Friedrich Nietzsche (en contrapunto con Sigmund Freud)


El coraje de querer

De las palabras que usamos en nuestro léxico habitual, placer es una de las más engañosas. En alemán, el término Lust tiene connotaciones que a Freud le presentaron problemas de consideración: Al comenzar el parágrafo titulado “El problema de la excitación sexual”, tercero de los Tres ensayos de teoría sexual1, escribe: “Nos ha quedado enteramente sin esclarecer tanto el origen como la naturaleza de la tensión sexual que, a raíz de la satisfacción de zonas erógenas, se engendra al mismo tiempo que el placer”. Intercala una llamada al pie de página: “Es por demás instructivo que la lengua alemana tome en cuenta, en la acepción de la palabra ‘Lust’, el papel de las excitaciones sexuales preliminares, mencionado en el texto, que simultáneamente ofrecen una cuota de satisfacción y contribuyen a la tensión sexual. ‘Lust’ tiene un doble significado, y designa tanto la sensación de la tensión sexual (‘Ich habe Lust’ = ‘Me gustaría’, ‘Siento ganas de’) como la de la satisfacción”. Ya en la primera página de los Tres ensayos... había estipulado, también en nota al pie, que Lust es tanto placer como gana, querer. De este modo se clarifica el decir de Nietzsche cuando estipula2: “Un placer no es otra cosa que un estímulo del sentimiento de poder por parte de un obstáculo (estímulo aún más fuerte si es producido por obstáculos y resistencias rítmicas); de modo que aquel sentimiento se hincha, se pone tenso”. Aquí el placer es menos lo que habitualmente se entiende por él que un querer. Esto, a su vez, vuelve evidente que Freud no logre resolver lo inherente al placer en la remisión a un estado de sosiego, una vez conseguida la hipotética descarga de tensiones, porque se le impone que la misma tensión forma parte del placer, lo que le lleva a entrever al ritmo en su raíz. Al decir de Nietzsche, el ritmo es una resistencia que incita, promueve el querer. Cuando luego afirma3: “Placer y displacer son simples consecuencias, simples fenómenos concomitantes; lo que el hombre quiere, lo que quiere la más pequeña parte de cualquier organismo vivo, es un aumento de poder”, emplea las dos acepciones: el placer, en correspondencia con el displacer, como consecuencia o fenómeno concomitante -lo que habitualmente entendemos por placer-, mientras el aumento de poder sigue la vertiente del querer.
Si placer también es querer y éste concierne a un poder que es voluntad, debemos despejar estas nociones.

