En la vieja psiquiatría hubo quienes intuyeron la importancia del tiempo de despertar, instancia intermedia, filosa, inquietante, disparadora
inconsciente de múltiples sentidos. Instante fugaz en el que ya no dormimos pero tampoco estamos despiertos. Pasaje, metáfora del tiempo en una verdad que se enciende y se esfuma, disruptivo
sacudón, atrevida errancia, fulgor producido entre la opacidad del descanso y el hábito de la vigilia cotidiana. Decía que la vieja psiquiatría percibió algo de esto al establecer los tratamientos de
shock insulínico, dedicados a las esquizofrenias pero no con exclusividad. Se trataba de suministrarle al paciente internado dosis crecientes de insulina hasta que entre en coma. Luego, al
momento de despertar estaría en situación de hablar de sus “procesos internos”, proporcionando al profesional datos de importancia para el tratamiento. Aunque el interés en este procedimiento
llegó por otros andariveles, no está de más recordarlos sumariamente: los psiquiatras comenzaron ilusionándose en lo que algún tratado1 calificaría como el “destello del genio humano” que
tuviera Warner Von Jauregg al suponer que una infección de malaria accidentalmente contraída por un paciente afectado de PGP -Parálisis General Progresiva, estadio terminal de la sífilis-,
había mejorado esta enfermedad. Alentados por la idea de que una conmoción orgánica sería curativa, apostaron a las “tentativas terapéuticas basadas en la remoción orgánica (shock)”. Se
inventó la piretoterapia y en 1929 a Sakel se le antojó que el shock hipoglucémico por administración de insulina, así como los efectos del cardiazol, tendrían efectividad en trastornos
esquizofrénicos. En línea con esto, Cerletti diseñó en 1934 los primeros, rudimentarios aparatos para producir electroshock, a los que luego se agregaron sensores para medir y conducir la
descarga. Felizmente estas prácticas riesgosas, funestas, cuyo inconfesado trasfondo es la concepción del trastorno mental como posesión demoníaca y el shock como exorcismo, tienden a ser
abandonadas.
En medio de esto surgió la psiquiátrica intuición de que el inefable tiempo de despertar, cuando el paciente sale del estupor comatoso, tiene especial relevancia. A propósito del shock insulínico,
Insabato señala 1: “En el momento del despertar se va tomando contacto lentamente con la psiquis del enfermo, el cual está en un estado de ligera euforia de tipo infantil con necesidad de efusión
y de atenciones y consuelo, y tendencia a la confidencia, hecho este último de no poca importancia para los fines de la recta conducta terapéutica”.
Durante años, mientras cursaba la carrera de medicina fui practicante en las guardias del instituto psiquiátrico San Gabriel. Las “terapias” de shock estaban, literalmente, a la orden del día, tanto
que los practicantes las habíamos bautizado “milanoterapia”, Milano era el apellido del director. Pagaban poco, pero eso sí, una vez al año, para no sé qué aniversario organizaban pantagruélicos
festejos. El casco de la que habría sido una estancia se iluminaba a pleno salvo las salas de internación, obviamente; los practicantes también concurríamos, mezclándonos con los psiquiatras
responsables de las internaciones. Se nos trataba como dignos doctores, al menos nos parecía, el doctoreo competía en generosidad con el champagne. Y con la resaca a cuestas…, como canta
Serrat, al día siguiente volvía a imperar el orden cotidiano y con él la “milanoterapia”, consistente en que los de bajo rango aplicásemos insulina y electroshock a la mayoría de los internados,
que se contaban por cientos. Nunca vi a un psiquiatra, de los que conociera en las noches de festejo, que al momento de despertar estuviese al borde de la cama del paciente, dispuesto a escuchar.
Mencionaré a uno, que figura en libros de la especialidad pero que por pudor omitiré el apellido, que gustaba de recorrer conmigo las salas donde estaban sus pacientes y les dirigía encomiásticas
palabras de aliento. Al ingresar a una miró a un interno y admirado le dijo que el tratamiento de shock estaba rindiendo sus frutos, ya que había mejorado ostensiblemente, parecía otro. El
paciente se limitó a responderle: “Soy otro, doctor, llegué esta mañana”. O aquél que había internado a una angustiada mujer y luego de unos meses no sólo había mejorado, tampoco quería saber
del mundo de afuera. Exasperado por el no acatamiento a la orden de retorno a la vida familiar, la acusó de padecer el complejo de Edipo. Ignorante de Sófocles, de Freud, la mujer reía al
contármelo, yo también.
Guardo un recuerdo entrañable de los internados que frecuenté en San Gabriel, mezcla surreal de una hippie geselina –en mi época de mochilero la había conocido en Villa Gesell-, con ella
leíamos a Girondo en su celda de “clinoterapia”, kline-cama, una habitación de 3 por 2 con cama dentro… del periodista fóbico que no quería salir… de Gomucio, que me tomaba por Dios
porque lo salvé de un arrebato suicida suturándole las muñecas cortajeadas con una hoja de afeitar y besándome las manos me saludaba cuando llegaba a la guardia… del minusválido que
siempre conducía a otro de la mano pronunciando su apellido… de una señora cuyo marido la internó para librarse de ella… de la hermosa mujer catalogada como “psicosis puerperal” según el
vademécum que un profesional tenía en el bolsillo y se enamoró de mí, que no la diagnostiqué, tal vez por eso… de aquél que desencajado quería violar a una anciana andrajosa que gritaba como
marrana… de la viejita que me contaba cómo la humanidad había surgido la vez que Dios le tocó el costado derecho y habían nacido las mujeres paquetas del Barrio Norte y luego, a un nuevo
toque del Señor, del costado izquierdo le nacieron las habitantes de las villas… y tantos otros que me hicieron saber de sus furibundos, alocados, callados, quietos despertares. Casi tantos como
los que en cerrada osadía permanecemos del lado de afuera.
1: Luigi Insabato: “Neuropsiquiatría”, incluido en Síntesis Médica Mundial. M. Soriano Jiménez editor. Barcelona, 1940. Colecciones
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