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1.
El narcisismo tiene mala imagen, vaya paradoja. Tanto entre colegas como entre gente no formada en psicoanálisis suelen escucharse exclamaciones del estilo de “no hay que ser narcisista” o, más enfáticamente, “¡qué narcisista es este tipo o aquella mina!”, etc. etc. Fácilmente se advierte la condena moral: lo del narcisismo está mal y no es difícil inferir que este modo de opinar suele disimular posiciones… narcisistas.
Comenzaré por una provisoria definición de narcisismo: concierne a cierto arrobamiento con la imagen de uno mismo, tengamos presente la leyenda de Narciso capturado por la imagen que le devuelve el agua de un río. De esto puede derivarse que quien esté en esta posición habrá de expresarse con engolada soberbia. No obstante, tampoco la soberbia es un concepto sencillo –ninguno lo es, claro está- ya que al acto relevante de alguien solemos calificarlo de soberbio, y a nadie se le ocurriría asociarlo con lo fatuo. Y próximo a la soberbia tenemos la autoestima, imprescindible para acometer cualquier emprendimiento. Otra es la cuestión si ubicamos al narcisismo como encierro, lo que acabo de mentar es su opuesto, bajo la forma de acto relevante o emprendimiento.
Efectivamente, hay una polarización entre “encierro” y “acto”. El encierro del analista es el de Narciso si el confort del sillón lo disimula, allí donde, ignorante de su situación, queda apresado en su imagen ideal, construida en abigarrado collage con principios no examinados, sus vástagos los axiomas –esas etiquetas que usamos para no perder el equipaje cuando estamos de viaje-, citas memorizadas y a menudo extrapoladas de los maestros que dan ilusoria sustancia a los rasgos que creemos propios. Y no sólo se trata de un equívoco fácilmente visible desde fuera porque también intervienen, como baluartes segundos del encierro, formaciones teóricas y modalidades clínicas resultantes de la “propia” trayectoria que ejercen tiranía; es el caso, muy difundido, de quienes una y otra vez reiteran, como imagen de mismidad, los mismos puntos de vista. Hace años (muchos), en el transcurso de un ateneo clínico en la Asoc. Psicoanalítica Argentina me contaron que un analista presentaba un caso; a cada ocurrencia del sufrido paciente interpretaba, en lo que dimos en llamar “traducción simultánea”, a veces el enfrentamiento con el padre, otras su apetencia por el celo materno, sin descuidar la rivalidad con los hermanos, centrado en la noción imperante acerca del Edipo. En un momento intervino Enrique Racker, quien le habría dicho al terapeuta encerrado en el canon algo del estilo de: “El problema no es que te equivoques, sino que al interpretar todo según el Edipo no te equivocas nunca”. La anécdota es vieja, pero sin dificultad se la puede trasladar a cualquier época modificando el referente teórico.
Antes de ir a la cuestión de fondo, diré que entiendo de importancia, como alternativas al encierro del analista, tres instancias que paso a enumerar: 1) La supervisión, palabra poco feliz porque no se trata de la vista super de alguien sino de poner en foco la escena del análisis, que habilita una mirada tercera que sacuda la tentación narcisista de corroborar con la mediación del paciente en especular puesta en abismo, el antes mencionado ideal analítico. 2) Las presentaciones clínicas en rueda de colegas, donde al quedar uno expuesto se propicia discurrir sobre los fundamentos de la práctica. 3) La escritura de la clínica, con el ejercicio de los múltiples desdoblamientos entre narrar y ser narrado, escribir(se) pero también, luego, una vez alcanzada cierta distancia simbólica, leer(se), argumentar y rebatir(se) contra-argumentando, intentar la narración subjetiva desde quien se analiza quedando uno entre paréntesis o abordar la escena del análisis desde una voz en off y muchas otras alternativas que me llevan a sostener que no es posible sortear el encierro sin las operaciones inherentes a una escritura de la clínica.
2.
Encierro narcisista, inacción. No estará de más una sucinta reseña de la leyenda de Narciso: en Beocia corrían las aguas del dios-río Cefiso; cierto cálido día de verano Liríope, espléndida ninfa acuática, paseaba por sus márgenes cuando el impetuoso Cefiso la hizo suya en su torrente. Nueve meses más tarde, Liríope paría un niño de impar belleza; queriendo saber su futuro consultó al ciego Tiresias, quien inaugurándose como vidente vaticinó crípticamente: “Tendrá larga vida en tanto no se conozca a sí mismo”. El pequeño creció concitando a dioses, ninfas y mujeres mortales con su belleza, pero a todos era indiferente. Entre sus amantes no correspondidos estuvo la ninfa Eco, quien consumida de amor terminó incorporada al granito de los cerros, restando de ella sólo una voz repetidora en eco. Otro de sus pretendientes fue Amenio –también un personaje acuático, hay un río con su nombre- al que Narciso obsequió una espada y desairado terminó suicidándose con ella luego de clamar venganza a los dioses. Artemisa escuchó su rabiosa súplica y preparó una celada. Poco después, luego de una extenuante caminata Narciso divisaría, sediento, un apacible arroyo de plateados destellos que corría en medio de la espesura del bosque; al tenderse a su orilla para calmar la sed lo sobresaltó la visión del doncel que el espejo de agua le devolvía. Extasiado, Narciso no atinaba a moverse y podemos preguntarnos qué veía a través de esa imagen que siendo suya no estaba exenta, en su engañosa calma, del ímpetu paterno, de la hermosura materna y del desairado Amenio, causante de la celada, todos personajes acuáticos, y allí permaneció, absorto en su encierro hasta hundir una daga en su pecho para arrastrar consigo a la muerte la imagen de sí que a nadie pertenecería. Interesa citar a Ovidio, relator de la historia1 , quien le dirige estas palabras: “¡Crédula criatura! ¿De qué te sirven tus vanos esfuerzos por poseer la apariencia fugitiva? El objeto de tu deseo no existe. Al darte vuelta desaparece el destinatario de tu amor. Nada es por sí mismo. Es por ti que aparece y persiste; y sin ti desaparecería, si tuvieses el coraje de partir”.
