<%@LANGUAGE="JAVASCRIPT" CODEPAGE="1252"%> Cuídense porque anda suelta - Carlos D. Pérez


Cuídense porque anda suelta

En una conversación de café en la que discurríamos sobre tango, entre migas de medialuna un amigo propuso debatir sobre el robo de la mujer tematizado por el tango. El convite me pareció tan acertadamente desafortunado que no pude quitármelo de la cabeza hasta armar el siguiente collage con restos de letras, porque el mejor modo de inventar algo es en la fidelidad aparente a lo dicho por otros:
Nadie roba una mujer, sólo un mojigato es capaz de creer que ella pueda ser escamoteada como un reloj o una billetera por la mano hábil del punguista. Y si el fulano lo supone hay que admirarse de la mujer que le hace tragar el anzuelo. Bien lo sé por haber rodado en la vida como bolita de purrete arrabalero. Aún rechiflado en mi tristeza no ignoro, cuando ella me deja, que tiene fundados motivos en su deseo. Según la inspirada moralina de Celedonio Flores, a ese deseo lo motiva un mate lleno de infelices ilusiones, engrupido por los otarios, las amigas, el gavión y la milonga entre magnates con sus locas tentaciones donde triunfan y claudican milongueras pretensiones. Admito que a ese mate no lo mueve poco; harta de gambetear la pobreza del varón, ella se arriesga a una vida que ría y cante.
Es posible inferir que la mujer tiene un excelente repertorio mientras los personajes masculinos solemos volver, vencidos, a la casita de los viejos. Aunque en rigor de verdad, es la ductilidad de los hombres que escriben la mujer, percibiendo en la condena múltiples facetas del arcano femenino.
Quizá resulte más productivo no poner el acento en la falacia de la mina robada sino en la separación de los amantes; porque el tango, como toda música popular, tiene debilidad por el amor impedido, sea el desencuentro, el engaño o la frustración por el sentimiento sin correspondencia. Hallamos un extravío enigmático y a la vez transparente, que menta una distancia tan externa como interior en María, la más pura, la más mía y las calles del adiós, en la tristeza de haber querido un rubor en un sendero, tristeza del los caminos que después ya no la vieron o en el inefable misterio de adiós que siembra el tren. Otro es un modo trágico y rotundo, donde el hombre se atreve a una pasión condenada al desvarío en la quise porque la quise y por eso ando penando o en se fue, mala suerte, paciencia y pan criollo o en el abrazo a la angustia de un presagio por la noche de un camino sin salidas, que tiene su contraparte cuando, por ejemplo, la mina contrariada juega la carta de triunfo recordándonos la madre y entonces uno, tan rana y tan compadre, besándole los cabellos llora como una mujer. Por aquí se llega al modo frecuente, sentencioso a riesgo de cursilería, de las mujeres que siempre son... que desemboca en el facilismo machacón del denuesto a la mujer de la vida y el himno a la santa viejita consagrada como única verdad, para que sean mentira las demás.
Puede concluirse que el tango presenta menos la escena del robo de la mujer que al hombre dispuesto a robar por ella o incluso a ésta convertida en insidiosa ladrona de amor. No debí pensar jamás en robar tu corazón, porque después la historia se da vuelta: ¡Chorra!... me robaste hasta el amor, y ahora tanto me asusta la mina, que si en la calle me afila me pongo al lado del botón, seguido de la advertencia: Cuídense porque anda suelta, si nos cacha nos da vuelta, sin tiempo para rajar. Es el fatídico momento en que uno, sin sentirse vencido, ¡eso nunca!, se descubre viejo, no sólo porque natura empiece a dar con rigor: Viejo porque tengo miedo que me sobrés en malicia, viejo porque desconfío que me querés amurar, porque me voy dando cuenta que fue mi vida ficticia y tengo un modo de ver y filosofar. ¿Qué me queda, si quise adueñarme de esa mujer, que arrinconarme a filosofar? Y allí mi condena porque, al decir de Goya, el sueño de la razón produce monstruos. Vivo enloquecido, no la olvidé y ella ni se acuerda de mí, mujer, muñeca brava, flor de pecado. Sin que salga el tiro del final, concluyo que es la maldad encarnada. Desasosegante, ominosa y sublime maldad. ¿Qué sería de mí, varón, sin la idea gozosa de un mal que es hembra?
