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Interpretar es, sin lugar a dudas, una actividad humana. Al escuchar el sonido que produce la correa cuando la descuelgo de su lugar habitual, mis perros interrumpen lo que sea, vienen a la carrera y al llegar a mi lado comienzan a girar y a saltarme sobre el pecho; presintiendo la salida se disponen, ansiosos, a llevarme de paseo. A veces pienso en cuánto me han enseñado a caminar sin rumbo. Suelo recordar la vez que a la vuelta de un viaje a mi Tandil natal le conté a un amigo que había llevado a Malevo, mi querido Beagle, a la sierra. “Tendrías que haberlo visto –le dije- cómo iba de un lado para otro saltando las piedras, persiguiendo lagartijas, saludando con un chorro cada árbol, era feliz”. “Sí, claro –respondió socarronamente mi amigo-. Y yo imagino cuando de vuelta fueron a la plaza y se encontró con otro perro; le habrá contado que te llevó a la sierra y vos, feliz con el paisaje ibas de un lado para otro, incluso haciendo pis en algún árbol”. Le agradecí la ironía y me quedé pensando en su interpretación. Cuando llegué a casa miré a mi perro con cariño indescriptible, deseando hubiera sido capaz de la perspicacia de mi amigo. Entonces comprendí que la amistad, quizá el amor correspondido, es un modo de entregar algo íntimo a quien disponga el sostén que nos permite ser. Y no hay mejor soporte que un hombro en el que apoyar la vacilante cabeza, porque el hombro es más fuerte que la cabeza. Al decir hombro digo perro, mano fiel sobre el hombro convertido en cabeza, abrazo, aliento, tantas cosas…
Del amor solemos afirmar esto o aquello. Arriesgo que del amor se alcanza una concepción según el singular momento de cada cual, porque hay amores que matan, otros que confortan o que desesperan o que dan paso al odio o que impensadamente se disgregan. Espacio calidoscópico en el que cabe un mundo de posibilidades y cada cual se las arregla como puede.
Volviendo sobre el ejemplo perruno, cabe desglosar diversas instancias: en primer término la de mis perros, que implacables ignoran las variantes. El sonar de la correa es de por sí la inminencia de la salida a la calle por más que alguna vez, por ejemplo, haya sonado el teléfono en ese momento y la salida fuese anulada. Puedo imaginar que se niegan a otra alternativa, que la descartan en la premura de su deseo, pero ya estaría adjudicándoles categorías como deseo y negación. No obstante, la cuestión no es sencilla, ya que alguna vez uno de mis hijos tomó la correa para sacarlos estando yo presente y vinieron en mi busca para llevarme con ellos. ¿Porque soy su amo? ¿Porque me aman? ¿Porque se divierten conmigo? ¿Por mero reflejo condicionado? No sabría responder, los perros son complejos en su simplicidad.
Sea como fuere, mis perros no interpretan el sonido de la correa como invitación a una salida porque están imposibilitados de concebir las posibles variantes: que la correa haya caído al suelo, que yo la hubiera retirado para limpiarla o, lo que toca el fundamento de la cuestión, que los pudiera estar engañando, gastándoles una broma. No, se trata pura y rotundamente de la secuencia ruido de correa-paseo. O quizá ese ruido actúe menos como presagio que formando parte de un paseo que se inicia. Y decir paseo es, obviamente, interpretación de mi parte, viciada de proyección, porque soy yo quien pasea.
De este modo desemboco en una segunda instancia: en la interpretación que podría adjudicarles leo en ellos lo que íntimamente me concierne; no porque esté implicado, eso es obvio, sino que infiero algo atinente a mi deseo, incluido el deseo de que ellos tengan deseo de mí. Y esto no es cualquier cosa, poco hay más difícil de soportar que un deseo carezca de reciprocidad. Esto nos lleva a problemas no sólo dignos de la etología, pues todo aquél que tiene perros cree saber de la alegría con que mueven la cola. Tal vez no advertimos nuestra alegría cuando la cola se agita. A esta altura, quienes en vez de perros tengan gatos en la casa o algún otro animal –dicho con todo respeto- podrán preguntarse adónde los quiero llevar. Pues bien, a la dificultad de salvar el movimiento que producimos al arriesgar una interpretación, que puede consistir en tan sólo soltar un deseo, adjudicándolo al semejante. La perspicacia de mi amigo, poniendo del revés el paseo por la sierra tandilense, lo vuelve evidente. Esa adjudicación resulta notoria en los fenómenos de animismo, donde la naturaleza es interpretada, el trueno como furia, la lluvia como desconsuelo o lo que fuere; menos evidente cuando elegimos seres vivientes como en los ejemplos que acabo de emplear y menos que menos cuando desplegamos el afán interpretativo entre humanos.
