%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%>
Cada disciplina dispone, además de su objeto de estudio, singulares modalidades en el abordaje de sus incógnitas. En lo relativo al psicoanálisis, Freud destaca desde el inicio la interpretación como su instrumento privilegiado. “La interpretación de los sueños es la via regia de acceso a lo inconsciente” es una de sus frases célebres.
Presente de un extremo al otro en el curso de un análisis, hay algo interpretativo en el momento de concluir y también en la invitación de comienzo al paciente a recostarse en el diván y abandonarse a la deriva de sus ocurrencias sin seleccionar ni excluir ninguna, sea del orden que fuere. Equivale a la puesta en cuestión de nuestra habitual tendencia explicativa, de los argumentos justificativos o del criterio moral, a la vez que de inmediato se destaca una imposibilidad: por simple que parezca, quien intente ser fiel a sus ocurrencias rápidamente se topa con una extraña interferencia o peor aún, experimenta el vértigo de un vacío de ideas.
Alguna vez escuché que Marie Langer le habría confiado a un colega: “El psicoanálisis, ¡qué poco hace! Pero cuánto es ese poco”. No es ínfima la importancia de lo poco, y hasta es dable arriesgar que la poquedad desencadena el mayor efecto.
En El juego de abalorios, de Hermann Hesse, se narra el siguiente episodio: un Magister Ludi de la selecta comunidad de Castalia, que cultivase la abstracción matemática y la música, había dejado de participar en las actividades. Knecht, su discípulo, sin poderlo admitir se esfuerza por disuadirlo, fatigándose en argumentos ante el tranquilo silencio del Maestro y cuando, agotado, se le acaban las palabras, escucha la siguiente aseveración: “Te cansas, Knecht”. Dos palabras que disgregan las muchas proferidas en la intención de torcer una decisión tomada; dos palabras, seguidas del “Knecht” como un eco, que ponen abruptamente de manifiesto la inutilidad del argumento que no interroga al que con silencio y poco decir desnuda la cansada razón. De modo parecido, el análisis invita a hablar, hasta que acontece un vaciado de ocurrencias. La función interpretante, operando en ese momento, apunta a restituir la potencialidad creadora tornando a esa vacilación, a esa angustia, en goce.
Para comenzar, arriesgo esta hipótesis: la interpretación vale en tanto disponga de valor metafórico.
En apariencia, la metáfora consiste en lo que efectivamente se diga con ella, pero concierne a la apertura de un espacio de silencio en el que se recorta como un destello que deja su sombra. Según la retórica, la metáfora consistiría en una doble sinécdoque. ¿Qué es una sinécdoque y porqué doble? Uno de los tropos, la sinécdoque se diferencia, a veces precariamente, de la metonimia. Es la pars pro toto. Si al mencionar un grupo de animales digo que hay en él diez cabezas, empleo una sinécdoque de los diez cuerpos. No sólo es sinécdoque tomar la parte por el todo, también cuando es el todo por la parte, el género por la especie y el emplear una antonomasia afirmando, por ejemplo, que Platón sea “el filósofo”. En la metonimia, en cambio, el deslizamiento modifica al referente sin que parezca alterarse la significación. La metonimia impera en la literatura realista. Si aludo al hábito para hablar del monje produzco una metonimia, también si digo que un golpe -y no quien golpea- llama a la puerta de alguien. En el Tratado de los tropos, DuMarsais distingue del siguiente modo metonimia y sinécdoque1: “La sinécdoque es, pues una especie de metonimia, por medio de la cual se da un significado particular a una palabra que, en sentido propio, tiene un significado más general; o, al contrario, se da un significado general a una palabra que, en sentido propio, sólo tiene un significado particular”. En la Retórica General, editada por J. Dubois, F. Edeline, J-M Klikenberg, P. Minguet, F. Pire y H. Trinon, los autores afirman que “la metáfora se presenta como el producto de dos sinécdoques”2.
En “El violín de Becho”, canción del compositor uruguayo Zitarrosa, se dice, en referencia al violín, mariposa marrón de madera. “Mariposa marrón” produce un recorte en la generalidad del concepto “violín”: advierto que es marrón, que tiene forma aproximada de mariposa pero, obviamente, un violín es más que eso. En sentido inverso, el volar sutil de una mariposa podría consistir en la ingrávida música de un violín. Abierta la doble vía, el valor radica en que la parcialidad de los atributos mentados abre un sugerente doble cono de sombra. La canción sigue con un niño violín que se desespera; nueva metáfora que incrementa la indeterminación y acentúa el efecto, hasta que Becho logra la música y le pasa como al Maestro de Castalia, ya no puede tocar en la orquesta, porque amar y cantar eso cuesta.
