¿Cuán Virgen era María?
Desatendiendo lo aconsejable al emprender una redacción, comenzaré por mostrar las cartas del juego: me propongo desarmar lo que una larga tradición nos indica acerca de los ancestros, de la niñez como algo alguna vez acontecido palmariamente, y a cambio poner énfasis –la hipótesis es freudiana- en el modo en que son palabrerías las que labraron lo que a posteriori entendemos, afirmamos y a veces luchamos por ellas como el sino de una vida; encrucijadas cuyos deslizamientos de oscura determinación se afanan por lograr una trascendencia que las dota de pesada significación al consagrarlas como verdades.
Freud llamó “período de latencia” a esa época inefable que se extiende desde aproximadamente los seis años, luego de la primera irrupción de manifestaciones sexuales, hasta el comienzo de la adolescencia. No está mal la denominación si la pensamos como lo que latiendo en intimidad procura despertar, o mejor dicho, procura despertarnos. Recuerdo que cuando pasé por aquella época empleábamos una expresión que hoy me resulta de poética elocuencia: estar avivado. “Pero, decime vos, ¿estás avivado?” Con preguntas como ésta arrinconábamos a algún amigo que decía ignorar lo que a uno ya le parecía saber porque el pulso de lo latiente encendía imaginerías como un fuego se aviva al llegarle el aire necesario. Y construíamos íntimas mitologías que entreveraban hembras y machos de la especie -humana, animal- habitantes de la ciudad, del barrio, de la cuadra hasta que invadían la casa propia metiéndose subrepticiamente, para nuestro desconcierto, en la habitación de nuestros padres.
Con el paso del tiempo, algunas mitologías iban perdiendo truculencia, otras, en cambio, se volvían más complejas y ni qué decir de cuando llegaba el momento de debutar como protagonistas y el mito encendía la historia personal.
No obstante, los humanos tenemos recursos para, a pesar de todo, mantenernos en la idiocia del no avivado gracias a un importante caudal de disociación. Diré una tontería, de esas que nos lleva años de tropezones o de diván desentrañar: mientras pudo, cada cual defendió su último bastión, disociándolo del resto entendíamos que nuestra madre no. “¡Con mi madre no te metas!” respondíamos a menudo cuando alguien se soliviantaba imprecándonos con un “¡hijo de puta!”… Resultaba natural que ella quedase aparte porque, según dice el tango, las mujeres siempre son las que matan la ilusión en tanto la vieja… resultaba natural porque claro, con el enigma sexual ingresábamos a la cultura y el señor más o menos circunspecto que la acompañaba a título de padre era módico carpintero, sea cual fuere su profesión, dedicado a labrar otras maderas. Obviamente, lo supo el cristianismo al entregarnos la versión de la voladora paloma del santo espíritu. Es notable el modo en que logró imponer, incluso entre quienes poco observan ritos y reglas del dogma religioso, la devoción por la Virgen que, obviamente, se escribe con mayúscula como excepción a la regla de la concepción y enfática reafirmación narcisista, porque al contemplarnos como Narciso ante el estanque de agua en la imagen de la Madre Virgen -que es Una sola- vislumbramos que ella cree que somos Dios.
Para algunas cuestiones decisivas me servirá de guía el excelente libro El nacimiento de Jesús, escrito por un respetado historiador bíblico de nuestro tiempo, Geza Vermes.1>
Los relatos acerca del nacimiento y la infancia de Jesús son más que infrecuentes en los evangelios. Nada se dice en el de Marcos, redactado aproximadamente en el año 70 d.C., tampoco en el de Juan, de comienzos del siglo segundo d.C. Son Mateo y Lucas quienes relatan el nacimiento de Jesús en suplementos introductorios a sus respectivos evangelios, que datan de las dos décadas finales del siglo I d.C. Las fechas son tentativas, porque estuvieron sujetos a innumeras redacciones de copistas y traductores, principalmente al griego, las más de las veces interesadas en alcanzar coherencia, enmendando los dislates del dictador original, el inefable Espíritu Santo. Atendiendo a que las narraciones sobre el nacimiento e infancia constituyen historias aparte, totalmente ausentes en el cuerpo principal de los mentados evangelios, se infiere que se trata de relatos agregados con posterioridad para dar fuerza al carácter fabuloso del protagonista y a la vez colocar en el centro de la escena algo sin precedentes en las narraciones hebreas: la condición virginal de su madre.