Mujer buena, radicalmente buena, hay sólo una, la que por madre esparce un hálito de virginidad que me desvela en el intento de imponerlo a las demás. Así fue que como aquella princesa del librito de cuentos, apareciste un día deslumbrante de luz, yo era el tímido paje de una corte de ensueños cuyo Dios era el verso, cuyo sueño eras tú. Y ahora que sos mía, que yo te di un hogar, siempre fui pobre pero yo te di un hogar, te digo: abajate la pollera por donde nace el tobillo, dejate crecer el pelo y un buen rodete lucí; comprate un corsé de fierro con remaches y tornillos y dale el olivo al polvo, a la crema y al carmín. Porque te quiero como a mi madre, pero me sobra bravura pa’ hacerte saltar pa’ arriba cuando me entrés a fallar.
¿Falla la mujer? Celedonio Flores afirma, lacónico, que la historia de siempre es una mina perdida y una pobre esperanza conservada en alcohol. Un paso más y caigo en la desesperanza, en el rencor del pálido final de mi desesperación; ya ni en alcohol conservo aquel pasado malevo y feroz y no me queda, para completar, más que ir a misa e hincarme a rezar. Triste tañido de las campanas doblando en mi soledad, cuando restregado con arena el paladar, ahogado en la tortura de rodar llego a la verdad de la pérdida irremisible, sin medida, de lo nunca poseído.
Queriendo irme con la música a otra parte la llevo conmigo, colgada de la cruz, en el machacón tarareo de un yo, que sé cuando no aguanto más, al verla así rajo para no llorar; pero mi corazón se va tras de sus pasos, el pobre hecho pedazos. Es que ella olvidó, con su abandono, ese algo suyo que me envuelve y dentro de mí mismo me pierde, ciego de llorar una ilusión.
Ignoro cuánto de sabio es el tango rante y sentimental, pero a mi pesar concedo que algo nos hace saber. Distorsionados por la papusa cantamos, más aún, sentenciamos, aconsejamos. ¡Oíd, mortales! ¡Ché papusa, oí! ¡Atenti pebeta!, seguí mi consejo, que soy zorro viejo -¡Dios mío, viejo!- y te quiero bien. Hasta el instante en que el bien se diluye como volutas de humo y soy una desesperada canción desesperada: ¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste? Hija del Demonio. ¿Dónde estaba el sol que no te vio? Te fuiste de noche. ¿Cómo una mujer no entiende nunca que un hombre lo da todo, dando su amor? Mi amor era para colmarla, debía ser un todo para ella. ¿Quién le hace creer otro destino, que yo no he fijado? ¿Quién deshace así tanta ilusión? Ella, condenada Colombina de la risa loca que me hace volver por caminos viejos, volviendo sin poder llegar, gritando el nombre bueno, rezando sin saber rezar.
Por eso escribo para alertar al vecindario: A cuidarse que anda suelta, rara, como encendida, la del loco reír que no llora.
¿Por eso escribo? ¡No! ¡Protesto! El riesgo es hembra cuando se alargan las sombras, suena un tango y la luz está sobrando. Turbio de nocheras, las de ojeras con verdín para llenar de amor las máscaras de arcilla, acepto el riesgo y descuido mi obsesión de ser. Me tiro un lance, porque la suerte es loca como la boca de una mujer.
Y tal vez, la gota de vinagre derramada, fatalmente derramada sobre todas las heridas, tal vez será su voz. Tal vez.

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