En dos momentos se ocupa Freud del poder: uno relacionándolo con el placer, a propósito del juego. Allí afirma que el placer está implicado en el conocer y recordar que producen las homofonías y aliteraciones dotadas de ritmo. Otra es cuando en los Tres ensayos... indaga acerca de “La investigación sexual infantil”4. Preguntándose por la que sería una “pulsión de saber”, responde que “no puede computarse entre los componentes pulsiones elementales ni subordinarse de manera exclusiva a la sexualidad. Su acción corresponde, por una parte, a una manera sublimada del apoderamiento...”. ¿Este apoderamiento es una velada alusión a la nietzscheana voluntad de poder? Se debiera contestar con un lacónico sí en caso que Nietszche dijese otro tanto; pues bien, leámoslo5: “La llamada pulsión de conocimiento debe ser reducida a una pulsión de apropiación y de dominio: de acuerdo a esta pulsión se han desarrollado los sentidos, la memoria, las pulsiones, etc.”
De las reiteradas ocasiones en que Freud manifestó no haber leído a Nietzsche destacaré dos, entre otras razones por tratarse de comentarios a sus discípulos en 1908 -los Tres ensayos... son de 1905-, en el transcurso de las reuniones de los miércoles. En abril, un tal Hitschmann pone a consideración de los presentes su lectura de la tercera parte de la Genealogía de la moral, de Nietzsche. Luego se abre el debate; en las Actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena6 queda asentado lo siguiente: “El profesor Freud subraya ante todo su propia relación singular con la filosofía, cuya naturaleza abstracta le resulta tan desagradable que ha renunciado a estudiarla. No conoce la obra de Nietzsche; sus ocasionales intentos de leerla fueron sofocados por un exceso de interés. A pesar de las similitudes que muchos han señalado entre él y Nietzsche, puede asegurar que las obras de Nietzsche no han ejercido influencia alguna en su obra”. Meses más tarde, en octubre, el tema en discusión es el Ecce homo de Nietzsche; en el acta de la reunión se lee7: “Freud desearía mencionar que nunca pudo estudiar a Nietzsche, en parte a causa de la semejanza de sus descubrimientos intuitivos con nuestras laboriosas investigaciones y, en parte, a causa de la riqueza de sus ideas, que siempre le impidió a Freud pasar de la primera página en sus tentativas de leer a Nietzsche”.
¿Mintió Freud al declarar no haberlo estudiado? Difícilmente lo haya hecho, hay sobradas muestras de su honestidad intelectual, pero sorprende la mención del desagrado por las abstracciones filosóficas, porque asevera no haber leído a Nietzsche debido a un “exceso de interés”, por la “riqueza de sus ideas” y semejanza con sus propios descubrimientos. El “desagrado” es el modo de sofocar el exceso de interés. Y resulta sintomático el agregado de que Nietzsche no tuviese “influencia alguna” sobre él. Esto no es todo; la primer acta citada consigna esta confesión: “Para demostrar cuan compleja, y a veces peculiar, puede ser la génesis de las ideas nuevas, relata en esta oportunidad cómo nació su idea de la etiología sexual de las neurosis: tres grandes médicos, Breuer, Charcot y Chrobak, habían expresado esa idea en su presencia; no obstante, sólo recordó el hecho posteriormente, cuando, enfrentado al repudio (general) procuró justificar su idea”. Freud no mintió, pero un escotoma del recuerdo ha de haberle mentido a Freud. Con relación a Nietzsche Freud quizá experimentó algo similar a lo que con pedido de reserva expresa en carta a Arthur Schnitzler8:
“Tengo que hacer una confesión, que le ruego no divulgue ni comparta con amigos o enemigos. Me he atormentado a mí mismo preguntándome por qué en todos estos años jamás había intentado que trabáramos amistad ni charlar con usted (ignorando, naturalmente, la posibilidad de que no hubiera usted acogido bien mi intentona).
“La respuesta contiene esta confesión, que me parece demasiado íntima. Creo que le he evitado porque sentía una especie de reluctancia a encontrarme con mi doble. No es que me sienta normalmente inclinado a identificarme con otra persona, ni que deje a un lado la diferencia de talento que me separa de usted; pero siempre que me dejo absorber profundamente por sus bellas creaciones paréceme hallar, bajo su superficie poética, las mismas anticipadas suposiciones, intereses y conclusiones, que reconozco como propios... todo esto me conmueve, dándome un irreal sentimiento de familiaridad”.
No es desatinado pensar que algo así le sucediera con Nietzsche, cuando en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico reitera lo ya consignado en el acta de las reuniones de los miércoles9: “Me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto –y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente”.