Borges señala con agudeza la importancia de la indeterminación valiéndose del ejemplo paradigmático de Ugolino de Pisa, que figura en el verso 75 del canto penúltimo del “Infierno”, en Divina Comedia3: luego de relatar la muerte de sus hijos en la “Prisión del Hambre”, Dante escribe que la hambruna pudo en Ugolino más que el dolor. Los comentaristas de la obra se dividieron entre los que afirmaban que no fue el dolor sino el hambre lo que mató a Ugolino y los que optaron por la macabra idea de que urgido por la privación alimentaria, superando la aversión devoró a sus propios hijos. Sin elegir ninguna de esas posibilidades, Borges incluye su estima con esta pregunta: “¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su «Infierno», no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio”. La sospecha, lo incierto de un vislumbre puede ser más tremendo que la certeza, y en ello encuentra su lugar la metáfora gracias a la poquedad de la sinécdoque, que diciendo algo de algo deja en sombras su radio de acción, que retorna potenciado.
Esto lleva a una pregunta fuerte: ¿Por qué gozamos de una metáfora? Lo que se da en ese campo de indeterminación podría mover a la angustia. Ocurre en la clínica psicoanalítica cuando alguna interpretación, de alto poder de ambigüedad, intranquiliza, y no sólo al paciente; más de una vez nos encontramos queriendo explicar una intervención para borrar la ambigüedad cuando no hemos logrado decir lo que habría que decir, lo que nos exigimos. El goce metafórico es, evidentemente, un problema.
¿En qué radica el valor metafórico de una interpretación? En que mentando lo ajeno a la conciencia se potencia al umbilicarse en la indeterminación de un deseo que no podría ser razonado. Éste es el motivo de llamar sinécdoque a la interpretación: la palabra interpretante es sinécdoque a dos puntas de la cosa inconsciente; se dirige tanto hacia lo inconsciente del paciente como al del analista que la esgrime. “Para que una metáfora tenga vida -opina Federico García Lorca4- necesita dos condiciones esenciales: forma y radio de acción. Su núcleo central y una redonda perspectiva en torno de él”. El arte de la metáfora consiste en que una sinécdoque de ida y vuelta despierte ese núcleo incandescente. En esa perspectiva en expansión están involucrados emisor y receptor.
Adelanté la hipótesis de que la interpretación es metáfora, también resulta válido arriesgar que la metáfora es interpretativa.
Si el analista pretendiera, con su intervención, dar cuenta exhaustiva de la escena inconsciente anularía el efecto metafórico, colocándose en posición tan absurda como querer traducir a palabras la elocuencia del silencio, que no habla pero hace decir, hasta cuando dormimos.
Marcel Proust dedicó su obra magna, En busca del tiempo perdido, a testimoniar este inasible momento de placer enajenado, del que se ocupa con singular lucidez en un ensayo5: “Lo que nosotros -artistas- hacemos es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende inmediatamente en la realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre. ¿Por qué la identidad, coincidencia entre dos impresiones, nos devuelve la realidad? Acaso porque ella resucita entonces con lo que omite, mientras que si razonamos, si tratamos de acordarnos, añadimos o quitamos”.
Antes afirmé que la interpretación es metáfora y la metáfora interpretante, agrego ahora que consiste en interpretación de verdad. La verdad, lo real es cosa de arte.
Freud plantea esta cuestión de otro modo cuando en el capítulo VII de La interpretación de los sueños alude, con una feliz metáfora, al “ombligo del sueño”, lugar hiperclaro en el que las representaciones oníricas producen por condensación un fogonazo implosivo que anula toda posibilidad de raciocinio. Paradoja de lo inconsciente: cuando en un trabajo de interpretación, siguiendo el rastro de las ocurrencias del paciente nos acercamos a lo más denso, precisamente allí, cuando cualquier lógica indicaría que hemos cercado a la presa y la tenemos en la mira, la inmediatez de lo impensable desvanece una redonda perspectiva fundiendo lo múltiple del divague asociativo en el extraño umbilicado del deseo. Es un instante, un tiempo de despertar en el que la identidad destella como juegos de artificio que preparados largamente se encienden y consumen simultáneamente en la más exquisita inutilidad, la del puro goce.
