Julio Cobos


Lo que sigue fue redactado al día siguiente de la famosa sesión del Senado en la que se votó la resolución 125, quizá la sesión más difundida de la historia del Poder Legislativo, los medios consustanciados con los terratenientes estuvieron particularmente interesados en que así fuera. Obviamente, la versión es libre, a veces es bueno tomarse libertades.

Ya habían pasado las tres de la madrugada de una maratónica sesión en el Senado, comenzada la mañana del día anterior. Se debatía un proyecto decisivo que había pasado por Diputados con ajustada aprobación oficialista. El anteúltimo orador, de la bancada opositora, pedía una y otra vez la presencia del Presidente del Senado para enrostrarle lo que tenía preparado, largamente había dispuesto cada palabra pero no aparecía, nadie sabía que en ese momento estaba encerrado en el baño, cargando el arma. Decepcionado por su ausencia, el legislador decidió hablar para sus colegas y para los periodistas acreditados, a sabiendas de que sus palabras serían publicadas. Le recordó, para los otros, las caminatas al borde de las grises acequias de la provincia natal, el amor por la tierra del buen vino, la necesaria aunque contrariada obligación por su procedencia en el partido opositor para rematar, contundente, con una apelación a la obligatoria responsabilidad por el origen.
Ordenadamente gris como su traje, el Presidente del Senado volvió a su sillón cuando promediaba el último discurso, a cargo del conductor de la bancada oficialista, en el justo momento en que éste repasaba la historia de los países parlamentarios, enfatizando que nunca había ocurrido que un Vice-Presidente de la Nación, a cargo de la conducción del Senado, hubiese votado contra un proyecto oficial. Apenas sacudió la cabeza con gesto de reprobación o con la sola intención de sacudirse el momento, solamente solo. Escuchó grisáceamente el largo discurso, a pesar de la hora nadie dormía, ni en el recinto ni en las casas donde los insomnes seguían el debate.
Tal como los canales televisivos venían anunciando, se puso el proyecto a votación y resultó empate, treinta y seis a favor, treinta y seis contrarios. Y se produjo lo inesperado días antes pero consabido a esa altura de la madrugada, alta por el país en juego, lo habían dicho las fuerzas contrarias, lo había hecho sentir el gobierno, lo sentía cada legislador y lo sufrían los televidentes. Con palabra vacilante el Presidente solicitó, como ahogado que manotea, pasar a cuarto intermedio, pero las bancadas se aunaron en el rechazo, la integridad de cada legislador estaba expuesta, no sólo por el sueño postergado. Entonces habló: de su juvenil azoro cuando la gesta de Malvinas y antes, de su desconcierto cuando la llegada del Proceso. Memoró absurdamente el pasado de sus abuelos inmigrantes mientras cansados, ansiosos, los legisladores tamborileaban con sus dedos sobre los pupitres. Recordó, balbuceante, su renuncia al partido de origen, su alineación con la concertación de la campaña electoral, de modo elíptico mencionó el interés en continuar en el cargo y con un trémulo que desmentía sus palabras agregó, sin saber si lo hacía para quedar registrado en los medios o si era fatalmente sincero, que éste era el momento más difícil de su vida. Los rostros agrios de la bancada oficialista anunciaban el desenlace, tanto como la severidad altanera de las esbozadas sonrisas de los opositores que paladeaban el triunfo. Encerrado en un suspenso que fue lo mejor que lograría en su vida demoró pronunciarse, dilató su voto, que decidía todo. Hasta que carente de palabras dilatorias balbuceó: “Mi decisión es…” En medio del suspenso, pensando quizá en sus padres, en sus hijos, en su pasado militante o en su presente atemporal se dio cuenta de que encarnaba al país. De un bolsillo de su saco extrajo el revólver pacientemente cargado con el gris plomo de una bala, lo apoyó sobre su sien y apretó el gatillo. Atascado, el percutor se obstinó en que no saliera esa bala, ni para él, ni para el Senado, ni para el gobierno, ni para los manifestantes que seguían expectantes en la calle, cacerolas o bombos en mano, ni para los absortos espectadores televisivos, ni para la multitud de laburantes que ignorando la escena dormían su noche, ni para nadie.
Muerto en vida se levantó, olvidando cerrar la sesión que permaneció ominosamente abierta para los habitantes del suelo argentino. Se fue, pensando en lo bueno que hubiera sido vivir la muerte por una causa.
Había amanecido cuando corrió las cortinas del dormitorio; con sorbos apresurados bebió un whisky acompañado de ansiolítico y se desplomó en la cama. No le llegó el sol de la media mañana. Obstinadamente gris, un sueño encerró en su niebla el tiempo de despertar.

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