De los dos evangelios donde se anuncia la concepción de Jesús, el de Lucas resulta ambiguo, detengámonos en él para luego pasar a Mateo, donde se sostiene la virginidad de María. Según Lucas, el ángel Gabriel se presenta ante ella y le anuncia: “Alégrate, llena eres de gracia, el Señor está contigo”. Confundida, sin saber de qué se trata, María quiere alguna explicación y el ángel continúa, aduciendo que habrá de concebir un hijo en sus entrañas y al darlo a luz deberá llamarlo Jesús. Engolado con su anuncio, el ángel agrega que será conocido como “Hijo del Altísimo”, heredará el trono de David y en un tiempo sin fin reinará sobre la casa de Jacob. Consternada ante la magnitud de la oferta, María responde lo obvio: que aún no ha conocido hombre -como luego veremos no tenía más de doce años-. Avanzando sobre la niña el ángel replica que la sombra del Espíritu Santo la cubrirá, y por si la alegoría no fuese suficiente argumenta que seis meses antes su pariente Isabel había sido premiada y preñada en su estéril vejez y poco después daría a luz -a Juan el Bautista-. Ante argumentos tan divinos como contundentes María se dispone a recibir la palómica gracia y el ángel, cumplido su cometido, se va sin saludar. No hay, en el relato de Lucas, mención alguna a que entre la Anunciación y el nacimiento del vástago su prometido, el carpintero José, se abstuviera de “conocerla” -bíblicamente hablando-. Esto es decir que desde la perspectiva de Lucas el embarazo de la pequeña María se ubica en la línea de otras preñeces extraordinarias que abundan en el Antiguo Testamento, donde una visita complementaba divinamente la sexualidad entre los esposos. De paso acoto: ¡Cuántos miles de mujeres tuvieron destino de hoguera en la Edad Media cuando la Inquisición entendía que el visitante había sido de Belcebú!
El especialista católico romano J. A. Fitzgerald opinó al respecto: “Cuando se lee detenidamente y por sí misma la narración de Lucas… puede entenderse cada detalle de modo que a María le nació un niño por los medios humanos habituales”.2 Comprensiblemente, durante el papado de Juan Pablo II debió desdecirse, presionado por éste y por sus colegas en teología.
María estaba comprometida con José y al momento de la Anunciación la boda debía ser inminente. En la sociedad judía de la época era costumbre acordar el matrimonio de niñas vírgenes. La literatura rabínica establece dos significaciones para definir a una virgen: una es que la mujer lo es mientras carezca de experiencia sexual, el término hebreo es betulah, “virgo intacta”, himen no perforado por el arrebato masculino. Según la segunda acepción, la mujer en ciernes es virgen hasta que le llegue la menstruación. El código más antiguo de los rabinos, la Misná, establece que virgen es la joven “que nunca ha visto sangre, incluso aunque esté casada”. La distinción no es fútil, en la sociedad de la época de Jesús era frecuente el devaneo acerca de si la sangre que manchaba las sábanas nupciales provenía de la ruptura del himen o de una primera menstruación, la ortodoxia judía aún hoy tiene un rollo con la sangre menstrual.
La práctica de casar niñas seguía vigente en el siglo I d.C. Cuando tiene lugar la Anunciación, según Lucas y Mateo, María estaba prometida en matrimonio a José, no tendría más de doce años -o puede que algo menos- cuando se le presentó Gabriel. Según el hábito era ya suficientemente madura para el matrimonio, a la edad de doce años y seis meses una joven estaba madura -bogeret-, su casamiento era esperado con ansiedad. Lucas no lo ignoraba e hizo que tampoco lo ignorase Gabriel, portavoz del sombrío Espíritu Santo, lúbrico visitante de María, la doncella.