Volvamos, luego de este rodeo, a la cita de Nietzsche transcripta anteriormente: en su punto de vista, la pulsión de dominio despierta las demás pulsiones, al igual que los sentidos y la memoria, a los que adosa un etc. indeterminable en sus consecuencias. Freud, por su parte –en el parágrafo examinado-, establece que de la tendencia al apoderamiento, devenida apetencia de saber, derivan las teorías sexuales infantiles, por las que el niño intenta responder a los dos enigmas que lo fundan como sujeto: el origen -del deseo–: “¿de dónde vienen los niños?” y la diferencia –sexual-: ¿qué es ser hombre, qué ser mujer?, una pregunta que desemboca en la teoría del falo-castración. Obviamente, el saber queda involucrado en la cuestión sexual. Si Freud afirma que el saber/apoderamiento no es originalmente sexual, a lo sexual conduce. ¿Será esto un modo de ubicar una apetencia generadora de la pulsión sexual, a la manera de como Nietzsche afirma, que la pulsión de dominio promueve otras pulsiones? No resulta posible dirimirlo con los elementos que contamos hasta ahora, pero lo dejo apuntado para establecer una perspectiva genealógica.
Prosigamos: “La investigación sexual de la primera infancia es siempre solitaria; implica un primer paso hacia la orientación autónoma en el mundo y establece un fuerte extrañamiento del niño respecto de las personas de su contorno, que antes habían gozado de su plena confianza”, afirma Freud. Autonomía y distanciamiento extrañado del contorno, dos elementos que son el sino del sujeto, a contrapelo de cualquier pretensión gregaria. Esta aseveración es un antecedente de lo que quince años más tarde Freud presentaría a propósito del Fort/Da, a tal punto que la mención del apoderamiento aparece reiteradamente y en diversas inflexiones en lo relativo a ese juego.
Freud vincula el afán del niño por reproducir una y otra vez el juego con algo en relación con un admitir la partida de la madre. La primera mención está en condicional: “En la vivencia (el niño) era pasivo, era afectado por ella (la ausencia materna); ahora se ponía en un papel activo repitiéndola como juego, a pesar de que fue displacentera. Podría atribuirse este afán a una pulsión de apoderamiento que actuara con independencia de que el recuerdo en sí mismo fuese placentero o no”. Freud estipula que el conocer-recordar es generador de placer, de allí que ahora se detenga a considerar que el recuerdo no fuese placentero en sí mismo. ¿Cuándo se activa el placer? Cuando mediante la aliteración se produce el apoderamiento que genera un saber –de la ausencia de lo que fuera presente mediante el o-o-o-o, de lo presente marcado por la ausencia en el Da-. Obviamente, no hay aquí un placer tranquilo, el juego debe reiniciarse enhebrando un ritmo, pero hay un saber de apetencia en el querer que dispara una tensión que por un momento se resuelve para volver a empezar como alegoría de la vida. La segunda mención del apoderamiento forma parte de una pregunta: “¿Puede el esfuerzo {Drang} de procesar psíquicamente algo impresionante, de apoderarse enteramente de eso, exteriorizarse de manera primaria e independientemente del principio de placer?”. Si el placer entendido como tranquilidad es menos el rector del decurso inconsciente que una apetencia yoica , la pulsión de apoderamiento resulta primaria, labora con el querer que busca vencer resistencias, sobre todo de orden rítmico, según pudo leerse en Nietzsche. La tercera mención ya es afirmativa, y aquí Freud enlaza apoderamiento y repetición: “Se advierte que los niños repiten en el juego todo cuanto les ha hecho gran impresión en la vida; de ese modo abreaccionan la intensidad de la impresión y se adueñan, por así decir, de la situación”.
Este juego resulta una alegoría de la vida porque ni seguro ni tranquilo, sin equivaler a un estado el apoderamiento relanza una y otra vez su impulso. Freud lo expresa con toda claridad hacia el final del capítulo V de Más allá del principio de placer, cuando define lo que llama factor pulsionante del sujeto, “que no admite aferrarse a ninguna de las situaciones establecidas, sino que, en las palabras del poeta (Goethe), ‘tiende, indomado, siempre hacia delante’ ... sin perspectivas de clausurar la marcha ni de alcanzar la meta”.
Tanto Nietzsche como Freud son contundentes: sin estabilidad en el apoderamiento se activa una errancia sin clausura. Habituados como estamos a deslizar el poder hacia su caricatura autoritaria se nos escapa su médula de gana y apetencia. Así como un machista o una feminista suelen desmentir lo masculino o lo femenino obcecando la referencia a un extremo de lo que es un espacio de ritmo y alteridad, acostumbramos la noción de poder al modo autoritario de apropiación del otro. El machismo, el feminismo, el autoritarismo se aproximan, como todos los ismos, a formas autoritarias que pervierten la masculinidad, lo femenino, el poder.
