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Paso a relatar un sueño que vino a mi encuentro en la alta madrugada de un 26 de mayo (hace años de esto): mi padre y yo estamos peloteando en una cancha de pelota a paleta. La que estoy empuñando no es la paleta que uso habitualmente sino una nueva; raramente, es de las de antes. Se me ocurre que debiera reclamar la mía pero ahí estamos, mi padre y yo peloteando. La pelota va hacia el frontón y vuelve, una y otra vez. Al despertar percibo lo que me es obvio: mi padre fue un excelente pelotari; por mi parte yo juego, desde hace más de cuarenta años semana a semana, con suerte y talento dispares. La noche anterior al sueño habíamos hablado sobre este juego; mi padre contó historias que lo tuvieran por protagonista y además hizo consideraciones sobre lo que está investigando: la historia del trinquete (la cancha de paleta). Pero aunque despierto sigo enganchado al ritmo acompasado que busca el frontón y encuentra su retorno. Me doy cuenta que imito ese ida y vuelta extendiendo los dedos y la mano hacia fuera, luego flexionándolos y de nuevo a empezar: va, viene, va, viene, va, viene, la mano que se extiende, se cierra, se extiende, se cierra describiendo un trazo en el aire. El movimiento de los dedos, se me impone con la claridez alucinada del sueño, es el que produce la mano con una lapicera al escribir sobre un papel. El ir y venir de la pelotita es una curvilínea negra y quebrada sobre la pared blanca del frontón. Una mano anónima –yo sólo la copio- nos dibuja a mi padre y a mí golpeando la pelota, salidos de una pluma recién entintada.
Ahí estábamos, Carlos Pérez Cambet –mi padre- y yo, Carlos Pérez –no uso el doble apellido, se lo dejé en exclusividad-, entonces caigo en la cuenta: la noche anterior, en el festejo de su ochenta y tres cumpleaños para el que yo había viajado a Tandil, su lugar de residencia y mi ciudad natal, me llevó a un aparte para decirme que por fin había decidido publicar el libro de relatos, hace poco concluido, en el que cuenta una saga familiar que culmina en la historia de su abuelo, un español llamado Carlos Pérez afincado en Ayacucho. Me había pedido que le presentara el libro en una reunión formal en el salón de ceremonias de la Universidad. Además del doble halago, por su libro y por el convite, me sentí confundido: mi padre Carlos me pedía presentar el libro sobre el abuelo Carlos a mí, su hijo Carlos, todos obviamente Pérez. Aquél, su abuelo, Pérez de la Riestra –otro Carlos Pérez de la Riestra llegó a la fama cantando tangos con el apodo Charlo y tal vez signó mi inclinación tanguera-, mi padre con su materno Cambet adosado, y yo en el atrevimiento de quedarme con sólo un Pérez para distinguirme de la prosapia mediante un escape a la sencillez del apellido vulgar. Negro y diminuto como la pelota, el Pérez iba y venía con ritmo rotundo, repiqueteando en similitudes y diferencias.
Ahora la historia se ha invertido: autor de unos cuantos libros, soy convocado por él a presentar el primero salido de su pluma, que confiere vida y muerte a su abuelo Carlos; una paleta nueva pero de otra época es su libro, me consta que pasó mucho dándole vueltas a las ganas de ponerse a escribir esas historias. Un Carlos habla de otro, por otro, en el ritmo incesante de la pelota que en el sueño no nos cansamos de mandar al frontón para que vuelva, en un golpe distinta y siempre la misma.
En el sueño una mano nos escribe, acompasadamente, a mi padre y a mí, pero este sueño interpela el sueño ahora concretado de mi padre: escribir la historia de su abuelo Carlos, debido al que... vaya a saber, nunca se lo pregunté, quizá recibí el nombre que es marca de identidad y desafía a producir diferencias.
Mi sueño contiene el sino que es clave de mi nombre y a la vez interpreta al de mi padre, engendrado a sí mismo como autor de su propia historia. Destaco esto, un doble, por lo menos un doble engendramiento: Quien escribe, más si lo hace refiriéndose explícitamente al pasado, entra en una relación compleja con la historia de la que se ocupa. Como en el sueño -la pelota va y viene-, al escribir el pasado algo va y viene. Mi padre ha buscado las fuentes, las del padre de su padre, genitor de su pasado, buscando datos, investigando, preguntando a parientes, para que algo le llegue desde allí, pero en ese movimiento retrospectivo ha inventado una historia. El de este libro es su abuelo Carlos, el de nadie más, es su creación. Ser autor es ser autor del propio pasado. Uno cree ingenuamente que lo evoca cuando en verdad lo está creando, con un acto que en sí mismo genera el autor. Me siento feliz de asistir a su bautizo laico, sin agua bendita pero con su palabra bien dicha en las páginas del libro. Acaba de nacer, al estilo de lo que dijera Neruda: Para nacer he nacido. Mi padre Carlos, lo digo con orgullo de hijo, es un recién nacido de flamantes ochenta y tres años. Envidiable ventura destinada para pocos.
A partir de ese libro mi padre no es tanto el autor de mis días sino, fundamental y decisivamente, el engendro feliz de sus propias noches. Una misma mano, como en el sueño, ha creado abuelo y nieto, uno como historia, otro como autor, y yo juego a la pelota con ellos, soy parte del ir y venir Pérez.
Suele decirse que en la vida es preciso plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Esto es una simpleza, rayana en la tontería, que esconde la verdadera cuestión. En el sueño, jugamos a la pelota, la noche anterior mi padre había hablado de este juego con la pasión con que lo hace cada vez que se ocupa del tema. ¿Qué nos indica el sueño, con su lógica implacable? Lo siguiente: Hace un tiempo me dijo, con irónico laconismo: “Carlos, maté al abuelo Carlos”. Comprendí que se refería a varias cosas: al haber escrito sobre su muerte, también a que había concluido el libro, ¿también a que ya podía morir tranquilo por plantar su libro ante el hijo? No. A que había salido de la historia, esa en la que cada lector habrá de internarse. Lo que el sueño anuncia es que el tema del nuevo libro que está escribiendo, sin saberlo o sabiéndolo demasiado, inspira el rítmico ir y venir de la pelota en el trinquete: un libro sobre la pelota a paleta que en una instancia segunda, luego de haberlo practicado como jugador de primera, la recrea al escribirla. En eso nos parecemos y distinguimos. Porque papá ya no juega en la cancha pero sí en su escritura mientras yo, modesto pelotari, escribo de otras cosas. Por ejemplo, del juego fatídico y recursivo. El que me causó, para que en este ritmo incalculable lo salude como hijo que celebra la autoría del padre.