Roberto Arlt


Escritura del desecho

Hace un tiempo, bajo el título El escritor rabioso, el suplemento cultural de un diario publicó un copete en el que se leía: “El 26 de este mes se cumplen 100 años del nacimiento del autor de Los siete locos”. Se entiende que quisieran manifestar que cien años antes nacía Roberto Arlt, pero el hábito de confundir la persona que escribe con la obra y la noción de autor los llevó a cometer un desliz. El previsible encabezamiento lo anunciaba: El escritor rabioso condensa la referencia al escritor con El juguete rabioso, título de una de sus novelas. Esto invita a formular preguntas: ¿Debe suponerse en el escritor el mismo talante –la rabia en este caso- que es asunto de una narración? Sería temerario responder que quien se dispone a la escritura y los protagonistas que se describen sean la misma cuestión. Si Lorca afirma que no debe recitarse el madrigal a una rosa con una rosa en la mano, porque sobran la rosa o el madrigal, en caso que no hubiera diferencia entre el escritor y su escritura uno de los dos sobraría, quizá ambos, cosa que sucede más de una vez. Distinta es la posición de Arlt cuando postula una “escritura del desecho”; arriesga que en el crepúsculo de la piedad no queda más alternativa que “escribir desechos de pena”. No la pena sino el desecho.
¿Puede afirmarse que hace cien años nacía el autor de Los siete locos? Decididamente no; ese autor nació en 1929, año de su publicación, por efecto de la obra. De no ser así creeríamos que desde la fecha del nacimiento biológico se carga el peso de realizar tal o cual destino. Es cierto que solemos malvivir con esa carga, una razón fundamental que bloquea la posibilidad creativa.
El propio Arlt se ha encargado de poner en evidencia lo antedicho en una ejemplar narración, titulada Escritor fracasado1. Sería temerario titular esta nota “Roberto Arlt: escritor fracasado”, cuando en la lectura del cuento estamos ante la evidencia de lo contrario: desarrollando la lógica de un escritor fracasado, Arlt –el escritor- no fracasa. Llevados por la ficción de la lectura creemos estar en la misma posición que el autor, cuando ocurre que nosotros entramos donde él ha salido. Extremando las cosas, puede decirse que todo escritor es fracasado hasta que logra escribir, y como nada garantiza que el éxito (en caso de haberlo) sea perdurable, luego debe reemprender la tarea.
En homenaje al autor intentaré seguir los rigurosos pasos del cuento mencionado: “Nadie se imagina el drama escondido bajo las líneas de mi rostro sereno” se lee al comienzo; las primeras líneas del texto dibujan el semblante del protagonista. Un hombre mayor, del que no se dice la edad, recuerda el esplendor de sus veinte años, cuando entusiasmado emprendía un camino que se le antojaba soberbio, prometedor de la obra inmortal. Era la época en que hubiese podido exclamar ante los mediocres: “Vedme, canallas…; yo también soy un dios rodeado por grandes nubes y arcadas de flores y trompetas de plata”. Los hombres de treinta lo miraban con rencor, los camaradas le auguraban un porvenir brillante. Pero mientras vivía con ardor sus días, una imperceptible gotera cavaba en él una caverna, tan vacía como oscura, hasta producirle un desmoronamiento. Quiso retroceder, pero el orgullo se lo impedía, intentó avanzar pero el horizonte se le estrechó hasta cerrarse. Para describir la desesperación de haber perdido el paraíso debía ser escritor, ¡pero amargamente comprobó que no lo era! Las que fueran virtudes de su sensibilidad se convirtieron en el juego de un mecanismo enloquecido. Dos años de desasosiego, sin escribir una línea, se le antojaron una eternidad, la sombra vil de la eternidad perdida.
Arlt llega a una primera puntuación: quien llevado por su ambición se había adelantado a proclamarse autor se torturaba con la incapacidad de redactar siquiera una línea original. Él, que se creía nacido para alumbrar la gran obra. El presagio de ese destino producía el extravío. No sólo no sabía encontrar, tampoco buscar.
Para defenderse de las críticas que comenzaban a rondarle, cargó sus palabras con ironías agrias, insolentes, y la gente se apartó de él. “Con esa malignidad en el movimiento de los ojos que hace tan repulsivos a los ratones, descubría lo ridículo donde nadie lo sospechaba”, dice de sí el protagonista. Resolvió permanecer en la superficie de las cosas, porque “únicamente los badulaques profundos le concedían importancia a lo que nacía de ellos”. Notemos la habilidad del autor: los que se ufanaban de ser profundos eran meros badulaques, se necesitaba la valentía de mantenerse en superficie para desentrañar alguna verdad. Nietzsche, Freud o Lacan (por orden de aparición) hubiesen refrendado la aseveración, pero al ser proferida por quien padecía sin soportar una caverna en el justo sitio donde debía estar la sustancia de un gigante, la situación era sólo expresión de una exasperada impotencia para producir algo en superficie, en la superficie de una hoja que permanecía en blanco. A cambio de ello, el protagonista encontraba que de continuo se formaban, en la superficie de su conciencia, “grietas que rezumaban amargo salitre de envidia”. El éxito de los demás se le antojaba “una bagatela comparado con los que podía obtener yo explotando las posibilidades encerradas en mí”. Podrá notarse que Arlt presenta al protagonista de tal modo que no induce empatía. En vez de eso, estamos dispuestos a reconocer tal o cual aspecto en el proceder de otros, hasta que un sobresalto nos recorre y balbuceamos: Pero… ¡si ése soy yo!