El vaticinio de Tiresias revela su ambigüedad: en un plano, Narciso reconoce sus rasgos y queda prendado de sí, al igual que sus amantes no correspondidos; si hubiese comprendido la ilusoria pretensión de su deseo, confrontado con los personajes acuáticos que platearon el espejo de agua y con Eco, la fatal repetidora que terminaría inmovilizada, podría haber alcanzado el acto impulsado por el coraje de partir. Y nunca más cierto lo de partir, morir un poco, un desfallecimiento del ideal, condición y posibilidad de la partida. Esa partida, que requiere la declinación del ideal, hubiera sido un acto vital, pero primó la soberbia contraria al acto, la del encierro que cancela la vida, dramatizada en el postrer parlamento de Narciso (versión Ovidio): “¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar… Mas no ha de aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas una sola vida”.
Ubicados ante la disyuntiva de encierro o acto, la lúcida estima de Miguel de Unamuno acerca de la soberbia es aclaratoria2. Comienza señalando que “a menos pensamiento, pensamiento más tiránico y absorbente. Es como la soberbia, que aun siendo menor llena más en los espíritus más pequeños”, no puedo menos que pensar en aquello del “burgués pequeño pequeño” de la excelente película protagonizada por Alberto Sordi. Unamuno hipotetiza que si un espíritu tiene una capacidad de cien y su soberbia alcanzara a veinticinco, sería menor que la de quien la tenga en cien, pero si su capacidad espiritual fuese de mil, en el primero la soberbia ocuparía la cuarta parte y en el segundo sólo un décimo. “De aquí lo ridículo de la soberbia de los espíritus pequeños” afirma, dándonos una pista para entender la cristiana promesa de un reino celestial para los pobres de espíritu.
Luego de una serie de consideraciones asevera que es mala la soberbia ociosa, que reverbera en la propia contemplación, y agrega: “Mas desde el momento en que, persuadido uno de su superioridad, se lanza a obrar –en Ovidio se trata del coraje de partir- y desea que esa superioridad se manifieste en obras, cuando su soberbia pasa de contemplativa a activa, entonces pierde su ponzoña, y hasta puede llegar a ser, y de hecho llega a ser muchas veces, una verdadera virtud, y virtud en el sentido más primitivo, en el etimológico de la palabra virtus, valor. Soberbia cuyos fundamentos se ponen al toque de ensayo y comprobación de los demás, deja de ser algo malo. La soberbia contemplativa es la que envenena el alma y la paraliza. La activa, no –damos con la polaridad antes señalada entre encierro narcisista y acto-. La mala es la soberbia del que por no ver discutida, o aun negada, su superioridad no la pone a prueba. La lucha purifica toda pasión... Obrar es ser humilde, y abstenerse de obrar suele, con harta frecuencia, ser soberbia. Observad que las pinturas más sombrías de los males de la soberbia proceden de los abstinentes, de los que se abstienen de obrar, de los más puramente contemplativos. Las más acabadas pinturas de los estragos de la soberbia vienen de los profesionales de la humildad, de los que toman la humildad por oficio, presos de la soberbia contemplativa, como las más vivas pinturas de la lujuria vienen de los que han hecho voto de castidad”.
Narciso es casto, enorme precio pagado a una pureza suicida. Consecuentes con la estima de Unamuno debiéramos preguntarnos cuánto de narcisa castidad hay en nuestros cotidianos encierros, sean del orden que fuere. Y el pensador vasco concluye, según su estilo, con palabras enfáticas: “Muchas veces se ha fustigado, aunque nunca tanto como se merecen, a nuestras clases neutras, a los que se están en sus casas, so pretexto de que corremos malos tiempos para que los hombres honrados se den a la vida pública; pero no sé si al fustigarlos se ha visto que es soberbia lo que principalmente les retiene en sus casas”. Clases neutras, nulas, de inacabada y sombría soberbia, narcisos blandamente suicidados en el confort de sus sillones.
1: Las Metamorfosis (libro tercero). Colección Austral de Espasa-Calpe. Madrid, 1980.
2: “Sobre la soberbia”, en Almas de jóvenes. Colección Austral de Espasa-Calpe. Madrid, 1968.