Narciso

Mito o leyenda, la historia de Narciso ha ocupado, en la antigüedad, a Ovidio, Pausanias, Conon, Plinio. La versión que ofrezco se inspira en estos autores para posibilitar, entre la ofuscada captura del espejo y sus funestas consecuencias, alguna puntualización. Tal vez mínima, deja entrever lo ominoso como contracara –la figura no es inocente- del arrobamiento en el amor desfasado de sí mismo.

Por las tierras de Beocia corre el dios-río Cefiso. Las ninfas no se atreven a caminar sus orillas, pues el impetuoso caudal las atrae hasta envolverlas. Pero cierto cálido día de verano ocurre que la hermosa Liríope, ninfa oceánida –acuática también ella- se deja tentar por la fresca invitación de sus aguas, y cuando descuidada pasea por sus márgenes Cefiso yergue su torrente alcanzándola en un apasionado abrazo.
Liríope lleva consigo el fruto del amor impensado; antes feliz y tranquila, su vida es ahora de tristeza y murmullos a la sombra de los bosques. No obstante, al parir un niño de inigualable belleza la luz vuelve a su semblante. Lo llama Narciso y presurosa acude donde el ciego Tiresias para consultarlo sobre el futuro del recién nacido –ésta es la primera consulta que nuestro conocido vidente recibe-. Su respuesta, críptica, no es atendida: -Tendrá larga vida, en tanto no se conozca a sí mismo.
Extrañada de que alguien tan excelso peligrara de conocerse, Liríope desestima el vaticinio.
El pequeño crece concitando a los dioses, diosas, ninfas y mujeres mortales con su belleza, pero a todos es indiferente. Entre sus amantes no correspondidos está la ninfa Eco, impedida de usar la voz sino para repetir lo dicho por otros; la diosa Hera la castigó al descubrir que la entretenía con animados relatos por encargo de Zeus, quien sorteando sus celos la engañaba con las ninfas de la montaña.
Un día que Narciso sale a cazar con unos amigos, Eco lo sigue a hurtadillas. En determinado momento, alejado de sus compañeros, el joven grita:
-¿Está alguien por aquí?
-¡Aquí! –aprueba Eco sorprendiendo a Narciso, que no la ve.
-¡Ven!
-¡Ven! –replica la voz esperanzada.
-¿Por qué me eludes?
-¿Por qué me eludes?
-¡Unámonos aquí!
-¡Unámonos aquí! –contesta Eco alegremente, saliendo de la espesura para echarse en brazos de su amado. Narciso, sobresaltado, sacude el cuerpo.
-¡Moriré antes de que te acuestes conmigo!
-Que te acuestes conmigo… -suplica Eco.
Pero Narciso, ya de espaldas, pone rápida distancia. En adelante, Eco habitará en cañadas solitarias, consumiéndose de amor y mortificación hasta incorporarse al granito de los cerros, restando de ella sólo la voz.

Pasa el tiempo. Cierta vez Narciso obsequia una espada a Amenio1, otro de sus pretendientes rechazados, quien termina matándose en el umbral del amado clamando venganza:
-¡Que los dioses escuchen mi pena! ¡Que mi muerte sea tu presagio!
Artemisa oye la rabiosa súplica y prepara un plan tremendo. Poco después en Donacón, Tespias, luego de una extenuante caminata Narciso divisa, sediento, un apacible arroyo que corre en medio de un hermoso paisaje. Con destellos plateados, sus aguas no parecen alteradas por nadie; fieras, ganado ni aves han contaminado su pureza, ni siquiera las ramas caídas del follaje que lleva sombra al lugar. Al tenderse a la orilla para calmar la sed, Narciso queda extasiado con la visión que el espejo de agua le devuelve. Trata de besar al doncel que lo mira anhelante, pero no tarda en reconocerse; embelezado, deja transcurrir las horas en la contemplación de la imagen. Él mismo inspira los ardores que lo consumen. ¡Cuántas veces arroja sus besos a la onda engañosa! ¡Cuántas, para acariciar el grácil cuello reflejado, introduce estérilmente las manos en el agua! Excitado, sin saber en lo esencial qué ve, sus ojos fijan el enigma que lo arrebata.
“¡Crédula criatura! ¿De qué te sirven tus vanos esfuerzos por poseer la apariencia fugitiva? El objeto de tu deseo no existe. Al darte vuelta desaparece el destinatario de tu amor. Nada es por sí mismo. Es por ti que aparece y persiste; y sin ti desaparecería, si tuvieses el coraje de partir”, exclama Ovidio, relator del mito en Metamorfosis.
Incapaz de apartarse, extasiado con la forma furtiva, Narciso deja de alimentarse, de saciar la sed, de dormir, y lentamente desfallece junto a la fuente del deseo; aunque secretamente regocijado del tormento, ya que se sabe dueño de ése, su otro, del que espera eterna fidelidad, cualquiera sea el desenlace.
Sin olvidarlo, Eco lo sigue en la aflicción, duplicando sus “¡Ay! ¡Ay!”. Pero Narciso, cautivo en la especularidad, no atisba en lo igual que escucha a lo distinto. Al borde del desconsuelo, pone fin a su drama hundiéndose una daga en el pecho, no sin antes destinar las últimas palabras al perfil declinante de la fuente:
-Adiós, joven amado inútilmente.
Aspirada en la piedra, ya sin cuerpo, Eco lo acompaña con un postrer:
-Adiós, joven amado inútilmente… -mientras el rostro caído permite restablecer en el espejo las formas originales de la naturaleza.
La sangre derramada de Narciso tiñe el suelo, pero la oscura mancha pronto es absorbida hasta desaparecer por completo con la emergencia de una hermosa flor, de cáliz encendido, que se suma a la vegetación duplicada en las aguas. Los cerros, desde entonces, devuelven su sonido a quien se atreva a interpelar de viva voz a la naturaleza.
Si bien hace ya tiempo distinguimos en Narciso al peligroso hechizo del hijo-ídolo, y no es difícil entrever en el mimetismo de Eco la imagen de la madre duplicante, aún conservamos la ilusión por la naturaleza virgen. Bosques, montañas y ríos traman la ficción de un paraíso enmascarando en sus formas el perfil inerte. Desmentido lo ominoso, la aparente mansedumbre de la realidad nos tienta, igual que a Narciso, como el lugar concreto del sitio imposible.
1: Amenio es también un personaje acuático; hay un río con su nombre, tributario del Helison, afluente del Alfeo.

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