Suele tenerse de lo autobiográfico la idea simple de alguien puesto a redactar su historia. Pero a poco que lo intentemos o ensayemos la lectura de algún libro así caratulado, se nos vuelve evidente que a menos que se logren interpolar algunas cuestiones, la introspección es una tarea imposible.
Freud logró la clave del método psicoanalítico al concebir, luego de años de experiencia, la regla fundamental: quien aspire al conocimiento de sí ha de soslayar el propósito de explicar, demostrar algo, sostenerse en principios morales y hasta donde pueda le es preciso abandonarse a la deriva de sus ocurrencias manteniendo en suspenso cualquier meta deliberada. El despojo consciente no equivale a pérdida del sentido sino que facilita a lo inconsciente tomar la palabra.
Lo autobiográfico no acontece allí donde alguien profiere “éste soy yo” sino que requiere, como paso previo, velar a ese "yo" productor de espejismos. El escritor no ignora que lo íntimamente propio se dispone al margen; antes un titilar que un destello, es una forma que se insinúa sin contundencia; el oficio de escritura radica en valerse de la apariencia inconsistente para que allí despunte el valor de una obra; cuestiones de método y estilo mediante, el lector podrá luego disfrutar del modo en que cada cual ha logrado su producto.
“Puesto que Yo es un otro -escribe Rimbaud en carta a Paul Demeny-.1 Si el cobre se despierta clarín, no es por su culpa. Me es evidente esto: doy un golpe con el arco del violín: la sinfonía se mueve en las profundidades o asciende de un salto a la escena. ¡Si los viejos imbéciles no hubiesen encontrado del Yo más que la significación falsa, no tendríamos que barrer estos millones de esqueletos, que, desde un tiempo infinito, han acumulado los productos de sus inteligencias miserables, aclamándose autores!”. Incita al “desarreglo de todos los sentidos” como el modo de lograr el necesario despojo yoico que permita aflorar el núcleo del ser. Menos altisonante, Freud propuso la mentada regla fundamental, propiciatoria de una “libre asociación de ocurrencias”. Paradójica situación la del análisis, que incita al interesado a ser fiel a una regla carente de normas, que no podrá cumplir por más que se esfuerce -y cuanto más esfuerzo peor- hasta la vez que hable de verdad y para su azoro compruebe que en vez o además de comenzar, en ese momento el ensayo autobiográfico toca su fin, su finalidad.
En la obra de Marcel Proust encontramos quizá algunos de los mayores hallazgos que puedan pretenderse para el género autobiográfico, cuya elocuencia no consiste en datos historiográficos ni en sucesos más o menos consignados sino en la volátil pero rigurosa aprehensión de un goce que marca la vida y orienta el designio de un ser humano según la inefable sustancia del deseo. Vayamos a él, quiero decir a Proust, a la crónica de un destino deseante polarizado entre la busca del tiempo perdido y el hallazgo de la singularidad atemporal del goce.
Es una tesis suya que la vida no puede ser alcanzada, al estado puro, salvo en destellos de absoluta intensidad que se presentan despojados de sensaciones que la oscurecen. En estos inefables momentos algo real impone un saber, un íntimo sabor que da lugar a esos rasgos inefables que llamamos “los gustos de una persona”. Escritores y psicoanalistas nos devanamos por conjugarlos en interpretación o darles forma de texto, cruzados por los resabios que nos es dado alcanzar del fulgor inconsciente, tan escurridizo que necesitamos inventar dispositivos, fórmulas, historias o modelos teóricos que nos procuren la ficción de situar su acontecer.
George Painter, biógrafo de Proust a lo largo de dos fatigosos volúmenes, dice que ocurrió aproximadamente el 1 de enero de 1909:2 entrada la noche, Marcel Proust llega a su casa, aterido por el frío; cuando se dispone a leer, sentado junto a una lámpara, la mujer que le cuida lo invita con una taza de té, a pesar de conocer su adicción al café. Accede, y al probar un bollo mojado en la infusión lo invade un sentimiento singular; aunque fuera único lo sabía de otras veces. Ésta percibe un aroma de geranios y de azahares que le proporciona una felicidad ingrávida. Poco después, la memoria le devuelve el recuerdo del jardín de un tío-abuelo y a éste cuando en su infancia le convidaba con té y bollos. Autores como Painter y Beckett coinciden en afirmar que este episodio es el disparador para que Proust emprenda su obra magna, En busca del tiempo perdido. No puede menos que sorprendernos la evanescencia del sabor recuperado en el bollo, apenas un instante, en contraste con el extenso, minucioso emprendimiento ulterior que lo llevara a escribir miles de páginas que se acumularían en los siete tomos de su novela. Al comienzo del primero, Por el camino de Swann, Proust coloca al protagonista en similar situación a la experimentada por él, haciéndole interrogarse vanamente por sus días de infancia en el poblado de Combray; el esfuerzo tan sólo le traía la vaguedad de una bruma luminosa.3 “Así ocurre con nuestro pasado -piensa el protagonista-. Es trabajo perdido el querer evocarlo e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte o que no le encontremos nunca”. Dicho objeto estaba por salirle al paso en la forma de uno de esos bollos, cortos y abultados, llamados magdalena, en el momento en que abrumado por la tristeza la madre se lo trae acompañado de un té.