Ubiquemos algo del contexto relativo a que una mujer engendrase un hijo por unión con la divinidad. El Dios de la Biblia hebrea abría o cerraba las matrices a voluntad produciendo esterilidad o fecundidad, por lo que todo embarazo debía ser considerado un don divino, pero siempre presuponía la relación sexual. Todos los expertos consideran que la expresión “hijo de Dios” es, para los hebreos, una metáfora, nada hay en la tradición judía que avale un embarazo sin la intervención del hombre. La mitología greco-romana, en cambio, abunda en concepciones donde lo humano y lo divino alcanzan niveles de enorme procacidad. Los escarceos amorosos de Zeus entre los humanos, por mencionar a uno de los dioses más prolíficos, produjeron una galería de personajes entre los que se contaban Dionisos, Heracles, Sémele, Leda, Dánae, Castor, Pólux… Si nos concentramos en figuras próximas a la época de Jesús, tenemos a Platón, de quien se sospechaba que no era hijo de Aristón sino de Apolo, quien se habría “acercado” a su madre, Anfictíone, luego de que se le advirtiera a Aristón que no la frecuentara hasta que diese a luz al filósofo. Buen dato para las delicias de Nietzsche: Platón como apolíneo. De Alejandro Magno se afirmaba su origen divino, porque Filipo -rey de Macedonia-, retaceaba dormir con su esposa Olimpia debido a su costumbre de rodearse de serpientes nocturnas, y Zeus, siempre alerta, habría sido furtivo visitante de su lecho. El emperador Augusto, que gobernaba el mundo al nacer Jesús, había sido engendrado en el transcurso de una visita de su madre al templo de Apolo, el dios aprovechó la ocasión luego de sumirla en un profundo sueño. Estas leyendas permiten no sólo saber del modo de pensar de los gentiles sino advertir que en los evangelistas se había producido un importante cambio de mentalidad, ya que escribiendo para ellos se impregnaban de sus concepciones. “Si tenemos presente que en última instancia la narración griega de la concepción virginal de Jesús fue transmitida en un entorno gentil y judío helenizado, debe presumirse que ésta sería entendida en el sentido con el que este entorno estaba familiarizado”, apunta Vermes3 con buena lógica.
Con su apelación a la condición virginal de María, Mateo se aparta de la tradición hebrea para incorporarse al poder imperante, precio pagado para que en movimiento inverso Jesús conquiste al mundo con semblante de nacido del contubernio del Espíritu con la Virgen, una vez concluido el periplo en la cruz, elevado a emblema del poder del Hijo que con su Madre triunfa sobre la vida entronizando a ella como “sin pecado concebida”. Vale aquí una acotación: una cosa es que María hubiese gestado a su tremendo Hijo sin mediación viril y otra que ella misma haya sido concebida sin mancha, aquí la obsesión con el sexo tiene un punto cúlmine. Según lo establecido por los Padres de la Iglesia en el siglo XII, sólo Jesús había sido engendrado virginalmente, pero en 1869, a instancias de Pío Nono -que además de bizcochuelo para preparar arrollados también fue un papa que arrollaba doctrinariamente- el Primer Concilio Vaticano refrendó el dogma de la Inmaculada Concepción de María, que el mentado papa había promulgado en su epístola apostólica Ineffabilis Deus, de 1854. Al devaneo católico le importaba que ella misma estuviese exenta de la trágica condición que nos ata al sexo y procedieron en consecuencia. Si María había nacido sin que mediase el pecado, con esto produjeron una interminable cadena de exenciones que comenzando con sus progenitores debía extenderse por los progenitores de los progenitores hasta llegar quién sabe dónde -que yo sepa, a nadie se le ocurrió asentar tamaño dislate-. En fin, dejemos pasar la cuestión para volver a centrarnos en la virginidad de María siguiendo la genealogía paterna, que es la que preocupaba a los evangelistas.
