<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> La trompeta - Carlos D. Pérez

La trompeta

La trompeta

Una tarde, un invernal atardecer en Tandil el padre de Carlos llegó al hogar de vuelta del laboratorio de análisis clínicos, era bioquímico, y dijo haber pasado por Casa Escalé, de un matrimonio de catalanes, quizá el único negocio de música en la ciudad, es decir, vendían long-plays. La mujer era prima de Francisco Raval, el gran actor español, de esto se enteró Carlos tiempo después, la vez que revolviendo en las bateas encontró un disco con poesía española recitado por Raval y cuando se lo mostró a ella, sorprendida por el interés del muchacho dijo ser su prima y prometió escribirle para contárselo. “¿Es que te gusta el Paco?” había dicho la señora Escalé, movida por el conocimiento que el chico tenía del pariente, pero esa es otra historia. Estábamos con el retorno del dueño de casa al hogar, Carlos tendría unos trece o catorce años, el padre dejó sobre la mesa del comedor un 45 RPM con un tema en cada cara, diciendo que lo acababa de comprar por recomendación de los Escalé, no sabía de qué se trataba y no le prestó más atención, Distinto fue con Carlos, que al día siguiente lo escuchó, había una grabación de Louis Armstrong de “Saint Louis Blues” interpretada con la orquesta conducida por Luis Russell (esto lo averiguó años más tarde), y el tema le dio vuelta la cabeza, esa trompeta, esa voz producían algo nunca escuchado, se sintió transportado y nada volvió a ser como antes, se desató su pasión por el jazz. A tal punto que un par de años más tarde el maestro de música del secundario, don Isaías Orbe, le cedía la clase para que ante sus amigos hablase de historia del jazz. Para ese entonces Carlos se devoraba cuanto libro encontraba sobre jazz y organizaba las clases asistido por las grabaciones que lograba en un Geloso de cinta abierta, prestado para la ocasión por un amigo del padre, con el que registraba los long-plays que compraba ahorrando del dinero destinado a las salidas de fin de semana. Armstrong era su pasión, lo sigue siendo, y comenzaba a prestar atención al productor de silencios Miles Davis, una trompeta completamente distinta a la de Armstrong pero no menos enraizada en la música negra.
Y Carlos decidió emprender con la ejecución de la trompeta. Para suerte o desgracia, don Isaías Orbe le indicó estudiar con el director de la banda municipal, un tal Honoratto, y allí fue. Honoratto lo torturó con lecciones de solfeo, abrumándolo con la exacta división del compás distribuido en redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas que debía contar y cantar dibujando en el aire una lacónica señal de la cruz. Y cuando le permitió empuñar la trompeta, comprada por comisionista en Casa Radaelli de Buenos Aires, ponía una mano en su nuca y otra en la campana del instrumento, apretando con fuerza para que lograse “la nostasss”. Dolorido de nuca, dientes, labios y sobre todo musicalmente viajó después a Buenos Aires a estudiar medicina. Aún recuerda que recién instalado en el hotel Pellizzoni -que en el barrio de Congreso recibía estudiantes y jubilados- para asistir a las clases de introducción a la facultad, le preguntó al dueño, un gallego, cómo llegar al Monumental, era un domingo de verano y River jugaba un amistoso con Estudiantes. Pudo ver las evoluciones de quienes hasta entonces fueran sólo apellidos escuchados por radio, al gran Amadeo Carrizo con su chomba gris y manos enguantadas –el primero en usar guantes- dominando los tres palos y el área a menos que el fullback Alfredo Pérez le hiciera un gol luego de gambetear contrarios al querer pasarle la pelota de media chilena, al lindo por feo y camorrero Angelito Labruna formando dupla con el mono Zárate –ya no estaba Chaplin Loustaud-, desplegando desmañadamente al viento la casaca con la banda, los botones desprendidos, en las arremetidas por el ala izquierda del ataque mientras provocaba a los defensores para que le salieran al cruce; terminó empatado y no importó. También quiso saber de la Casa de la Provincia de Buenos Aires, donde el Círculo Amigos del Jazz hacía sus reuniones semanales. Felizmente quedaba a la vuelta, sobre Callao, cerca de la esquina con Bartolomé Mitre, donde en un primer piso pasaría horas robadas al estudio de la anatomía, la fisiología, la microbiología y otras asignaturas jugando al billar con los amigos del hotel después de almorzar en La Americana, la tradicional pizzería de la planta baja, su inigualable pizza muzarella acompañada de tinto de la casa. Durante años asistió a las jam sessions pero el compromiso con la trompeta quedó relegado, la universidad y luego el ejercicio de la profesión lo llevaron por otros caminos.
