<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> Luis Storni - Carlos D. Pérez

Luis Storni

Sucedió hace unos cuantos años: iba a mi consultorio a buscar algo seguido por uno de mis hijos, de corta edad. Luego de entrar se quedó mirando la clásica fotografía, que no podía faltarle a un analista novel que se preciara, en la que el inventor del psicoanálisis mira hacia la cámara de tres cuartos perfil, habano en mano e impecable saco y chaleco. “¿Sabés quién es”?, le pregunté, intuyendo que conocería la respuesta. “¿Storni?”, me contestó interrogándome.
Con discreto orgullo, parejo a la elegante hombría del Señor del retrato, Luis Storni gustaba de la anécdota cuando yo la contaba. Hoy la escribo en tu honor, querido Luis, movido por tu recuerdo, el de quien me impulsara a palpitar la clínica, a reiterar la lectura de Freud, a discutir contigo despejando la pregunta renovada.
Pasado un tiempo, aquel retrato estuvo colgado de una pared junto a Marilyn Monroe y los Sex Pistols en el dormitorio de mi otro hijo, próximo a recibirse de psicólogo. Y yo me preguntaba: ¿Qué verá cuando lo mira? Carente de contestación, recordaba a Proust : “Podría continuar, como se suele hacer, poniendo trazos en el rostro de un transeúnte, cuando en el lugar de la nariz, de las mejillas y de la barbilla no debería haber más que un espacio vacío sobre el que jugaría cuando más el reflejo de nuestros deseos”. Por eso Machado : “Serio retrato en la pared clarea todavía. Nosotros divagamos”.
Hoy no quiero, Luis, privarme de tenerte presente a la distancia. Recibí tu enseñanza de la mejor forma, casi siempre por contraste. Aún recuerdo tu insistencia para que entrara en la Asociación Psicoanalítica Argentina; mi respuesta era invariablemente negativa, hasta que alguna vez, sin que yo lo percibiera dejaste de mencionar el asunto. Tiempo después llenaba con mis datos personales la solicitud de ingreso. Y cuando falleciste comprendí que ya era suficiente y podía irme. Procediendo de ese modo (me refiero al ingreso) tal vez estaba retribuyéndote que cuando en nuestro medio imperaba un cerrado kleinismo hubieses hecho tanto por mantener a tus discípulos al pie de la letra de Freud, al punto de ser sospechados de seguidores de Lacan porque entre otras cosas destacabas el a posteriori y ése, te lo dijo críticamente un distinguido colega, era un concepto francés (es preciso reconocer que algo había, porque vos decías apres coup) y porque nos ocupábamos de los primeros textos de Freud en vez de empezar por la segunda tópica, así la llamaban. Me acuerdo de que te enojaba que alguien opinara que los analistas pensaban con Freud pero interpretaban desde Klein. Nunca te lo dije, pero sospecho que la crítica te concernía. ¿Esperabas de mí la entrada en APA, lugar de tus desvelos? Me sirvió para saber cuánto de marginal cabe ser en la posición psicoanalítica, como en la vida misma, en relación con lo consensuado. Y también aprendí el difícil arte del renunciar.
Y así con tanto. Cierta vez, que viste mi libro de Freud con anotaciones al margen hechas con tinta de bolígrafo, me dijiste: “No, Carlos, no discutas de ese modo con Freud, usá el lápiz. No sabés la cantidad de veces que tendrás que borrar para escribir otra cosa”. Era cierto, si bien no acudí al lápiz hice de la reescritura una de mis aficiones.
A vos no te gustaba escribir, te invadía la angustia. Me confiaste que ante la página en blanco caía sobre ti el peso incontable de las obras de Freud y te parecía que en pocos renglones debías traducir toda tu enseñanza, eso te inhibía por completo. Consecuentemente, tomé a mi cargo la redacción de lo que producíamos en nuestro grupo de investigación. Pero eras implacable en la crítica, porque allí donde leías tu nombre encabezando el escrito te resistías desde el peso de tu exigencia. Eso me salvó. Pude advertir que la escritura sería irreverente con la exigencia, también contigo a veces, o no sería, y me sentí autorizado a atreverme en mis apuestas de riesgo con la callada anuencia de tu escucha.
Pero tus disertaciones eran ejemplares. Desarrollabas las ideas con impecable sintaxis, tanto que yo pensaba que bastaría transcribir en el papel tus dichos para que se convirtiesen en escritos, pero me equivocaba. Aprendí que los buenos disertantes no suelen ser escritores, porque ubican la transferencia al Otro de modo diverso. Quien habla en público lo hace con esa presencia indeterminable que llamamos audiencia, mientras el escritor se enfrenta con la página en blanco y el potencial lector. Por más que a veces se le hable a tal o cual persona presente en la sala o se la imagine leyendo lo escrito, son semblantes que a veces incitan, otras atemorizan o inhiben.
Cuidabas mucho tus expresiones, hablabas con elegante pulcritud, permitiéndote a veces un toque culturoso, pero festejabas cuando el interlocutor sabía retrucarte, liberándote de la impostación. Como aquella vez que coronaste una interpretación a una paciente aludiendo a un capitis diminutio y la dama –nos contaste divertido- incorporándose en el diván te había dicho: “¿Comio, doctor?”. O la vez que durante una supervisión grupal una colega se había referido, en relación con un fragmento de análisis, que eso no podía ser así “bajo ningún punto de vista” y vos la detuviste: “No, fulana, no es bajo ningún punto de vista sino desde ningún punto de vista. Porque tú no puedes ponerte debajo de un punto”. Suelta de cuerpo, ella te respondió: “Eso es lo que usted se cree”. Tenía razón, a más de uno le constaba.
Fuiste un experto relojero. Recuerdo que cuando estabas casi ciego por los desprendimientos de retina reconociste una noche –habías venido a cenar a nuestra casa, Martha era tan discípula tuya como yo-, en las campanadas del reloj de pared a un antiguo reloj de estación. Pero no sabías, o lo sabías muy bien, que tu tiempo no era cronológico.
Ahora, que han pasado años desde que con tu muerte me apagué para ti, quiero decir que de vez en cuando tu presencia retorna a mi intimidad. Como ahora que te escribo, querido Luis.

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