Si antes sostuve que la verdad es cosa de arte, es momento de agregar que el goce indica una presencia de verdad.
Entre la metáfora interpretativa y la verdad inconsciente juega el goce; sólo su destino de puesta al servicio del trabajo de análisis y la manutención del dispositivo analítico establece un distingo a posteriori con el goce deparado por un violín que es mariposa marrón de madera y los niños violines desesperan.
Es reconocible la impronta kantiana en la teoría que Freud formula de la cosa-verdad inconsciente, núcleo de múltiples articulaciones; valdrá dar una vuelta de tuerca sobre el tema tomando en cuenta sucintamente algunas categorías que Kant establece en “Analítica de lo sublime”, segundo libro de la Crítica de la facultad de juzgar estética6: Señala que la idea de lo “grande”, por tratarse de algo mensurable, puede ser lograda mediante comparación, como un juicio lo hace según elementos diferenciales entre datos aportados al conocimiento. Pero si se nos ocurre la idea de lo “absolutamente grande” no podemos representarla, pues está por sobre toda comparación; sólo puede ser concebida como aquello para lo cual todo lo demás es pequeño. “Llamamos sublime -afirma Kant- a lo que es absolutamente grande”. Refiriéndose luego a la belleza, plantea que lo bello puede ser de algún modo representable en el arte, mientras lo sublime escapa a la aprehensión por la representación que fuere.
Activado por lo que encontramos bello, lo sublime no llega a ser figurado, aún en la paradoja de la representación estética que lo ponga en evidencia. Hay arte en una obra cuando su manifestación presenta, en lo representado, a lo irrepresentable mediante una sinécdoque abismada. De allí que el arte sacude el confort cotidiano en el que nos ubicamos al pretender para cada cosa un lugar asignable. Lo bello despierta un placer que Kant llama “positivo”, en tanto lo sublime, excediendo toda medida de los sentidos está impregnado de placer “negativo”. “Un juicio puro sobre lo sublime -concluye Kant- no debe tener fin alguno del objeto por fundamento de determinación si ha de ser estético y no estar amalgamado con algún juicio del entendimiento o de la razón”.
El ánimo se siente conmovido ante lo sublime, mientras permanece tranquilo en la contemplación de lo bello; hay en esta alternancia un movimiento de repulsa y atracción, donde lo exaltante es un abismo en el que la razón se disgrega sin más auxilio para el sujeto que el cabo suelto de una metáfora por la que hay que luchar, para atreverse al goce, con estrategia de poeta. Rimbaud exige un altisonante “desarreglo de todos los sentidos”, prefiero la ductilidad de Homero Expósito:
Comenzando el trabajo sobre lo siniestro, Freud afirma7: “El psicoanalista no siente sino raramente el incentivo de emprender investigaciones estéticas, aunque no se pretenda ceñir la estética a la doctrina de lo bello, sino que se la considere como ciencia de las cualidades de nuestra sensibilidad”. Infiere luego que una interrogación psicoanalítica sobre la estética debiera estar conducida por el problema de lo siniestro, situado en el núcleo de la experiencia angustiosa. A Freud le hubiera gustado encontrarse con la distinción kantiana entre lo bello, dotado de placer “positivo” y lo sublime, cuyo núcleo es de “negatividad” estética; quizás le hubiera incitado a avanzar en su descuidada teoría de la sublimación, en la articulación con el placer no mensurable, en la relativo a la angustia y lo siniestro, en la cosa inconsciente y la función interpretativa. O tal vez hubiera dicho, como el Maestro de Castalia: “Te cansas, Knecht”.
¿Por qué esperar que haya resuelto los problemas que generosamente nos legara? Nosotros, los Knecht de Villa Freud, estamos compelidos a jugar la palabra acicateados por los enigmáticos, valerosos silencios del inventor del psicoanálisis en el desafío de alcanzar el tiempo de despertar. De no hacerlo seguiremos soñando al Maestro, cuando se trata de amar, sufrir y saber partir sin pensamientos.
1: Citado por Michel Le Guern en La metáfora y la metonimia, p. 14. Cátedra, Madrid, 1985.
2: Ibíd. P. 15.
3: “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos. Espasa Calpe, Madrid, 1982.
4: La imagen poética de Don Luis de Góngora. Obras completas. Aguilar, Madrid, 1955.
5: Ensayos literarios. (Contra Sainte-Beuve), p. 131. Edhasa, Barcelona, 1971.
6: Textos estéticos, p. 159 en adelante. Editorial Andrés Bello. Chile, 1983.