Pasaron muchos años hasta que un día paseando con Martha, su mujer, por la calle Florida, vio en la vidriera de un negocio de música una trompeta que capturó su mirada. “¿Qué estás mirando?”, preguntó ella, a lo que Carlos respondió que nada especial. “Vamos, que te conozco”, insistió Martha y Carlos confesó: “Miré una trompeta”. “¿Querés comprarla?”. “No, sólo la miraba, ya estoy viejo para estudiar trompeta”. Y entonces, certera como buena mujer, ella dijo: “Si te parece que sos viejo para comprarte una trompeta no sos viejo, sos un pelotudo”. Carlos no pudo menos que admitir que era verdad. Poco después, en un viaje a Nueva York compró una Martin, la marca con la que tocaba Davis, al tiempo un fliscorno mientras comenzaba a tomar clases con Rolando Vismara, eximio ejecutante de jazz tradicional, esperanzado en convertirse en músico mediocre, porque si llegaba a mediocre ya era músico. Las clases de Rolando diferían sustancialmente de las de Honoratto. “¿Querés tocar un temita?” le había preguntado a poco de comenzar, Carlos tiene presente la emoción sentida cuando “Black and Blue” comenzó a surgir de sus dedos, de sus labios, de su cuerpo. Y la vez que le encomendó escuchar un tema, luego tratar de sacarlo con la trompeta y después escribirlo en el pentagrama. En su casa, Carlos puso algo que le pareció sencillo, de tan frecuentado: “Summertime” por Luis Armstrong, y cumplió con la solicitud. En la clase siguiente, Rolando examinó la escritura, aprobó en partes, corrigió otras, sostenidos o bemoles, y luego quiso escuchar el tema (había que llevar la grabación). “¿Ves –dijo con sencillez al rato- la manera en que el negro ataca las notas? No es produciendo un cortante “tu” con la lengua entre los labios sino un “sdu” más sutil, la lengua rozando apenas el paladar, impulsado por la fuerza de la columna de aire que sube comprimida desde estómago por la presión contra el diafragma, parece prepotente pero no lo es. Y fijate que no ataca a tierra en el compás, lo hace al aire, condición para producir swing, y advertí la modulación del sonido y el creciente vibratto del agudo. ¿Te das cuenta?”. “Sí Rolando, claro que me doy cuenta –dijo Carlos- hace una vida que lo escucho”. “Bueno –concluyó sin dejo de ironía-, eso no se puede hacer, sólo él lo logra, hace años me devano con esto”. Rolando se convirtió en buen amigo de Carlos y Raquel, su mujer, en su profesora de teatro y también amiga, pero está en duda si logró el objetivo de no ser mediocre.
No obstante, Carlos insistió y fue trompetista en “la banda del tío”, conducida por Beto Farji desde el teclado, con la que hicieron olvidables presentaciones en el Centro de Salud Mental Ameguino, cumpleaños y en algún ampuloso hotel de Buenos Aires.
Es como andar en bicicleta, o se aprende de chico o no se aprende con destreza, duelen las huellas traumáticas de haber fracasado en su momento. Carlos aún se pierde en los compases, la sombra de la sombra de Honoratto no deja de perseguirlo encarnada en amigos-músicos que a pesar de los consejos de Rolando no ha dejado de oír, angustiándose cuando le dicen: “¿Pero no te das cuenta…? Lo saben los psicoanalistas, viven de eso como cafishios de la angustia ajena.
No obstante, amparado en el silencio de su propia sala, Carlos suele poner un c.d. de Miles Davis y haciéndole un corte de mangas a la mediocridad lo acompaña con oído afinado y tino musical intercalando su fraseo deliberadamente opaco con la Martin, la brillantez que no deja de ser íntima es de Armstrong. Eso sí, ni hablar de solfeo.

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