El evangelio de Mateo se abre con una secuencia que le permite remontar el linaje de Jesús hasta Abraham, padre del pueblo elegido de Dios, ubicando en medio a David, fundador de la dinastía real de Israel, obligado antepasado de quien fuese el Mesías. Dado que la genealogía bíblica sigue indefectiblemente la línea paterna, a Mateo se le presentó el siguiente problema: en la secuencia debía pasar, obviamente, por José, pero apartándose de la tradición hebrea donde la asistencia divina en los embarazos es metafórica, Mateo afirma que José no “conoció” a su prometida hasta después del nacimiento de Jesús, la fecundación había sido obra taxativa del Espíritu Santo. ¿Qué hacer? Veamos la solución de compromiso que consta en su evangelio, tomando sólo las últimas generaciones para no abrumar al lector:
Aquim engendró a Eliud,
Eliud engendró a Eleazar,
Eleazar engendró a Mattán,
Mattán engendró a Jacob,
y Jacob engendró a José, el esposo de María,
de la que nació Jesús, llamado Cristo.
El “engendrar” paterno fue gambeteado y a cambio apareció la esposa de José, “de la que nació” -advirtamos la forma pasiva- Jesús. Imagino a Mateo leyendo en público el linaje cristiano, intercalando varios “ejem, ejem”, emitiendo una tos nerviosa ante el paso de comedia que coloca descolocando a José. Pero tal vez no fue así y los “ejem” y la tosesita pudieron haber sido de un copista o traductor griego de las últimas versiones, apremiado por la necesidad de que el texto tuviese coherencia con el engendramiento de Jesús sin la simiente de José, porque, como bien señala Vermes:4 “Otros manuscritos griegos y la traducción en latín antiguo de Mateo, 1: 16, transmiten una idea muy distinta. Éstos hacen referencia a María, pero protegen la formulación regular de la genealogía que da a entender que la paternidad corresponde a José. En ellos se lee «José, con quien estaba prometida la Virgen María, engendró a Jesús, llamado Cristo». Una expresión igual de clara se ha conservado también en el Diálogo de Timoteo y Aquila, un texto griego que data del siglo V: «José engendró a Jesús, llamado Cristo»”. A continuación, Vermes cita el testimonio quizá más importante, ya que proviene de una versión siríaca temprana de Mateo, el documento semítico de mayor antigüedad de ese evangelio, donde al igual que en el resto de la genealogía, se lee: “José, con quien estaba prometida la Virgen María, engendró a Jesús”.
Antes de abocarnos a la dura aseveración de Mateo acerca de la concepción virginal del Mesías, detengámonos brevemente en algo que no ofrece lugar a dudas a un lector de los evangelios: fiel a la tradición hebrea, donde el embarazo de María no sería distinto de otros estipulados por el Antiguo Testamento, que presuponen el encuentro sexual entre los esposos, Lucas no afirma que entre la Anunciación y el nacimiento de Jesús, José se privara de “conocer” a María. En tanto Mateo, cultor de la virginidad al momento del engendramiento, establece que José se abstendría de cohabitar con María… hasta el alumbramiento del niño. Cito sus palabras: “Y no la conocía -José- hasta que ella dio a luz un hijo”. Llama la atención que la Iglesia Católica, que profesa culto a una mujer que luego del periplo del hijo ascendería virgen a los cielos, no se haya ocupado -quizá confiando en la ciega adhesión de sus feligreses-, de expurgar estas palabras. Y es así, no hay peor ciego que el que no quiere leer.
Mateo. Revisemos lo que la Biblia le atribuye en el apartado “Concepción virginal de Jesús”: “La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido, José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto”. A diferencia de Lucas, quien refiere el episodio narrándolo desde María, en la versión de Mateo tenemos a un exasperado José que sospecha una infidelidad y se dispone al repudio disolviendo el vínculo matrimonial. En tanto, el ángel Gabriel se le aparece en un sueño y le advierte que la preñez es obra divina, para luego agregar: “Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Está claro, para la Biblia, que aunque sea con fin reproductivo la sexualidad es pecado y ésa es la razón para que la madre del Mesías resulte sin pecado concebida, según la fórmula tantas veces repetida en oraciones de colegios religiosos. Para que así fuera fue preciso pasar por el tremendo tamiz de Pablo, quien, fundamentalista del pecado, para oscuro regocijo propio y de la legión de eclesiásticos inspirados en él proclamó, por tomar una de sus diatribas entre tantas:5 “Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado”. Dado que no había entre los hebreos antecedentes de concepción virginal, Mateo se vio necesitado de reforzar la aseveración invocando las palabras de un profeta: “Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa «Dios con nosotros»”.8 Una vez despierto del sueño, José “tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo. Y le puso por nombre Jesús”. José se abstuvo de “conocer” a María hasta el nacimiento de Jesús, lo que es decir que la función virginal -carencia de pecado- tenía por finalidad que el Mesías fuese la única excepción a lo que sería conocido como pecado original.