El autor introduce una variante con relación a lo que viviera, una clave de su escritura: si a comienzos de 1909 fue Céline, empleada de su casa quien le trajo el bollo y el té, es la madre quien se encarga de similar tarea en la novela; ya muerta cuando escribe, aparece viva y decisiva en la urdimbre de la obra. Unas páginas antes del episodio comentado, el protagonista memora el sufrimiento al que se encontraba expuesto, de niño, al tener que encaminarse hacia el dormitorio, en el piso superior de la casa, para acostarse. La madre solía permanecer en reunión con la familia mientras él esperaba ansiosamente su llegada para recibir el beso de las buenas noches, pero el contacto era tan efímero que el encuentro resultaba marcado por el dolor de la despedida y ni siquiera lo calmaba la idea de pedirle un segundo beso. Peor aún cuando concurría el señor Swann, pues la madre no subía al cuarto. Una de esas noches, al ir a acostarse luego de concluida la visita lo encuentran en tal estado que el padre solicita a la madre permanecer junto al niño el resto de la noche. Al quedar a solas, ella le dice: “Vamos a ver, ya que ninguno de los dos tenemos sueño, en vez de estar aquí cansándonos los nervios, hagamos algo, vamos a coger un libro de los tuyos” y elige una novela. “Yo nunca había leído novelas de verdad”, reflexiona el protagonista. Aventuro que Proust encontró su destino en algún episodio como éste –“un libro de los tuyos” había dicho ella-, destino de escritor de una novela tan extensa como un interminable beso materno, corporizado en magdalena -nombre de mujer, digámoslo- en la alta noche del enero de 1909. Las primeras palabras de En busca del tiempo perdido lo atestiguan en bella condensación: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan prestos, que ni tiempo tenía para decirme: ‘Ya me duermo’. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante el sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban estas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra...” Al conciliar el sueño se convierte en tema del libro leído, por sí mismo, por ella, madre, novela.
En los Ensayos literarios (Contra Sainte-Beuve) hay un fragmento que convalida la interpretación ensayada. Dirigiéndose a la madre, como interlocutora imaginaria, dice Proust : “Esos volúmenes en los que se ha leído una obra por primera vez son como el primer vestido con que se ha visto a una mujer, ellos nos dicen lo que ese libro representa entonces para nosotros, lo que nosotros éramos para él. Mi única manera de ser bibliófilo era buscándolos. La edición en donde leí por primera vez un libro, la edición en donde me brindó una impresión original, he ahí las únicas ‘primeras’ ediciones, las ‘ediciones originales’ a las que soy aficionado. Todavía me basta con acordarme de aquellos volúmenes. Sus viejas páginas son tan porosas al recuerdo, que temería que absorbiesen también las impresiones de hoy, y que no encuentre ya mis impresiones de antaño”.
