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¿Puede un efecto de significación tan complejo como el que involucra la amistad cultivarse en sólo una palabra? ¿Puede la ignorancia o la sabiduría o, mejor dicho, una ignorante sabiduría desplegarse sin más aditamento? Inquietudes que quedaron dándome vueltas a propósito de una pequeña anécdota, y en esas vueltas sentí que llamamos lenguaje a un enigma, que solemos atiborrarnos de expresiones pretendiendo comunicarnos y a veces, otras veces, con muy poco es posible habilitar algo tan vasto como la amistad. Cuánto puede ser ese poco, y conste que no aludo a la palabra poética… aunque no estoy seguro, también puede ser –me contradigo fácilmente- que haya poesía en un chau soltado al pasar, literalmente al pasar. No es el caso demorarme con este embrollado preámbulo sino participar al lector de una experiencia que bordea lo inefable para que cada cual saque sus conclusiones, aquí va:
Luego de una seguidilla de días destemplados, el sábado amaneció soleado y tibio. Sin algo que hacer, luego de matear ojeando el diario salí a dar una vuelta por el barrio y a hacerme lustrar los zapatos, que si pudieran se sorprenderían del betún inesperado.
Cómodamente sentado en el taburete que un hombre entrado en años tenía en la esquina de Corrientes y Lacroze, su gastada fotografía de lustrador pegada en la pared de la pizzería contra la que me recosté, me dejé llevar por las evoluciones del abigarrado muestrario de gente que se agrupaba y dispersaba en las paradas de colectivos y en la entrada al subte. Con mirada distraída seguí el apuro de quien corría hacia el coche de la línea 39, que estaba arrancando, a las mujeres que con ramos de flores iban al cementerio y recordé al sepulturero que entrevistara para mi audición de radio: a la pregunta de qué era para él enterrar los cuerpos sin vida había respondido que un trabajo como cualquiera; me demoré con la boliviana sentada en el piso, impasible indígena a la espera de compradores para sus limones, con el ciego que fumaba y fumaba ignorante de Carriego; observé al kiosquero atento a los curiosos que miraban de soslayo las revistas porno, a quienes en la vereda de enfrente comían, acodados en un mostrador, sandwiches de incalificable relleno, a una familia llegada a la Capital en el ferrocarril Urquiza que enfilaba hacia el centro, tal vez para meterse en un shopping y al vendedor de cospeles y a los chicos que corrían entre la gente y a ese viejo de saco chillón y pelo desteñido y a ese hombre de edad indefinible y ostensible joroba que parecía ir a ningún lado...
En eso estaba cuando el lustrador, levantando la vista de mis zapatos, me habló:
-¿Escuchó al hombre que pasó y me dijo chau?
No, no lo había escuchado.
-Vea lo que son las cosas, señor: hace años que nos saludamos de este modo -continuó el lustrador, alentado por mi silencio-, chau, chau. Pasa todos los días pero siempre fue así. Es hincha de River, me lo contaron, y yo soy de Boca, puede que sea por eso, vaya uno a saber... Alguna vez le dije hola, ¿qué tal, don...? para cambiar, pero él siguió con el chau. Habla con el cana de la cuadra... pero no lo saluda como a mí… Creo que somos amigos.
Mientras el lustrador concluía su tarea pensé en la gente que se cruza al acaso, en el instante que aproxima los cuerpos para de inmediato generar una distancia anónima, contrastando, realzando la añosa amistad de una sola palabra, todo extraño y aceptable al mismo tiempo. Me dije que el pasar de la vida puede verse de este modo desde el privilegiado taburete de un lustrador.