Hay una tendencia a asimilar el poder a cierta disponibilidad arbitraria de alguien sobre personas o cosas, como si fuera lo mismo conjugar los verbos “poder” y “poseer”. Si en un título consta que soy propietario de algo, sea una distinción académica o una parcela de tierra, se supone que la cosa, abstracta o material, me fue concedida con la certificación y a menos que contraríe la ley me basta con exhibir el título para que se ratifique la pertenencia. Ciertas palabras, como “dueño”, sugieren ese estatismo, aunque provengan de origen diverso; el “don” de alguien es menos algo concreto que una cualidad distintiva, y el “duende” –de donde proviene- un espíritu travieso, juguetón, que solía habitar lugares o casas. Por un proceso de contracción, “duende de casa”, “duen... de casa”, modo superior de una influencia impalpable, llegó a ser “dueño de casa”; lento precipitado de una metáfora hasta que conferimos a la palabra una forma cristalizada.
Si el duende es un poder, el dueño pretende poseer. La palabra “poder” es tanto sustantivo como verbo; sustantiva la acción, verbaliza lo estático. Porque poder es querer en potencia, no hay otra manera de proceder que conjugándolo: quien puede pensar piensa, quien puede soñar sueña, quien puede gobernar gobierna. El poder es un gobierno, el ejercicio de una acción que impone un ritmo al movimiento; para ello es preciso no aferrarse a lo decantado como un “sentido común” para el gobierno que impide o sofoca los espacios de diferencia.
El factor pulsionante de Freud tiene su indudable encuentro con la voluntad de poder, concepto capital de Nietzsche. Aquí es preciso destacar una genealogía de la mayor importancia para ambos. El primer antecedente es Schopenhauer, quien en El mundo como voluntad y representación concibe la voluntad de manera distinta a como se la entendía tanto en la tradición filosófica –salvo una excepción que luego examinaremos- como en el lenguaje usual. Cuando Freud admite “estar dispuesto... a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente” se refiere a Schopenhauer y a Nietzsche. La voluntad no consiste para Schopenhauer en un aspecto consciente asociado a la intención que persigue una finalidad determinada sino que es un movimiento para nada inteligible de inmediato por el sujeto, un impulso que sin descanso, carente de sentido, no conoce la saciedad. Al teorizar la pulsión –Trieb- Freud ha de haber tenido en su horizonte la voluntad –Wille- de Schopenhauer, quien para precisarla se refiere al que “cediendo al violento impulso de esa voluntad, que es su origen y su esencia, se lanza sobre las voluptuosidades y los goces de la vida, los abraza con todas sus fuerzas, y no sabe que, por ese mismo acto de su voluntad, ha cogido y abrazado todos los dolores de la existencia y todos los tormentos frente a los cuales se estremecía de horror un momento antes. Ve el dolor en el mundo y ve también la maldad; pero lejos de comprender que no son más que aspectos diversos del fenómeno de la misma voluntad de vivir, le parece que se diferencian mucho entre sí y que son cosas opuestas...” .
Tanto Schopenhauer como luego Nietzsche y también Freud tienen un antecedente en Schelling, al que suele ubicarse en el idealismo alemán entre Fichte y Hegel, aunque sus formulaciones –a partir de 1809 con las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados - anuncian el pos-idealismo . Si al principio de la filosofía moderna Descartes ubica al cogito como fundamento racional de todo ente, Schelling avanza hacia lo irracional postulando en las Investigaciones... que el fundamento del sujeto humano es devenir de la voluntad enraizada en lo carente de reglas racionales. Dios –por ser el Uno perfecto- y los animales –por no estar tomados por la aspiración a elevarse- no padecen contradicción; el hombre, en cambio, engendrado desde la oscuridad caótica aspira a la superación del entendimiento produciendo la “escisión de las fuerzas” que es su sino. “Esta elevación del centro más profundo a la luz no ocurre en ninguna de las criaturas visibles por nosotros, excepto en el hombre. En el hombre se encuentra todo el poder del principio oscuro y a la vez toda la fuerza de la luz. En él se encuentra el abismo más profundo y el cielo más elevado, o ambos centros” . Esta escisión es responsable para Schelling de la división entre el bien, hacia el que tiende el amor que aspira a la suprema unidad, y el mal, cuya apetencia es el caos originario, la carencia de significación; el mal no consiste en ausencia o privación del bien sino en desarmonía activa. Devenir y voluntad se debaten en la tensión producida por esta polaridad, y es dable advertir cómo el propio Schelling esfuerza su ilusión queriendo hallar en la religión una superación dialéctica de la escisión constitutiva del ser. Lamentablemente, no es posible continuar con la consideración de este pensador, pero no quiero hacerlo a un lado sin señalar lo que Heidegger enfatiza, a propósito de un poema de Nietzsche:

Quien mucho ha de anunciar una vez,
Calla mucho de sí mismo.
Quien una vez ha de encender el rayo,
Ha de ser por largo tiempo – nube.

“El tratado de Schelling sobre la libertad es una de aquellas rarísimas obras, en las que comienza a formarse una nube semejante. Ella flota aún sobre nosotros. Nosotros, que hemos llegado más tarde, tenemos como deber más perentorio sólo señalar hacia esa nube”, concluye Heidegger . Habiéndolo leído o no, Nietzsche y Freud –exentos de dialéctica- dieron curso a la schelliniana noción de una voluntad sujeta a tensión bipolar en sus respectivas teorías pulsionales: dionisíaco/apolínea el primero, tánato/erótica el segundo. ¿Son acaso dos pulsiones? Para Schelling, bien y mal son menos dos fuerzas de tendencia opuesta que distintas perspectivas presentadas por una misma cuestión, ya que no hay forma de postular una fuerza atractiva sin su contraparte de repulsión. En el núcleo del mal está el bien y éste, contemplado en su escisión y su no-identidad, es el mal. Schelling señala que las pasiones, a las que la moral suele denostar como propias del mal, tienen la misma raíz que las mayores virtudes.

Retomemos a Nietzsche en el momento que su pluma hace culminar la noción de voluntad de poder, editada en los Fragmentos póstumos y también como último parágrafo de la recopilación titulada La voluntad de poder (es de las páginas para las que conviene tomar aire y leer en voz alta):
“Y sabéis también qué es para mí ‘el mundo’? ¿He de mostrároslo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, invariablemente grande en cuanto totalidad; una economía sin gastos ni pérdidas pero, asimismo, sin crecimiento, sin entradas; rodeado por la nada como por su límite; no es algo difuso, que se desperdicie, ni que se extienda infinitamente, sino que en cuanto fuerza determinada, colocado en un espacio determinado y no en un espacio que estuviese ‘vacío’ en algún punto, antes bien, como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y ‘muchos’, acumulándose aquí y al mismo tiempo disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose en sí mismas, transformándose eternamente, regresando eternamente, con inmensos años de retorno, con un flujo y reflujo de sus formas que arrastra en su impulso de las más simples a las más complejas, de lo más quieto, rígido, frío, a lo más ardiente, indómito y auto-contradictorio, y, luego, una vez más, retornando de lo abundante a lo simple, del juego de las contradicciones al placer de la consonancia, afirmándose a sí mismo aún en esta igualdad de sus derroteros y de sus años, bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio-: este mi mundo dionisíaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse- eternamente-a-sí-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos sus enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder –y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder – y nada más!”.
La voluntad de poder es un “concepto límite” -tal como Freud expresa a propósito de la pulsión- por tratarse de una fuerza que limita la nada. ¿La nada es el límite de esta fuerza? Tal vez, pero la fuerza limita la nada, es su límite, tal como ya consideramos a propósito del mito griego de la génesis del mundo: la Tierra como límite del Caos primordial. A partir de aquí, en acción la fuerza, carece de fin y de comienzo, sólo es transformación. Ouchi Yoshitaka, poeta y samuray japonés del siglo XVI, lo dice de este modo:

Tanto el vencedor
como el vencido no son
sino gotas de rocío,
sino el resplandor de un rayo.
Así deberíamos ver el mundo.