Retomemos el episodio de la magdalena de En busca del tiempo perdido. Al probar las migas empapadas en té, el protagonista se estremece: “Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria... Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”. ¿De dónde vendría aquella alegría desmesurada? se interroga al percibir que si bien el té y el bollo la propiciaban, el júbilo excedía la naturaleza de la cosa; y sin embargo, en eso había una verdad, algo presente, fuertemente real. Fuera de sí, hace el esfuerzo de retornar a lo consabido renovando interrogantes: ¿Qué significa ese gozo? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? El probar una segunda vez nada agrega -tampoco lo hubiera hecho un segundo beso en la despedida nocturna de la madre- y a la tercera la sensación se desvanece. Entonces deja la taza para decirse que su alma debe dar con la verdad. “¿Buscar?” se pregunta una vez más, para responder: “No sólo buscar, crear”. Consideremos que entre el momento de la experiencia en el texto y nuestro momento de lectura se intercala el tiempo de escritura. Merced al protagonista es al autor a quien escuchamos decirse: no sólo buscar, crear y la busca del sabor perdido abre un espacio de creación en obra. Sigamos con el protagonista, quien no ignora lo insólito de su estado, su falta de lógica; a pesar de ello mantiene la convicción de la ambigua felicidad que lo embargara. Luego de embrollarse en una busca voluntariosa, se propone enfrentar vacío de ocurrencias deliberadas el acontecimiento inicial. Algo se agita en su interior, “algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia -se dice- y oigo el rumor de las distancias que va atravesando”. Hasta que un recuerdo disipa la vacilación: el de la magdalena que su tía Leoncia solía ofrecerle mojada en té los domingos por la mañana en Combray. La puntual recuperación de ese pasado lo hace pensar que cuando nada parece subsistir de lo antiguo, derrumbadas las cosas, desaparecidos los personajes, pueden darse las condiciones para la irrupción de algo real que atraviesa los velos que atesoran una escena recóndita; en ésta despiertan a la luz la fachada del caserón que ocupara en Combray, el jardín, el pueblo con su plaza, sus calles y los caminos aledaños que frecuentara en compañía de sus padres. Compara esta recuperación del recuerdo con esos pedacitos de papel que los japoneses meten en un cacharro y al ser mojados se estiran, toman formas y se colorean hasta convertirse en flores, gente o casas. De igual modo cobraban vida los habitantes de Combray, los edificios, la iglesia, los alrededores, saliendo de una taza de té.
En este devenir de la memoria hay una inflexión del sabor, convertido en saber abierto al goce. Una aproximación a la secuencia comprometida nos permite desgranar la lógica de sus tiempos:
1. Goce. Algo verdadero se presenta disgregando el hábito en el asomo de una felicidad cuya realidad desvanece las restantes realidades. El extravío colapsa cualquier representación y ante él sólo cabe la entrega de sí. “¿Por qué esta coincidencia entre dos impresiones nos devuelve la realidad?” se pregunta Proust en un ensayo.6 En el episodio de la magdalena hace inferir al protagonista que consiste en algo tan evanescente como eterno, lo que es decir que se trata del inasible presente, en la doble connotación del presente atemporal y lo que en él se presenta. Si en la obra que nos ocupa hay busca de un tiempo perdido, éste es el instante del hallazgo, efímero por lo presente pero tan constante como una verdad inconsciente.
2. Intento de reiteración de la experiencia. El protagonista consigue sólo la certidumbre del desvanecimiento del acontecer inicial.
3. Esfuerzo por aprehender intelectivamente. Resulta infructuoso, salvo en la evidencia de la falta de prueba lógica para el gusto de lo vivido. En este devaneo, la busca es condición del desencuentro.
4. El protagonista se atreve a vaciar el pensamiento de expectativas, aproximándose al hallazgo autobiográfico. Si en el momento anterior había concentrado la atención en la pesquisa, desechando ocurrencias liminares, ahora produce el vacío que habrá de alojar, en su oquedad, una memoria hasta entonces incapaz de conciencia. Es notoria la analogía con el libre asociar que es premisa del análisis, libertad que parece una ironía freudiana, puesto que al prescindirse de lo que se querría alcanzar de modo voluntarioso, el solapado inconsciente toma a su cargo el comando de las ocurrencias.
5. Aparición de un recuerdo puntual: Las visitas dominicales a la habitación de la tía Leoncia, quien le convidaba una magdalena mojada en té. Interesa destacar que no hay aquí revelación de secretos vitales, tan sólo se trata de un fragmento memorable que desprendido del pasado se destaca fuera del tiempo convencional. Hacer consciente lo inconsciente, algo develado en su misma condición de velo. Freud lo dice de modo más sencillo llamando a esto “recuerdo encubridor”. Considerado estrictamente, indica que lo encubridor es el propio recuerdo. ¿Qué resulta encubierto por el velo del recuerdo? El goce que ahora, recordando, desprende un saber al precio de la veladura de su incomparable sabor. Cuando hubo goce fue sin memoria, al advenir ésta el goce es nombrado y con ello cubierto su escándalo con el púdico velo de la palabra, que tanto oculta en la producción de sentido como lo insinúa en una metáfora. He llamado tiempo de despertar a esta atopía.
6. Comienzan a surgir, como las formas en los papeles japoneces, los actores del recuerdo, incluyendo decorados y bambalinas: Combray es sus gentes, sus casas, calles, caminos aledaños. Si en el momento anterior hay un puntual hacer consciente lo inconsciente, éste concierne al despliegue de la escena.