Tengamos en cuenta que Mateo escribió en Palestina para los judíos convertidos al cristianismo, originalmente en arameo, pero ya que el propósito era expandir la doctrina hacia el mundo gentil, los copistas devinieron traductores al griego. A su vez, los evangelios no sólo resultaron de la pluma de un único autor, ¿cómo podría ser así cuando se trataba de recoger dichos acerca de lo acontecido una centuria antes? Entreverándose con la presunta redacción de Mateo también estuvieron la llamada Colección F –anónima-, y el Evangelio arcaico.
Alguna vez, Groucho Marx dijo haber conocido a Doris Day antes de que fuera virgen. Rudolf Baltmann, destacado intérprete del Nuevo Testamento, remeda al sagaz Groucho, aunque sin ironía, cuando sostiene que en el relato semítico original de Mateo no aparece mención alguna acerca de que una virgen diera a luz.6 Se atribuye a David Jenkin, obispo anglicano de Durham, haber afirmado, este sí, grouchianamente:7 “No creo que Dios, de quererlo, no fuese capaz de hacer que una virgen diera a luz, pero dudo mucho que lo hiciera”. La cuestión que interesa destacar no es tanto ésa -todo el contexto que venimos examinando lo indica- sino el detalle de palabrería que hizo posible asentar la virginidad de María posibilitando que luego alcanzara el estatuto de verdad revelada para el dogma cristiano.
Está dicho que en la versión que figura en la Biblia, Mateo no sólo pone en boca del ángel Gabriel la aseveración de la virginidad sino que se apoya en un vaticinio proferido en el Antiguo Testamento por el profeta Isaías, quien habría dicho: “Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa «Dios con nosotros»” . Como acertadamente menciona Vermes, es lo que se lee en la Septuaginta, versión griega antigua de las Escrituras que data de los siglos III-I a.C., atribuida a setenta traductores. Igualmente, la versión de Mateo que reproduce la Biblia, escrita en griego, ya no estaba dirigida a judíos cristianados, como fueran las versiones anteriores en arameo o hebreo, sino a un público culturalmente helenizado.
Tenemos al menos dos versiones: la original, leída en Palestina, y la griega. El pasaje de Isaías no menciona, en hebreo, a una “virgen” -betulah hubiera sido la palabra correspondiente- sino a una “mujer joven” -almah-. En el Cantar de los Cantares9 se emplea el término alamot para aludir a las doncellas que encontrándose en la misma situación que las reinas y concubinas, no eran vírgenes. La idea de “virgen” tuvo su lugar en el evangelio de Mateo debido a que la Septuaginta tradujo el hebreo almah como parthenos, que en griego puede significar “virgen” y también “mujer soltera” o “doncella”. Vermes apunta que cabe hablar del “Mateo griego” o tal vez del “editor griego del Mateo semita”, lo mismo da, porque lo que interesa es el resultado de la operación producida en la traducción de una palabra. Cuando la versión palestina tuvo en su mira expandirse por el mundo helenizado, posibilitó que cobrase forma excepcional la concepción de Jesús como hijo de madre que sin conocer al hombre recibió en su seno al divino Espíritu Santo, eventualidad sin antecedentes en la tradición hebrea pero que se ajusta a la frondosa mitología greco-romana. Un dato más: la aclaración de que “Emmanuel significa «Dios con nosotros»”, para el lector hebreo era innecesaria y consecuentemente la explicación no figura en la versión hebrea. ¿Quiso Mateo, el hebreo, enfatizar un carácter virginal en María? Todo indica que no fue así, pero sí que el “Mateo griego” posibilitó, con un equívoco de traducción, la evolución del concepto que precipitaría, cargado de consecuencias, una vez constituido en eje doctrinario del dogma cristiano, en ideal contrapuesto al pecado, pero esto ya no es asunto del bilingüismo de Mateo sino de Pablo, de los Padres de la Iglesia, de Agustín.