Coloquémonos ahora del otro lado: ¿Y si cuando creemos interpretar estuviésemos procediendo como mis perros? No es desatinado inferir que también nosotros escuchamos la correa. ¿No se entiende? Paso a aclararlo con un ejemplo: me contaron que cierta vez, un analista presentaba un caso en un ateneo clínico1. A cada parlamento del sufrido paciente el buen hombre procedía según el manual, interpretando una y otra vez el Edipo: que el padre esto, que la madre aquello, que el deseo de muerte, el incesto… desplegando el arsenal de alguien entrenado en la vieja tradición. Rápidamente se había desembocado en un callejón sin salida. Entonces intervino Enrique Racker quien, palabra más, palabra menos dijo: “El problema no es que te equivoques, al contrario, porque si interpretas el Edipo aciertas siempre”. Entiéndase: para un analista formado en esa tradición, ya que todo discurso neurótico es relativo al conflicto edípico se impone interpretarlo mentando una y otra vez la consabida fábula, Sófocles convertido en Esopo. A este modo de intervenir, supuestamente interpretativo, llamo escuchar la correa por la inmediatez pavloviana entre estímulo y respuesta. Quizá nos mueva a risa, porque ha perdido actualidad, pero menos gracioso resulta encontrar esta modalidad en lo que hoy se difunde. Cuando escucho la facilidad con que se alude a lo que no hay, no existe, falta, debido al perdido objeto del deseo, todo encerrado en fórmulas carentes de incertidumbre, encuentro un callejón sin salida, el golpear de una correa que a ningún lado lleva.<br>
Obviamente, quien esté dispuesto a la interpretación ha de contemplar que aquello a ser desentrañado presenta innumeras variantes, ni qué decir si la operación presume de psicoanalítica, por cuanto debe atender a una lógica rebelde al suceder habitual de nuestro modo de pensar. Con lo apuntado pretendo poner en evidencia la distancia que se abre entre la enigmática posición en que se ubica quien pretende interpretar y la aparente solución de los axiomas, que en la ilusión de escuchar His Master’s Voice nos hace sacudir el rabo interpretativo. Nos cuesta darnos cuenta de que los axiomas son etiquetas para no perder el equipaje cuando estamos de viaje por lo extraño.
Los humanos somos interpretantes, no hay quien para bien o para mal no lo sea. Empezamos con la inmediatez de las sensaciones, haciendo pecho de una convexidad pletórica de leche, sufrimos lo cóncavo, nos exponemos al dolor de un vacío que luego llenamos de conceptos, en el espejo dibujamos un ideal y lo suponemos nosotros mismos y de por vida devanamos el módico alfabeto, extendiendo la interpretación a los discursos, sean cartas, mapas, cuerpos, variadas geografías, animales o más y menos semejantes hasta descubrir, para cubrir de inmediato con pasión, descreimiento, fe o escepticismo, el enigma del amor. Y algunos, cafishios de la angustia, creyendo la teoría caemos en lo peor, queriéndonos profesionales de la interpretación. Hasta que a punto de emitir un humano y obcecado ladrido, vacilamos. Tal vez la interpretación deba comenzar por la sospecha acerca de las convicciones, propias y por extensión ajenas.
Mis perros, carentes de mentira, me devuelven la felicidad de la ignorancia. ¿Es posible amar por eso? Por una vez así lo interpreto desde mi lado. No diré que cuanto más conozco a la gente más amo a mis perros, pero sí que el amor ignorante por ellos me enseña el modo de amar a la gente, alguna. Queridos ignorantes de un mundo expuesto a la interpretación.
1: Ocurrió bastante antes de que yo iniciara mi formación analítica. Debo a mi maestro, Luis Storni, el relato del episodio, al que solía referirse para ponernos en guardia ante las interpretaciones preestablecidas, que llamábamos “de cajón”.