Pero esta escena dura lo que una estrella fugaz y Proust no deja de preocuparse. Siguiendo su estima apreciaremos cómo, en un tiempo ulterior, acontece la escritura del goce, que es goce en escritura. En Por el camino de Swann7 se reitera, en el transcurso de un paseo en coche, el singular placer que embargara al protagonista al saborear la magdalena. Pasan frente a los campanarios de Martinville y luego ante el de Vieuxvicq, destacados por el tibio sol del atardecer. Lo empinado de sus agujas, lo movedizo de sus contornos, las superficies iluminadas lo sobresaltan sin que logre conocer la hondura de su impresión. El suave movimiento de las formas, en medio de la diáfana claridad, le niega su secreto. La ignorancia del porqué del placer inusitado tornaba fatigosa la busca de una respuesta y se sintió tentado de abandonar las líneas soleadas de los campanarios, dejándolos desdibujarse en su intimidad como tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos que otrora fuesen motivo de goce. Las formas se iban perdiendo cuando resolvió mirar una vez más, a la distancia; al dar vuelta la cabeza vio negros los campanarios, porque el sol se había puesto. Tuvo esta ocurrencia: “Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez, y desaparecieron”. Percibió una mutación, el volumen cambiante de los campanarios se había vuelto palabras y la frase le gustaba. Pidió papel y lápiz y se puso a escribir sin importarle el vaivén del coche mientras su conciencia se aliviaba de obsesión y encendía de entusiasmo. Redactó una página donde hacia el final los campanarios, ya en sombras, eran “tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación -concluye- tres niñas de leyenda. Perdidas en una soledad, cuando ya iba cayendo la noche; mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse una tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad”.
El protagonista dice no haber vuelto a pensar en esa página, pero mantiene vivo el recuerdo de cuando terminó la escritura en el rincón del pescante, donde el cochero solía colocar las aves, compradas en el mercado. “Me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado”. Curiosamente, la alegoría del huevo carece de la sutileza distintiva de Proust, parece antes una confesión que lograda literatura, pero su elocuencia es meridiana: el tiempo de escritura inaugura otro goce, que llega al desvanecerse los campanarios de la experiencia. La del acto poético es otra experiencia, otro sabor; liberando la memoria del cancel de la razón produce obra. Este goce es una nueva felicidad; ni mejor ni peor que la precedente, otra.
Este momento de la historia es crucial para el proustagonista, quien a pesar de la afirmación de no haber vuelto a ocuparse de la página, la actualiza en el tomo quinto, ya convertido en escritor, de este modo: “Habría Le Figaro. Buscaba y comprobaba que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este periódico y que no era más que la página recientemente encontrada y un poco arreglada que había escrito tiempo atrás en el coche del doctor Percipied mirando los campanarios de Martinville”. Si en los tiempos anteriores destaqué el puntual hacer consciente lo inconsciente y el despliegue de la escena, el momento de la escritura es del olvido superador.
Alternancia de sueño y vigilia que desliza al autor en la novela, clave anunciada en el beso que es encuentro y despedida, contraste con la vastedad de la escritura, un té con magdalena -formulación simbólica del beso y su goce-, verdad, realidad, memoria ajena al suceder consciente, Combray, el goce de la obra. Con este repertorio emprende su aventura, que le hará exclamar: “Los únicos verdaderos paraísos son los paraísos perdidos”. ¿Buscar? No sólo buscar, crear se había dicho, agregando que el alma “se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión”. La busca del perdido rastro autobiográfico encuentra ausencia; el acto poético, en cambio, es creación en goce, aunque sea arduo el extrañamiento del paraíso que incita a la busca y devuelve el recuerdo de lo perdido.
La obra de Proust5 se desarrolla a través de estas afirmaciones: lo perdido no puede ser hallado porque no existe; no obstante, es posible recrearlo para dejar que un nuevo goce proyecte su sombra y que también ella se pierda, hasta el próximo destello del tiempo de despertar. Sucesiva, proustianamente.
1: Cartas de Rimbaud, página 38. Juárez Editor, Buenos Aires, 1969.
2: Marcel Proust 2. Biografía. 1904-1922, p. 204 en adelante. Alianza-Lumen, Madrid, 1972.
3: “Primera parte: Combray. Uno”. Alianza Editorial, Madrid, 1981
4: P. 72 de la edición de Edhasa, Barcelona, 1971.
5: P. 72 de la edición de Edhasa, Barcelona, 1971.
6: Ensayos literarios, p. 131. Ibíd.
7: “Primera parte: Combray. 2”.