Juego de fuerzas, olas de fuerza, lo uno y lo mucho acumulándose, disminuyendo, produciendo un borrascoso estallido que se anega y luego relanza un eterno retorno. Nietzsche se vale de la metáfora marina, mar y olas, para presentar de un golpe los dos ejes de su cavilación: voluntad de poder y eterno retorno. Por ser voluntad de un poder que juega la alteridad, una y otra vez retorna, como el o-o-o-o.... Da. El retorno es condición del poder, el poder genera en su acción el retorno. Dos ejes pero no dos conceptos que pudieran aislarse, no hay modo de concebir uno sin otro. ¿No es éste el dilema que a Freud se le presenta en Más allá del principio de placer? Dualista consumado, le resulta imperioso que el placer –como principio- tenga su más allá, del mismo modo que a la pulsión sexual le supone un más allá de muerte. Quizá el obstáculo radique en la pretensión del más acá y el más allá. El Da no es un más allá del o-o-o-o ni a la inversa. Si los concebimos como un pulsar generado en el ritmo que es repique de consonancias y disonancias, no puede desmontarse el sistema sin desintegrar el contrapunto de ausencia, extrañeza, retorno y apoderamiento. Por eso resulta provechoso que Freud destaque el factor pulsionante como evidencia de lo que careciendo de fin o de meta no claudica en su errancia.
Vida y muerte son la expresión de ese contrapunto; una vida sin muerte cancelaría tanto al deseo como al placer –bien lo sabe el obsesivo-, una muerte sin vida sólo es nada, y la nada sola es inexistente. Formulo unas preguntas a los creyentes en la vida eterna después de la muerte: ¿Viven acaso los muertos del paraíso? Y en cuanto a los destinados al infierno, ¿han muerto?, porque sufren el fuego y el sufrimiento es cuerpo. ¿Es el infierno la figuración de un goce eterno? ¿Es el cielo la tontería de un espacio carente de placer carnal? No tan tonto, Sócrates lo creía, a menos que Sócrates fuera tonto... Como diría Borges, todo es tan raro que aún eso es posible.

Flujo y reflujo de formas que van de lo simple a lo complejo, de lo quieto y frío al querer encendido en la contradicción que no se resuelve. “Por mi parte, amigo mío, creo de verdad que es mejor que mi lira esté desafinada y desentone, incluso en el coro que yo dirija, y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes que estar yo, que soy sólo uno, en disonancia conmigo mismo y me contradiga” exclama Sócrates en Gorgias . A esto lleva la busca de una verdad pura, a la creencia en la unicidad que obliga a renegar contradicciones, esas revueltas que determinan la persona. La consonancia es placer si juega su intervención en el repique de las disonancias.
Al devenir carente de saciedad, hastío o cansancio Nietzsche lo llama eterno retorno, otro nombre para lo que desde el comienzo -en El nacimiento de la tragedia- entendiera como lo dionisíaco porque el placer, el deleite acontece en duplicidad de creación y destrucción exento de bien y de mal y a esto, superponiendo denominaciones en capas genealógicas, denomina voluntad de poder.
Cuando Freud refiere el factor pulsionante se libera de un tirano: que la pulsión sea de, genitivo que la pone al servicio de... alternativamente de vida o de muerte. Porque de este modo, vida o muerte tienen dominancia sobre la pulsión, convertida en supuesta servidora. Entiendo de mayor riqueza que una y otra, vida y muerte sean anverso y reverso del poder pulsionante.
También Nietzsche recurre al de, ubicándolo entre voluntad y poder. Pero este de es un potenciador. Voluntad concierne a poder y viceversa. No habría dificultad en colocar un guión entre ambos: voluntad-poder. Sin voluntad como tendencia no habría poder, sin el querer devenido poder la voluntad carece de sustento. La real gana es poder asistido de voluntad. No es que se tenga ganas de poder sino que es poder de la gana que supere el dolor de existir. Voluntad de poder es tal vez una doble sinécdoque –un modo de concebir la metáfora- donde un término subraya al otro generando potencia. Freud escribe con el rigor sintáctico del investigador, disimulando la vena poética, Nietzsche lo hace como poeta, sutilizando el rigor de la sintaxis. Quizá habría aprobado estos versos de Rilke:

¿Esos dolores, por más antiguos que sean,
no se harán al fin fecundos? ¿No es tiempo
de que al amar nos libremos del objeto amado
y lo venzamos temblando como la flecha vence
a la cuerda para ser, en el disparo, más que sí misma?
Porque no hay adónde detenerse.

Que lo pulsionante sea mentado como factor permite desvincular el concepto de cualquier sustancialidad. Un factor es un agente, aquello que hace, “cada una de las cantidades que se multiplican para formar un producto”, según estipula el diccionario. No una constancia sino el modo de lo que acontece, no hay un ser de la pulsión sino tendencia, querer, tensión en devenir.
Freud enuncia lo propio del factor pulsionante, ya fue dicho, hacia el final del capítulo V de Más allá del principio de placer a partir de una de sus alusiones a Nietzsche. Se pregunta si hay en el hombre algo así como una pulsión de perfeccionamiento “que lo ha llevado hasta su actual nivel de rendimiento espiritual y de sublimación ética, y que, es lícito esperarlo, velará por la transformación del hombre en superhombre”. De inmediato agrega: “Sólo que yo no veo en una pulsión interior de esa índole, y no veo ningún camino que permitiría preservar esa consoladora ilusión”. Evidentemente, el superhombre no es la ilusión del perfecto acabado de lo humano. Tampoco Nietzsche lo concibe como totalidad sino, por lo contrario, el superhombre concierne al atrevimiento mayor que tolera y trasciende la ilusión totalizadora de una comunión con el ideal de una Verdad o de Dios. El superhombre resulta del “Dios ha muerto”. ¿Estaba Freud al tanto de esta noción al mentar un superhombre? Hay un fuerte indicio para pensar que sí, ya que no es la primera vez que esta denominación surge de su pluma. Bastante antes, en mayo de 1897 le envía a Fliess una carta que incluye el “Manuscrito N” . En un apartado que titula “Definición de ‘sagrado’”, expresa: “‘Sagrado’ es lo que descansa en que los seres humanos en aras de la comunidad más vasta han sacrificado un fragmento de su libertad sexual y de perversión. El horror al incesto (impío) descansa en que a consecuencia de la comunidad sexual (también en [la] infancia) los miembros de la familia adquieren cohesión duradera y se vuelven incapaces de afiliar extraños. Por eso es antisocial – la cultura consiste en esta renuncia progresiva. Al contrario, el ‘superhombre’”.
El horror al incesto es un articulador que favorece la cohesión del grupo contra la amenaza de lo extraño, a costa de la renuncia sexual. Superhombre, por lo tanto, es quien mediante un acto de libertad enfrenta la alteridad de lo otro. El incesto no es algo que pueda ser consumado sino un nombre que la cultura reserva para erradicar el horror, lo que cohesiona en la renuncia. Freud no transige; años más tarde, en 1915, escribe : “Quien se ve precisado a reaccionar constantemente en el sentido de preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones pulsionales... objetivamente merece el calificativo de hipócrita”; de inmediato asevera que nuestra cultura “está edificada sobre esa hipocresía y tendría que admitir profundas modificaciones en el caso de que los hombres se propusieran vivir de acuerdo con la verdad psicológica. Existen, por tanto, muchísimos más hipócritas de la cultura que hombres realmente cultos”.
