrir derivó hacia la “voluntad de poder”, concepto fundamental en los desarrollos de Nietzsche. ¿Qué otra cosa es el poder sino un querer, porque no se trata de una sustantivación, no de una apropiación de algo sino de un verbo, de una potencia? Poder concierne a querer, y querer es coraje, dije, y al paso de estas cuestiones recordé a Le Pera, uno de los grandes compositores tangueros, y pedí se preste atención a la primera parte de “Cuesta abajo”, a su despojada condición trágica, a su jugarse por el querer.
Así comienza quien por este mundo arrastra una vergüenza por lo sido que despide la dolorosa culpa del ya no ser. Sólo requiere un escueto “ya” para que uno lo sienta, lacónica manera de presentarse que hace a la condición humana. Y continúa:
Esa lágrima que se asoma embozada bajo el ala del sombrero es de enorme sutileza, un ala que no vuela y da fuerza retroactiva al arrastrarse. Lo que antes era el lacónico “ya” se ha convertido, para felicidad poética, en un “yo” que no contiene.
No hay mejor manera de expresar algo tan tremendo como la condición paria que nos coloca ante el cruce de caminos, figura que llega para quedarse, del mismo modo que el sur no era paredón y después hasta que Manzi lo escribió y desde entonces fue. Sófocles supo servirse del cruce de caminos, también Le Pera, advertido de un destino que se empeña en deshacer -para relanzar la reiteración de una vida, agrego-. Y luego, contundente, expresa:
Forma paradójica de presentar lo crucial: el protagonista solicita que “hoy comprendan”, conjugando un presente que, como las menciones anteriores, llega para quedarse, y el valor de querer es el querer como valor. Gardel tiene una enorme virtud y en ella algo se nos suele escapar: la virtud de decir, cantar de modo inigualable estos versos, pero se nos suele escapar la íntima densidad de las palabras. Menos perfecto pero más dramático, Goyeneche nos las hace sentir hasta la médula de los huesos. Las transcribo para que nos lleguen, golpeándonos en su coraje. Sin más, lo sustancial está dicho, porque luego la letra afloja, las siguientes dos estrofas, plañideras, van a contracorriente del coraje mostrándonos a un personaje entregado, triste, vencido, que hubiese querido dejarse llevar por las mentiras de la mujer a cambio de que no lo abandone. Ante aseveraciones como ésas prefiero destacar el impecable inicio y desentenderme del resto.
Es sabida la influencia de Rubén Darío en los compositores tangueros, Cadícamo lo cita en “La novia ausente” y “El día que me quieras” tiene lo suyo; lo que no ha sido señalada es la impronta de Nietzsche –Le Pera no necesitó leerlo, no me consta- en los versos que nos enfrentan a lo que al filósofo que puso del revés la metafísica le ocupó una vida entregada al coraje, el de un querer refractario a la explicación causal: “No debería hablarse de las causas del querer, sino de los estímulos del querer”. He aquí el valor que representa ese coraje, que gracias al arte nos abisma ante la vida. Leo la primera estrofa de “Cuesta abajo” en consonancia con el señalamiento de Nietzsche y las dos últimas –no quise transcribirlas- como un desesperado intento de hallar una explicación causal, lamentablemente típica del tango.
Y nuevamente Nietzsche para concluir: “El arte y nada más que el arte. Él es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor que incita a vivir, el gran estimulante para vivir…”