En la ambigua aparición de la figura virginal tenemos la dimensión esquiva del acontecimiento. Algo ha sucedido, algo no previsto hasta el momento de la enunciación, donde un paso de trascripción y traducción deja ver, entre otras posibilidades, a una anunciada virgen en la que hasta el momento de escribirse griegamente parthenos carecía de esa entidad y la siguió careciendo hasta que, grano de arena para la ostra cristiana, formase la perla virginal. Acontecimiento cuyo sino fue cimentado con posterioridad en un movimiento comprendido entre una palabra basculante y la consistencia retroactiva, luego expandida como duro concepto acerca del Bien -la virginidad- y el Mal -la concepción sexuada de la que María debía estar exenta- con fiereza de idolatría y fuerza de verdad universal.
Debemos a Freud el haber dilucidado las significaciones que a posteriori ocupan el lugar de una verdad. Sus testimonios en las confidenciales cartas que escribiera para su amigo Fliess, ponen de relieve una y otra vez entre sus primeras elucidaciones analíticas -cuando estaba inmerso en su autoanálisis- que en la historia personal de un sujeto hay un momento inicial, que llama escena, en el que algo fue presenciado por el niño, para lo que aún carece de elementos que desprendan una significación, y un tiempo ulterior, que precipita por retroacción la formación de fantasías acerca de ese real, ambiguamente presenciado. Cuando se refiere, por ejemplo, a la “Arquitectura de la histeria”,10 señala: “Las fantasías se generan por conjunción inconciente de vivencias y de lo oído, con arreglo a ciertas tendencias. Estas tendencias son las de hacer inasequible el recuerdo del que se generaron o podrían generarse los síntomas. La formación de fantasía acontece por amalgama y desfiguración análoga a la descomposición de un cuerpo químico compuesto con otro. La primera variedad de la desfiguración es, en efecto, la falsificación del recuerdo por desmembramiento, en el que se descuidan justamente las relaciones de tiempo. (El corregir temporal parece depender justamente de la actividad del sistema-conciencia). Un fragmento de la escena vista es reunido entonces en la fantasía con uno de la escena oída, en tanto el fragmento que quedó libre entra en otra coligazón. Con ello, se hace inasequible un nexo originario”. Se desprende de lo anterior que considero la “fantasía” acerca de la concepción virginal de Jesús como una veladura que, al decir de Freud, procura volver “inasequible un nexo originario”, el de la sexualidad entre José y María, que llamamos “escena primordial”. Si me viese necesitado de dar una respuesta concisa acerca de en qué consiste un psicoanálisis, diría que se trata de abordar esas formaciones de fantasías, tenidas por reales, y analizarlas, desmantelarlas hasta liberar la oscura vislumbre de acontecimientos que fueran cubiertos por precipitados a posteriori que íntimamente se nos imponen como un destino. Claro está que la fórmula que acabo de enunciar no es sencilla, ni hay una escena ni tampoco una fantasía considerada como verdad sino un entramado donde cierta escena puede ser fantaseada y reinterpretada en niveles de creciente complejidad, hasta empaparse de apetencias morales que se ufanan de dominar nuestro arbitrio. En lo que venimos examinando, a propósito de María, tenemos una escena original, la gestación, seguida de lo que llamaríamos “la vida de Jesús”; pero a esto accedimos según los relatos que casi una centuria después hicieran los evangelistas guiados por la ilusión hebrea de la llegada del Mesías; luego, la aspiración a que la “buena nueva” -significado de “evangelio”- se difundiera allende la judeidad ganando el mundo, produjo las versiones en griego. Uno o algunos de los setenta traductores de la Septuaginta eligieron entonces la palabra parthenos.