Por eso vale que en la cita anterior Freud haya estipulado que el perfeccionamiento es una consoladora ilusión. En consecuencia distingue otra cuestión en el perfeccionamiento al que se refiere: por empezar afirma que es efecto de la represión de las pulsiones y se trata de un “infatigable esfuerzo que se observa en una minoría de individuos humanos”. A partir de aquí destaca el factor pulsionante generado por la discordancia entre una ilusión, “la repetición de una vivencia primaria de satisfacción” y la experiencia real que se obtiene con “el placer de satisfacción hallado”. Sólo al volverse tolerable eso extraño que difiere del ideal de completitud es posible sintonizar la tensión “que no admite aferrarse a ninguna de las situaciones establecidas, sino que, en las palabras del poeta (Goethe), ‘tiende, indomado, siempre hacia delante’”. Esta carencia de fin implica una trasvaloración por cuanto el valor de la vida, organizado moralmente como tendencia hacia el bien y alejamiento del mal coloca un fin, estipula un destino. La abolición de la meta en el retorno de lo que difiere es un más allá del bien y del mal.
Al producirse por un ejercicio de alteridades, el factor pulsionante no está dotado de un ser, en esto hay un encuentro con la perspectiva de Nietzsche. En La voluntad de poder , por ejemplo, se lee: “Apurando un poco más: no se debe aumentar ningún ser en general, porque, si admitimos semejante cosa, el devenir pierde su valor, y precisamente por esto aparece como privado de sentido y superfluo... reconocemos que esta hipótesis del Ser es el origen de todas las calumnias del mundo (el ‘mundo mejor’, el ‘mundo real’, el ‘más allá’, la ‘cosa en sí’)”. Tampoco la voluntad es algo de lo que podamos decir que es. Guiado por esta evidencia, Nietzsche estipula : “No existe voluntad: hay puntuaciones de voluntad, las cuales constantemente aumentan o disminuyen su poder”. Aseveración que viene precedida por un “y es cierto que el mundo que tiene menor duración es el más duradero”. El instante de goce no hace, de su condición de cosa efímera, algo tan evanescente que sea incapaz de duración. Pero ¿en qué o de qué modo dura? No hay otro modo de pensarlo que remitiéndolo al incesante retorno, que en su desvanecimiento genera las condiciones para la reactivación del factor que pulsiona.
Quizá lo duradero sea a la manera del fluir de un río. A Heráclito, el oscuro, se atribuye el famoso “Nadie se zambulle dos veces en el mismo río”. Es cierto, nadie lo hace por segunda vez, por la sencilla razón de que tampoco es posible hacerlo siquiera una . No hay “el mismo río” por carencia de mismidad, ni para el río ni para quien se sumerja en sus aguas, de allí esta decisiva apreciación de Nietzsche : “Imprimir al devenir el carácter del ser –ésta es la máxima voluntad de poder... Que todo retorna, ésta es la máxima aproximación de un mundo del devenir al mundo del ser: cumbre de la indagación”. Siempre cambiante, el fluir del río no acaba; el agua detenida es sólo un estanque. Si llamamos acabar a la culminación orgásmica es por no ver que lo pulsionante retorna como factor inacabado.

Hemos considerado que la apetencia de saber deriva de una pulsión de apoderamiento, pero si no hay un ser estable de las cosas o del sujeto, ¿cómo es posible conocer? Precisamente, aquí se ubica la estima nietzscheana acerca del arte, capacidad de creación que destituye la ilusión de una verdad inmutable, legado metafísico que atraviesa el pensar occidental. A continuación de la cita anterior, Nietzsche prosigue: “El conocimiento, por principio imposible en el devenir, ¿cómo es posible entonces el conocimiento? Como error sobre sí mismo, como voluntad de poder, como voluntad de engaño. El devenir como inventar, querer, negarse a sí mismo, auto-superarse: ningún sujeto, sino un hacer y un poner creativos, nada de ‘causas y efectos’”. ¿Ningún sujeto? Nada sujetado salvo –y en esto la clínica es elocuente- la enorme estabilidad de la neurosis que sujeta la persona al afán de identidad y por consiguiente a una tiránica concepción del sentido.

Por eso Le Pera:

sólo quiero que hoy comprendan
el valor que representa
el coraje de querer.

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