Continuemos la historia: el hombre se prometió trabajar a destajo, porque a pesar de todo él era una esperanza, “y una esperanza sin proporciones es siempre superior a una realidad mensurable”. Indignado contra los propios obstáculos, pasó una semana recluido queriendo intimidar a la inspiración, amedrentar a lo inconsciente (que Arlt llama “subconsciente”, no tenía por qué saber psicoanálisis); el resultado fue tan sólo una intoxicación tabáquica. Entonces se preguntó cómo podía ser que alguien que parecía un imbécil incapaz de habilidad para sortear una provocación suya, escribiera con talento. Arlt ubica el dilema del escritor, que debe aceptar de la escritura que lo supere en inteligencia. Es preciso no envidiar el saber honroso o pervertido de los personajes, porque la producción inconsciente no es un perro atento a la voz del amo, es como esos animalitos vivarachos que a la menor contrariedad se alejan. Imposibilitado de esa renuncia habilitante, el hombre reflexiona con amargura: “Mi concepto de lo armonioso y de lo bello rebalsaba en teoría muchas veces al que pudieran tener otros que sin necesidad de él creaban obras”, intuyendo que el odio o el desprecio hacia otros suele estar motivado por el afán de robo, aunque más no fuera el de un instante de anonadamiento liberador.
Cayó en una evidencia, que constituyó en pretexto y justificación de su carencia de producción: “Cualquier estado de ánimo que pudiera expresar, cualquier trama que imaginara, la habían compuesto anteriormente a mí muchas generaciones de artistas, infinitas veces”. ¿Cómo podría ser que él, minúsculo en su soberbia, superase lo que ellos expresaran con perfección? Ni por un momento se le cruzaba la idea de que en vez de superar podía hacer otra cosa, como la que solapadamente –es decir, sin aviso al lector- Arlt estaba haciendo al momento de redactar este cuento.
Acicateado por la ocurrencia de esa imposibilidad, se propuso escribir el decálogo de la no-acción. “Era necesario escribir ese libro de desolación frente a la eternidad, que cada corazón florecido en mirtos y con cantos de pájaros en sus oquedades se enfriara en el paisaje de mis palabras atroces, y entonces… yo… ¡quedaría únicamente yo!”. Comenzó a devanarse con los procedimientos que emplearía para aturdir de admiración a los demás, hasta hartarse de la pirotecnia intelectual. Al borde del desaliento, porque nadie sospecharía del esfuerzo que había de insumirle la redacción del decálogo, se preguntó retóricamente si no sería preferible integrar el grupo de mediocres incapaces de todo salvo de poner un negocio y vender algo. No obstante, prosiguió con el proyecto, interesando a revistas literarias que comentaron favorablemente la estructura de la futura obra. Sintió el placer se ser interrogado por idiotas deslumbrados por la hondura del proyecto. La propia mentira lo devoró y se lanzó a trabajar, como si el propósito de la obra fuese verdadero. Pero como no estaba loco del todo, el ánimo comenzó a decaerle, “las frases que escribía se atropellaban como abortos de pensamiento –confesó para sí mismo-… no podía darse nada más estúpido que el trabajar sobre una obra en la cual el primero en no creer era yo”. Y mandó todo al diablo.
Pasó a otra fase: descubrió que su reiterado silencio de escritura se debía a que se había vuelto exigente, “y la exigencia bien entendida empieza por casa”. Nada de escribir porque sí, eso era indigno de quien se respeta a sí mismo. Anunció que escribiría la Estética del Exigente, “a base de un cocktail de cubismo, fascismo, marxismo y teología”. Si bien logró acólitos no tuvo eco en el gran público pero eso no era problema, esa gente nunca había merecido su desvelo y, por lo tanto, era preciso civilizarla.
La opinión contraria lo galvanizó, al punto de proclamar, en su revista literaria: “DE AQUÍ EN ADELANTE NO DISCUTIREMOS. DISTRIBUIREMOS RAZONABLES TANDAS DE PUNTAPIÉS Y BASTONAZOS”. Concluyó reconociendo que salvo algún escándalo no había producido nada. Tan sólo había girado en descubierto –metáfora de cheque y de giro vital- gastando a cuenta del nunca concretado talento juvenil. La opinión de sus seguidores no lo disuadió: “Tuve la dignidad de recibir a través de sus elogios la noticia de mi fracaso”. Él, que había cavilado no para hermosear la vida sino para amargársela a los demás, abandonó la exigencia para convertirse en inquisidor. No mucho después, de inquisidor pasó a indiferente, quemando etapas. Hasta caer en la cuenta de los giros, de los agrios retornos que presenta el camino del fracaso.
Debió confesarse que nada tenía para decir, que sólo fingía disconformidad con el medio en que actuaba, que era un burgués egoísta incapaz de indignarse seriamente. Entonces desembocó en la verdad final, esa que no admite argumento en contra: “¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita? Y yo sé que tengo razón”. Reencontraba, como destino, la caverna lentamente cavada en la sustancia de su orgullo.
Salido del ampuloso marasmo del protagonista, Arlt nos entregó esta narración, incitándonos a entrar en ella para asegurarse de estar fuera. Tal vez lo haya logrado. Tal vez, porque siguió escribiendo y describiendo “calles oscuras y parajes taciturnos, en contacto con gente terrestre, triste y somnolienta”, como dice en la dedicatoria del libro que incluye al escritor fracasado.
1: Incluida en El jorobadito. Losada, Buenos Aires, 1958

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