Como cuando alguna vez en la infancia intuimos o presenciamos la intimidad de nuestra madre con su José y como reacción quisimos aferrarnos a su condición impoluta y más tarde, cuando ya no fue posible evitar la evidencia la borramos con el codo proclamándonos culpables de pecado, a costa de extender al mundo circundante esa condición, el cristianismo en ciernes supo sacar provecho de esto y el papel de Pablo, que apostó a la figura de un Cristo crucificado por nuestros pecados, fue crucial; a sus epístolas se debe, estrictamente hablando, la doctrina dura del cristianismo, escrita con anterioridad a los textos de los evangelistas, ya que proviene de los años 50-58 d.C. En su “Epístola a los romanos: 3” se lee, por ejemplo: “Tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado, como dice la Escritura:
No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo.
No hay un sensato,
no hay quien busque a Dios.
Todos se desviaron, a una se corrompieron;
no hay quien busque obre el bien,
no hay siquiera uno.
Sepulcro abierto es su garganta,
con su lengua urden engaños.
Veneno de áspides bajo sus labios,
maldición y amargura rebosa su boca.
Ligeros sus pies para derramar sangre,
ruina y miseria son sus caminos.
El camino de la paz no lo conocieron,
no hay temor de Dios ante sus ojos.
Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley lo hace para los que están bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el reconocimiento del pecado”.
Son palabras de aquel a quien en camino a Damasco se le reveló Jesús resucitado (no lo había conocido en vida) y de implacable judío perseguidor de cristianos se transformó en fanático cristiano perseguidor del mundo. Se llamaba Saulo, luego se helenizó Pablo y fue seguido por tantos otros anunciadores de la vida contraria. “Pues amar a este mundo es adulterio contra ti”, le escribiría Agustín a Dios en sus Confesiones11 en una misiva engañosamente dirigida a Él porque nos estaba dedicada, adoctrinándonos en erradicar el amor entre humanos. ¿Puede concebirse mayor modo de odiar la vida?
Cuando a fines del siglo IV y comienzos del V, en la época de Agustín quedó instalada la idea del pecado original transmitido de una a otra generación, María sería la excepción, habiendo engendrado al Mesías limpia de lo que nos condena por descender de Eva, la que cedió ante la prohibición del árbol del conocimiento, del Bien y del Mal. Algún atormentado del siglo XI escribió: “El ángel que te saluda con un AVE invierte el pecador nombre de Eva y nos aparta, ¡Oh Santa Virgen! de donde procede el pecado original”. Porque la madre virginal tiene por cristiana misión refrendar -en solitaria pero ejemplar virginidad- la ilusión del Paraíso.
Han pasado muchos siglos, muchas atrocidades fueron cometidas en nombre de estas enunciaciones. No es indistinta, por lo tanto, la pregunta que encabeza estas páginas, que nos devuelve a un momento en que la revuelta contra la vida tuvo su escena de origen: ¿Cuán virgen era María? Por fuera del anatema de Pablo, no reconociéndonos reos ante Dios nuestras bocas, sin ser abiertos sepulcros pueden dar curso a la palabra y alcanzar su tiempo de despertar de esta ancestral pesadilla cristiana libres de amargura, de veneno de áspides en los labios y ligeros de pies.
1: Ares y Mares, Ed. Crítica, Barcelona, 2007. Geza Vermes fue el primer estudioso en examinar los manuscritos del Mar Muerto, descubiertos en 1947. Es profesor emérito de Estudios judíos y fellow emérito del Wolfson College, así como de la British Academy.
2: “The Virginal Conception of Jesús in the New Testament”, en To Advance the Gospel. Crossroad, New York, 1981.
3: P. 88.
4: P. 53.
5: “Epístola a los romanos”. 7.
6: The History of the Synoptic Tradition. 1963. S
7: Citado por Vermes, p. 39.
8: Isaías, 7: 14. En Mateo, 1: 23.
9: 6: 8
10: “Manuscrito M”, incluido en la carta del 25 de mayo, 1897. También pueden examinarse las cartas del 6 de abril, 2, 16 y 31 de mayo, todas de 1897. En Sigmund Freud. Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904). Amorrortu, Buenos Aires, 1994.
11: “Libro I, 13”. Edicomunicación s. a. Barcelona, 2001.
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